Aunque hay un sol de verano en agosto, no hace mucho que llovió
y el barro empapa las zapatillas metidas en los pastizales, entre las zanguijuelas y las
lagartijas donde dicen que Miguel pasó por última vez en bicicleta rumbo a la costa. Los
juncos parecen haber salido a propósito allí donde la familia y los amigos podrían
encontrar un rastro, un pedazo de ropa, una mancha, un miserable indicio de que Miguel
estuvo en la orilla. Algo que innecesariamente confirme que no se tiró al río para
suicidarse, sino que se lo llevaron, y que pusieron ese jean, el calzoncillo limpio y la
camisa, burdamente, como si se los hubiese quitado una striptisera, para luego tirarse al
agua. Después los caballos de la policía simularon que lo buscaban, tan lejos de donde
ya lo habían escondido, en la época en que los diarios ya hablaban de él, y Ruckauf
recibió a Rosa Bru en su despacho. Luego el tiempo se fue yendo irremediablemente en
marchas y en odiar y destronar al juez de la policía, con ese
nombre, Amílcar Vara, y ese anillo de oro tan gordo en sus manos negadoras. Para ese
entonces Miguel ya era un desaparecido en democracia, aunque no recuerdo ninguno de
nosotros, sus compañeros y amigos de La Plata, lo recuerda el momento en que
dijimos por primera vez que Miguel estaba desaparecido. Al principio era difícil caer en
la cuenta de que algo así estaba sucediendo en ese momento y hoy, cuando sus asesinos
escuchen la sentencia, sucediendo todo el tiempo, porque la desaparición no cesa.
Antes, unos días antes de su desaparición, Rosa por última vez lo vio y hablaron,
desenojándose de una discusión, era sábado y el jueves habían discutido porque ella
quería castrar una perra y él, hippie al fin, quería que hiciera vida de perro. Un mes
después Rosa recorría los canales de la Capital, y les pedía por favor a las
secretarias, a los productores, a los famosos de la tele que le pasaran el aviso, la foto
de Miguel y un pedido de paradero, porque en algún lugar, quizás alguien sabía dónde
estaba. Fue ella la que más tarde supo ver la malicia cómplice en los investigadores y
en Vara, apostada como una torre invencible en esa mesa de entradas, donde uno que otro
empleado, a escondidas, le informaba lo poco y nada que avanzaba la causa. Imbatible y
tierna, solía suele cocinar para la banda cuando terminan las marchas, en esa
casa donde la mesa es enorme y las fotos de Miguel cada vez están mejor enmarcadas y las
banderas amontonadas en un rincón, y el megáfono. Rosa también se convirtió en
investigadora, en actriz, en solapada agente secreta, convenciendo a los testigos para que
hablaran, para reconstruir el calvario y que los culpables paguen.
Miguel era parte de una gran banda que sabía pasarla bien, aunque golpeada, y solía
caminar en zig zag en grandes patios llenos de rock cuando éramos universitarios del
conurbano y estudiábamos periodismo en lo que llamábamos la escuelita, y hoy es una
facultad por cerrar. Solíamos escaparnos irresponsablemente de las clases aburridas para
seguir el ritmo a la ciudad donde en esa época los pibes no querían dormirse y todo
devenía festejo, ruido de baterías punkies, cierta nube de precoz desesperanza mezclada
con la candidez y la virginidad más desenfadada que haya conocido.
Y dónde está Miguel, dónde pusieron su cuerpo de nene, al que nada debe haberles
costado ocultar porque para ellos no es como en las películas, donde los nervios hacen
cometer estupideces a los criminales sin experiencia. Se trata de viejos trámites, por
eso pueden limpiar la calle Nueva York para deshacerse del cuerpo. O entrar, como dicen
otros, profunda la noche, en el medio del monte, con él a cuestas para sepultarlo en el
fondo del barro, de manera que cuando vuelva la crecida sea arrastrado río adentro. O
quizás le han dado un destino bonaerense como el que alardeó en la mesa de un café de
Dolores cuando lo de Cabezas, un informante policial peso pesado: A ese pibe no lo
encuentran porque estáhecho polvo molido. Lo sigo así, sin más, en definitiva no
tenía por qué saber él que Miguel estaba enamorado de Caro, y que de dos pesos usaba
uno para cigarros, y otro para los huesos de los perros, que cantaba muy mal pero le
encantaba y corría como Sid Vicius, y que además usaba en invierno un poncho rojo, y
otro negro, que lo dejaban tan espigado bajo ellos que se lo veía flamear por las calles
de La Plata, hacia la casa de 69, con la corte de perros atrás, acompañándolo siempre.
REP
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