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C U P I D O

Por Antonio Dal Masetto

t.gif (862 bytes) Esta noche, en el bar, los parroquianos se desplazan gambeteando charcos de lágrimas. Apareció el tema de las penas de amor; cada cual se acuerda de las suyas y la cosa termina en un lloriqueo general: “La flecha de Cupido siempre viene emponzoñada de grandes dolores futuros. Y lo peor es que no se la puede evitar. Tarde o temprano te viene a buscar de nuevo”.
–En mi último flechazo de Cupido, le robé la esposa a un amigo del barrio –dice uno–. Fue una mala acción. Estaba tan enamorado y celoso que decidí llevármela lejos, donde nadie pudiera mirarla, donde ella no viera a nadie. Elegí la Patagonia. Y eso que siempre fui friolento y me engripo de nada. Me pongo la camiseta de frisa al comienzo del otoño y me la saco al terminar la primavera. Se pueden imaginar lo que fue mi vida en el sur. Nieve, vientos helados, mocos y estornudos sin parar. Soporté, estaba con ella. La miraba embelesado con mis ojos irritadosna32fo01.jpg (15052 bytes) por la fiebre. Un día ella partió con un camionero. Y ahí quedé, solo en medio de la nada, desesperado y con toda mi ropa sin lavar. No pude volver al barrio, me señalan con el dedo, me detestan. Me convertí en un paria. Pienso que en cualquier momento la flecha de Cupido puede volver a buscarme y me da taquicardia.
–Yo –dice otro–, cuando me agarró el último flechazo de Cupido, todavía estaba viviendo con mi madre viuda, en la vieja casa familiar. La dejé sola de un día para el otro y me fui detrás de una pasión. Hijo ingrato. En un par de años el espejismo se disolvió. Regresé a casa buscando un poco de tibieza. Mi madre me dio un beso en la frente y me dijo: Cacho, lo siento mucho, le alquilé tu bulín a una señora amiga. Me convertí en un huérfano sin hogar. Ahora vivo de prestado en casa de un amigo. Y sé que la próxima vez, cuando Cupido me arroje su flecha, volveré a cegarme. De nuevo seré hombre al agua, un náufrago del amor.
–A mí el último flechazo de Cupido me sorprendió cuando estaba por casarme –dice otro–. Fui a encargar los sandwiches y las masas para la fiesta de boda y me enamoré de la panadera. Abandoné a mi novia prácticamente en el altar. En ese momento era el vendedor estrella de la concesionaria de autos usados Motor City S.A. Largué y me metí de panadero. Durante tres años me levanté todos los días a las tres de la mañana para hacer el pan. Tres años de mi vida quemados en el horno de una panadería. Cuando pienso que en cualquier momento puede volver a ocurrir, me pongo a temblar. No hay defensa contra el flechazo de Cupido. Cuando te agarra te agarra.
Los parroquianos lloran por lo que fue, lloran por lo que vendrá y los charcos del piso son cada vez más grandes. El Gallego pasó el secador un par de veces. Pide la palabra el amigo Valentín Furlotti, que es un peso pesado en las lides del amor.
–No quiero hacer exhibicionismo –dice–, pero me gustaría mostrarles algo.
Se quita la camisa y tiene el pecho y la espalda llenos de cicatrices. Unos costurones enormes.
–Nunca fui una persona peleadora ni tuve gatos ni fui domador de circo. Todas esas marcas son de amores que he tenido. Y cuando cada uno de esos amores llegaba al final, lo mismo que ustedes, me aterrorizaba pensar que en cualquier momento volvería a enamorarme. E inevitablemente ocurría. Así que me inventé un antídoto.
–¿Qué clase de antídoto?
–Desenfundar primero. Ya no le doy ventajas al corazón. Ni un tranco de pollo de ventaja le doy. No se la doy ni se la pienso dar. Cuando percibo el silbido de la flecha de Cupido cruzando el aire, me mando alguna porquería antes de que las cosas pasen a mayores.
–¿Cómo que desenfundar primero? ¿Cómo una porquería? –Tengo un método. Por empezar me acuesto inmediatamente con otras. Si son mujeres con algún costado desagradable, mejor. Si además tienen una relación de amistad o un grado de parentesco con mi posible futuro amor de turno, mejor todavía. Trato de que la historia sea lo más odiosa y sucia posible. Después tengo vergüenza de mí mismo, siento que a ella ya no la merezco, que soy un ogro sin derecho a nada. El antídoto tiene un gusto horrible, pero eso es justamente lo que lo vuelve efectivo. Hace un tiempo conocí a Susi, una muchacha que es un sol. Apenas percibí el zumbar de la flecha de Cupido, me mandé una bien grossa. Me metí en la cama con su amiga de toda la vida, su amiguita del jardín de infantes. Y fue en el departamento de Susi, en su propia cama, un día que ella no estaba. Todo premeditado. Después, cuando me enfrenté con un espejo, no podía soportar lo que veía. A Susi ni siquiera me atrevo a mirarla a los ojos. Le miro las cejas. Les aseguro que no hay forma de regresar de esa ignominia. No queda ni un cachito de espacio para que el amor prospere.
–¿Y con el gran macanazo se acaba la relación?
–No necesariamente. Pero es una relación sin futuro. Está destruida desde el vamos. Además yo sigo jugando a varias puntas. Así, cuando llegue ese momento que todos tememos, el de la ruptura y el sufrimiento, no me hará ni mella. Y cuando más tarde se perfile otro ataque de Cupido, estaré listo con mi coraza protectora, invulnerable a flechas, dardos y cualquier otro objeto punzante que venga por el aire y trate de alcanzarme.

REP

 

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