El fallo del caso Bru revela que, a veces, la historia sirve para
algo. Dos policías recibieron una pena de prisión perpetua por homicidio, aunque no
apareció el cuerpo del estudiante secuestrado. Los jueces entendieron que el subcomisario
Walter Abrigo y el suboficial Justo López cometieron tortura seguida de muerte y los
condenaron. Bastó que dieran por probado el asesinato de Bru.
Hace 14 años, la Cámara Federal porteña procesó a los ex comandantes de la dictadura
por homicidio, secuestro, torturas y falsificación de pruebas. De los nueve comandantes
procesados, sólo cinco merecieron condena: Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti,
Roberto Viola y Armando Lambruschini. Y de los cinco, solamente dos fueron condenados a
perpetua porque los jueces dieron los casos de homicidio por probados. Uno, Videla. Otro,
Massera. Videla fue sentenciado por 16 casos de muerte. Massera, por tres. Los dos
recibieron castigo por haber ordenado privaciones ilegítimas de la libertad y tortura, y
el resto fue condenado por uno u otro delito. Sin embargo, la Cámara estableció que se
había cometido un homicidio exclusivamente en los casos en que había aparecido el cuerpo
del asesinado. Ni siquiera el fallo del 9 de diciembre de 1985 habló de asesinato, cuando
quedó claro que los secuestrados eran sometidos al traslado, eufemismo por
muerte, y que la operación podía tomar la forma de un balazo o la descarga de
prisioneros vivos desde un avión de la Armada.
Por supuesto, aquel fallo se puede discutir. Pero algo es seguro: junto al informe de la
Conadep, representó la primera vez que un poder del Estado asumió la responsabilidad del
propio Estado en la masacre de los años de plomo. Parece más útil, por eso, registrar
cuánto avanzó la sociedad argentina cuánto avanzó la presión de los familiares
de las víctimas, cuánto algunos jueces desde 1985.
Es saludable para este país y su derecho a la verdad que los desaparecidos de la
dictadura no puedan darse por muertos.
Pero a la vez, el fallo en el caso Bru indica que culturalmente ya está claro que la
desaparición forzada es una de las formas predilectas del terrorismo de Estado para
ejecutar el exterminio intentando, a la vez, borrar las pruebas. Visto en retrospectiva,
ahora sonará todavía más absurdo pretender que la desaparición fue, en rigor, una
forma usada por los militantes de los 70 para pasar a la clandestinidad con una
coartada.
Lo interesante de la sentencia, también, es que, de nuevo, el Estado se hace cargo de un
delito cometido por el Estado. Otra vez la Justicia condenó a funcionarios del aparato
estatal de seguridad porque no sólo dejaron de cumplir con su deber, sino que hicieron
exactamente lo contrario: torturar y matar rematando en la desaparición forzada.
Siempre hubo policías bravas y gatillo fácil, pero hasta 1985 pocas veces hubo jueces
que condenaran el ejercicio ilegal del gatillo. Lo habitual era encubrir o, lo menos,
garantizar un halo de indiferencia, esa forma dulce del encubrimiento típica del
retorcido estilo nacional para ocultar las cosas.
El fallo por Bru es la séptima condena en democracia contra el asesinato cometido por
policías. Si la Justicia de antes ya condenó el terrorismo de Estado la práctica
sistemática del terror desde el aparato estatal, la Justicia de ahora entendió que
no tenía por qué dejar impune ni siquiera la práctica más o menos inorgánica del
terror. De otro modo, habría sido contemplativa con la desaparición forzada, que fue, en
este siglo, el delito argentino por antonomasia.
A veces, la historia sirve.
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