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Por Fernando DAddario Inti Illimani tiene 32 años de trayectoria, 31 discos editados y un prestigio que sufrió los vaivenes del progresismo en este período de la historia chilena y latinoamericana. Fueron populares en tiempo de Salvador Allende, leyenda cuando la dictadura de Pinochet los obligó a emprender la interminable gira mundial del exilio, y un grupo respetado por todos hoy, cuando luchan sin utopías contra una realidad que sigue golpeando. Es difícil pelear contra la maqueta de nosotros mismos, reconoce Horacio Salinas, director musical de la banda, en una entrevista telefónica concedida a Página/12. No vivimos de la renta de nuestro pasado, y no queremos ser un museo de los 70, pero tampoco podemos renegar de lo que pensamos. Tratamos de acompañar los tiempos que vivimos preservando nuestra identidad. Inti Illimani volverá a actuar en Argentina después de cinco años: el 3 de junio próximo se presentará en el Complejo Guido Miranda de Resistencia, Chaco, y el 5 y 6 en La Trastienda. Interpretarán el repertorio que todos sus fieles quieren escuchar, aunque su última producción, Amar de nuevo, incluye valsecitos, boleros y rancheras, con una temática romántica abordada por el poeta Patricio Manns. Desgraciadamente nunca vamos a tener el éxito de Enrique Iglesias, así que nuestros seguidores pueden quedarse tranquilos en cuanto a las canciones de este disco. En estas tres décadas cambiaron varias cosas para Inti Illimani (incluyendo algunas variantes en su formación), pero Salinas asegura que Chile cambió mucho más que nosotros. Si Inti Illimani cambió muy poco y Chile es otro país, ¿cómo puede interpretarse la nueva realidad a través de la música? Ese es nuestro gran desafío y, también, nuestra gran dificultad. Encontrar un lenguaje y una estética que nos permita reflejar lo que está pasando. Muchas veces nos piden los temas viejos, los más comprometidos políticamente, y los hacemos, porque no renegamos de ellos. Pero tampoco queremos ser evangelistas de la militancia. Frente a la realidad sentimos que estamos en un enorme punto de interrogación. Chile vive hoy un período de transición en todos los órdenes, pero sigue herido. Después de la dictadura se ha convertido en un país temeroso, que convive con la espada de Damocles sobre su cabeza. En ese contexto, nosotros también estamos buscando un rumbo artístico. ¿Haber hecho un disco de valses, boleros y rancheras es parte de esa búsqueda como grupo o un síntoma de la desideologización que acompaña el fin del milenio? Para nosotros es un respiro en medio de la confusión general. Y es también nuestro homenaje, modesto y tardío, a esa porción importante de la música popular, que históricamente hemos despreciado por nuestra soberbia de estudiantes universitarios. Nosotros, y la gente que nos seguía, veíamos a la temática romántica como un subproducto banal. Cultivábamos el amor en la intimidad, pero reflejarlo en una canción estaba mal. Desde ese punto de vista, cambió nuestra mirada de lo popular. Ustedes eran siete estudiantes de ingeniería que un día descubrieron el sikus, la quena, el charango. ¿Ese rescate progresista del folklore andino sólo tenía connotaciones políticas? Era emergente de una efervescencia política, uno de cuyos aspectos era, después de la epopeya del Che Guevara, por ejemplo, descubrir aspectos de la América latina oculta. Para nosotros, y para muchos más, el sikus, la quena, eran elementos extraños, que nos abrieron la cabeza. A su vez nuestra generación musical ayudó a valorizarlos. Tanto que en los tiempos de la dictadura pinochetista esos instrumentos estuvieron prohibidos por decreto. Cerca del fin de siglo, ¿una de las banderas a defender es el apoyo al juzgamiento de Pinochet en Europa? Sí, yo apoyo lo que hace el juez Garzón. Si en nuestro país no tenemos coraje para juzgar a Pinochet, qué bueno que puedan hacerlo en otro lado. Además, en Chile nadie lo extraña, salvo los fascistas.
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