Hasta la retrospectiva que desde hoy, y hasta fin de mes, se exhibe en Buenos Aires, Miguel Carlos Victorica (1884-1955) fue un artista ubicado en un raro espacio, a medias entre la consagración y el olvido.
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Por Fabián Lebenglik La obra de Miguel Carlos Victorica (1884-1955) sus paisajes, retratos, naturalezas muertas y pinturas religiosas atrae por aquello que le critican: es una pintura inestable y supuestamente inacabada y despareja, que desde las primeras décadas del siglo incorpora en la cerrada trama de la pintura local un componente premoderno muy personal. El itinerario de su formación cumple con el de buena parte de los artistas que desde el último tercio del siglo XIX y el primero del XX comienza a formarse en la Argentina y luego, gracias al sostén y el apoyo del Estado, completa sus estudios en Europa, en este caso, durante siete años, entre 1911 y 1918. El firmamento de la pintura argentina, por entonces, estaba dominado por un academicismo riguroso y una creatividad de segunda mano. La verdadera modernización de las artes plásticas que, desde el campo cultural, sigue la modernización económica, educativa y administrativa a los saltos que se propone desde el Estado desde la generación del ochenta se produce entre las décadas de 1920 y 1930. Los primeros maestros del pintor fueron aquellos que, entonces como ahora, terminaron siendo instituciones: De la Cárcova y Sívori, junto con Della Valle y Giúdici. Sus preferidos en Europa fueron los simbolistas e intimistas, a pesar de que ya se veían, leían y oían las vanguardias artísticas. Victorica rechaza todo lo que proviene del impulso vanguardista y es refractario a la cultura de masas y el maquinismo. La suya es, más bien, una mirada que combina la renovación de la forma a partir de una defensa de la subjetividad, el individualismo y cierto espíritu precapitalista. De algún modo el salto de Victorica es una mezcla obstinada y simultánea de paso hacia adelante y hacia atrás. Combinando modos de percibir del pasado e intuiciones sobre la mirada futura. Una figura de transición, en medio de un mundo que cambia vertiginosamente, aferrada a ambos lados del puente que une algunos aspectos del siglo anterior con otros del presente. El legado de Victorica, en cambio, si bien forma parte del acervo de los principales museos y colecciones del país, sigue la lógica inestable y supuestamente inacabada de los cuadros: todavía no está completamente fijado su sentido en la esfera institucional, o tal vez comience a estarlo después de esta exposición retrospectiva, organizada por el Centro Cultural Recoleta y el Museo Sívori y curada por sendas directoras, Teresa Anchorena y María Isabel de Larrañaga. Si bien la posteridad, hasta ahora, le había reservado un lugar límbico entre el olvido y la consagración, Victorica pasó por el reconocimiento del Salón Nacional, en épocas en que el Salón era algo más que un resabio burocrático y escalafonario. El pintor fue recorriendo el espinel: en 1925 ganó el tercer premio, al año siguiente el segundo, en 1932 el primero y en 1941 el gran premio. Casi todos estos cuadros como el célebre desnudo Francine (1931) y el sociológico Pintura Bohemia (1941), forman parte de la retrospectiva, junto con el retrato El secretario (1935), con el que obtuvo una medalla de plata en la Exposición Internacional de París, en 1937. Un relato recogido en el catálogo, que habla del lugar que ocupaba la pintura en la década del cuarenta en la Argentina, cuenta que cuando Victorica ganó el gran premio nacional en 1941 se organizó una marcha barrial en la Boca, en la que los vecinos saludaban y seguían al pintor, montado en un carro de los Bomberos Voluntarios. Otros tiempos, tan heroicos como ampulosos y, por definición, voluntarios. En la pintura de Victorica los objetos del mundo, la noción de realidad, conforman un conjunto de fenómenos a los que se accede por aproximación, memoria, intuición, nostalgia, modulación de la paleta y de las formas. Elpintor establece su mundo en este caso bien plantado en la concepción del siglo veinte como autónomo y entiende la pintura como una trama autorreferencial. En su obra ya no se olfatea lo real en sus detalles. Lo minucioso de Victorica es la sujeción a sus propias convicciones a medida que comprueba la indeterminación del mundo objetivo. La pintura según V. es un lugar de evocación y de la cotidianidad. Al mismo tiempo que se puede establecer un recorrido por las ideas que conserva y las que renueva, se puede trazar otro en el que el lugar es el estilo. Si se sigue la ruta del artista Buenos Aires (la Boca, San Telmo, Barracas), Mar del Plata, Córdoba, el Norte y Cuyo, cada lugar, cada modo de difundirse la luz, cada atmósfera, cada clima, requiere una modulación diferente en los componentes de la pintura. El paisaje en Victorica es siempre un lugar de cruce entre la geografía y la subjetividad. Lo que más se sostiene hoy de la obra de este artista, aquellos cuadros que se bancan mejor el paso del tiempo, son los que pintó en los últimos quince años de su vida, los que van de la sensualidad al ascetismo, de la pincelada densa y cargada al trazo transparente y despojado; desde el Desnudo con espejo, hasta el simbolismo religioso. (En el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930, hasta fin de mes).
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