Durante estos días tenemos otra vez sobre la mesa de los debates
y las infinitas preocupaciones al tema recurrente de la corrupción. Todos sabemos que
Erman González no es un jubilado más, que no habrá de quejarse, que no habrá de salir
a peticionar los miércoles junto a viejitos desastrados que golpean puertas que nunca se
abren. Erman es un jubilado de privilegio. Ocurre que es un jubilado que ha formado y
forma parte de un gobierno que acostumbra otorgar privilegios a quienes lo sirven con
inclaudicable efectividad. Esto no es nuevo. Cada vez es peor, pero no es nuevo. Una
mirada hacia la tonalidad que los fines de siglo han tenido en la Argentina se vuelve,
también, recurrente en estos días.
Marx dijo eso que todos saben que dijo: que la Historia se produce una vez como tragedia y
otra como comedia. Borges dijo algo similar. Dijo: A la realidad le gustan las
simetrías. En las dos frases late una certeza: nada ocurre sólo una vez. Ya sea
para buscar la mueca de la tragedia o la impecable, apolínea belleza de la simetría, los
hechos históricos gustan de la duplicidad. ¿Qué simetría existe entre nuestros fines
de siglo? ¿Qué tragedias o comedias tuvieron lugar en esas temporalidades crepusculares?
El siglo XV termina con la incorporación de América a la economía capitalista de los
orígenes. Adam Smith, el gran ideólogo de la burguesía industrial británica (el
teórico que, aún hoy, alienta las pasiones del capitalismo de libremercado), escribe en
su libro sobre la riqueza de las naciones. El descubrimiento de América y del paso
a las Indias Orientales por el Cabo de Buena Esperanza son los sucesos más grandes e
importantes que se registran en la Historia de la Humanidad (p. 556, FCE, México).
Si esto, para Smith, era así, lo era por una razón contundente: con el descubrimiento de
América nace el mercado mundial capitalista. Nosotros, los argentinos, nos integramos
tardíamente a lo que Smith llama el suceso más grande de la Humanidad. El fin del siglo
XV nos llega a comienzos del XVI, es decir, en 1515, cuando Solís bebe ligeramente de las
aguas de ese ancho río con el que se había encontrado, las juzga dulces y decide llamar
Mar Dulce a nuestro Río de la Plata. Europa, de este modo, comienza a completar su gran
empresa globalizadora. La Argentina sufre su primera globalización de fin de siglo; se
trata de una prolongación tardía de la gran aventura colombina de 1492, con Solís
buscando el acceso al Mar del Sur, según se lo encomendara el muy católico Fernando V y
con el capitalismo creando un mundo de mercancías, esclavos y ambiciones infinitas.
Nuestro segundo fin de siglo también nos llega tarde: es un vigoroso coletazo colonial de
la Revolución Francesa. El siglo XVIII, el gran siglo revolucionario, culmina con la
Revolución Francesa: las luces de la Razón se adueñan de la Historia, ya nadie
gobernará jamás por derecho divino, el poder se decide entre los hombres y su forma es
la República. Todo eso, aquí, estalla en 1810 y resultará altamente apropiado
recordarlo en estos días de mayo, los que avanzan hacia el 25. Se trata ahora de una
reubicación dentro de la globalidad. Se trata del pasaje de una globalización a otra.
España es el atraso, Inglaterra es el progreso. Nuestra revolución se hace en busca de
una ubicación más racional, inteligente y lúcida dentro de la globalización
capitalista. Moreno y los suyos son globalizadores, pero no quieren padecer la arcaica, la
reaccionaria globalización española, sino que desean integrarse a la globalización que
encarnan Inglaterra en lo económico y Francia en lo cultural. Rousseau alimenta los
sueños revolucionarios de Moreno y el librecomercio con Inglaterra las ambiciones de la
burguesía porteña. Lo hispánico se demora en las provincias, que oscuramente temen ser
arrojadas a la ruina por la nueva globalización que se apresta a hegemonizar Buenos
Aires. A este conflicto (Buenos Aires-Provincias) llamará Sarmiento Civilización o
Barbarie: una opción sin medias tintas que determinará que la política argentina
durante el siglo XIX se desarrolle como guerra de facciones. La presidencia de Roca es
paradigmática: es el conquistador del desierto quien comanda la nueva globalización del
país. Sobre la derrota de indios y federales se alza la gran ciudad del sur. Roca
gobierna entre 1880 y 1886. Alberdi escribe un libro cuyo título dice mucho: La
República Argentina consolidada en el ochenta. Es decisivo señalar lo siguiente: la
globalización no implicaba abjurar de la nación. Era la idea de la complementación con
las grandes economías capitalistas la que primaba en los dirigentes de entonces. El muy
célebre brindis de Mitre no dice otra cosa: brindar por la feliz unión entre el capital
inglés y el esfuerzo argentino implicaba afirmar que la nación debía conservarse; si no
como nación del capital (que lo era Inglaterra), sí como nación del esfuerzo. Esta
globalización tiene su celebración apoteósica en 1910, en el Centenario, fecha que,
conceptualmente, viene a clausurar el siglo XIX argentino.
Pero la globalización del fin de siglo XIX se expresa no sólo con Roca, sino con su
sucesor: Miguel Juárez Celman. Seamos, aquí, precisos: las integraciones globalizadoras
a las potencias hegemónicas siempre implican la enorme tentación (que parece, como
fuerza histórica invariable, llevarse a cabo) de incurrir en procesos de corrupción.
Juárez Celman -cuyas similitudes con la administración Menem son altísimas y ofrecen
puntos de análisis fecundos se desmadró: erigió una férrea conducción sobre su
aparato partidario, el Partido Autonomista Nacional; conducción tan férrea que se la
llamó unicato; dio enormes facilidades al capital extranjero, les entregó el control de
los ferrocarriles, de los puertos y de los servicios públicos, lo que determinó una
enorme corrupción en el aparato del Estado y en el partido gobernante, tolerada y
alentada por Juárez Celman, el único; entregó tierras para especulación de los
inversores; buscó sus continuidad a través de la postulación de un íntimo amigo suyo
para sucederlo en la presidencia, Ramón J. Cárcano; entregó desmesurados créditos
bancarios a particulares que tenían influencia política, a hombres de su partido y
amigos personales; desató la concepción del triunfo a través del dinero fácil, alentó
la ambición del enriquecimiento inmediato por medio de la Bolsa de Comercio (Julián
Martel escribe su novela La Bolsa) y permitió un exasperado cuadro de corrupción
nacional dentro del que surgían constantemente nuevos, nuevos y nuevos ricos. Contra este
orden de cosas se alzó la revolución del 26 de julio de 1890, es decir, la Revolución
del Parque, en la que harían su aparición histórica los hombres de la inminente Unión
Cívica. O sea, los radicales, que aparecieron en nuestra historia para luchar contra la
impunidad del capital especulativo y contra la corrupción del partido gobernante. (Sería
adecuado y mínimo exigirles hoy que vuelvan a levantar implacablemente esas banderas. Que
si advienen al gobierno del país sea para eso, para levantar las banderas de la
Revolución del Parque: contra la impunidad del capital especulativo y contra la
corrupción. Porque si no vienen, junto con sus aliados políticos, para eso..., es
irrelevante que vengan o no.) Juárez Celman renuncia en agosto de 1890. No pudo sucederlo
su amigo Cárcano.
Como sea, ni aún en los momentos de mayor desintegración moral de la república planteó
el fin del siglo XIX la disolución de la nación. Y éste, sí, es el más específico de
los propósitos de la actual globalización: la globalización sin nación. Ya no se trata
de integrar la nación a una nueva globalidad como en Mayo, ni se trata de complementar la
nación a la globalidad hegemónica, como lo propone el roquismo triunfante a fines del
XIX. Los globalizadores, hoy, proponen disolver la nación en la globalidad. Y éste es
uno de los debates más urgentes, más imperiosos y dramáticos de nuestra cultura. Porque
puede ser el último.
Entre tanto, vertiginosamente, estos globalizadores de hoy, estos campeones en desmantelar
el Estado de Bienestar, lo usan impúdicamente para ellos. Es saludable que durante
estos días, con el affaire Erman el centro de la temática se haya desplazado de la
seguridad (que obsesionaa todos y a todos hace pedir mano dura y tolerancia cero) a la
corrupción. Por decirlo claro: con corrupción nunca habrá seguridad, porque la
corrupción desmantela al Estado y la seguridad es una cuestión de Estado. Más aún: una
cuestión ética del Estado. Como la salud, la educación, la cultura y el amparo de los
verdaderos jubilados, esos que no tienen privilegio alguno en medio de un agraviante orden
de privilegios.
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