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OPINION
Desgobierno estructural
Por James Neilson

Si la Argentina fuera una democracia “normal”, a esta altura el oficialismo, su interna casi concluida, habría cerrado filas en torno de lo que es, al fin y al cabo, su gobierno con el propósito de basar su campaña electoral en su obra. Pero aquí la democracia no es normal en absoluto: el oficialismo, ya encabezado por Eduardo Duhalde, no quiere saber nada de la obra de Carlos Menem; por el contrario, quiere hacer pensar que es la oposición auténtica y la Alianza un pobre simulacro. Así, pues, está reeditándose la situación de 1983 cuando peronistas y radicales competían hablando pestes del statu quo socioeconómico y éstos ganaron por parecer menos dispuestos a respetarlo. Claro, en aquel entonces el país era regido por una dictadura mientras que el gobierno actual, sus pecados no obstante, es indiscutiblemente legítimo.
Ningún sistema democrático puede operar con un mínimo de eficacia sin que haya un partido oficialista que se sienta plenamente comprometido con “su” gobierno. No puede porque gobernar siempre requiere poder y autoridad. Sin embargo, tanto Duhalde como líderes aliancistas como Graciela Fernández Meijide ya se han puesto a mofarse de Menem como si fuera una figurita decimonónica. En este clima, la ingobernabilidad, es decir, la anarquía, es mucho más que una fantasía menemista.
En la raíz de la peligrosa anemia institucional del país está el carácter caudillista del PJ, movimiento “verticalista” en el que sólo cabe un jefe supremo. Un aglomerado de este tipo no permite medias tintas: Menem tuvo que elegir entre pretender ser líder vitalicio y resignarse a no ser nadie. Por motivos comprensibles, apostó a la primera opción, obligando a quien aspiraba a desplazarlo a declararle la guerra en la que, gracias a la escasa popularidad del Presidente y a la Constitución, finalmente triunfó. Es que en movimientos de este tipo las transiciones ordenadas son imposibles: siempre es una cuestión de todo o nada, de “hegemonía” o derrota humillante.
Conciliar este esquema hiperpersonalista con la democracia no será sencillo, pero hasta que el peronismo deje de ser un movimiento en el que la “lealtad” importa más que cualquier otra virtud y la infalibilidad del líder es un artículo de fe para convertirse en un partido común, el país seguirá bailando al ritmo feroz de su interna. Por cierto, no le será dado contar con instituciones que funcionen adecuadamente cuando, como es habitual, los tiempos del peronismo no coinciden del todo con los fijados por el calendario democrático.

 

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