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Por Fernando DAddario A Cesaria Evora, y a sus padres y a sus abuelos, la globalización les contaminó la sangre mucho antes de que los sociólogos patentaran la palabrita y los políticos la utilizaran como eufemismo para justificar la desigualdad. En el puerto natural de Mindelo, un paraje inhóspito del archipiélago de Cabo Verde que los portugueses descubrieron hace 500 años, el tráfico de esclavos estableció un triángulo con vértices claramente delimitados: Africa occidental, Europa y América latina. Cinco siglos después, la acumulación de miserias, levantamientos populares, nostalgias y migraciones forzadas devino en un nuevo triángulo, de similares características geométricas, pero sustentado en el poder de la música. Cesaria Evora, 57 años, los pies descalzos, dos hijos, dos nietos y un reconocimiento tan tardío como avasallador, es producto de ese tráfico de influencias, sociales y musicales. Africa responde con arte a las humillaciones, y el Primer Mundo lo agradece. La institucionalización de Buenos Aires como plaza viable en el mercado globalizado del espectáculo permite que los oídos sensibles de este rincón del Tercer Mundo puedan disfrutar de voces como las de esta caboverdiana melancólica, iniciará mañana una serie de recitales en La Trastienda, que se prolongarán hasta el jueves de la semana que viene. El indudable talento de la morena, sumado a la creciente avidez del público porteño por propuestas catalogadas (en un absurdo reduccionismo) como world music, consiguen que Cesaria vaya a quedarse en Buenos Aires por un buen tiempo. Algunos caboverdianos me han hablado de Buenos Aires, y me dicen que es una ciudad especial para mí, porque respetan la cultura de otras partes del mundo y porque se come muy bien, señala con amabilidad Cesaria, en una entrevista telefónica concedida a Página/12 desde un hotel londinense. Al momento del reportaje, la dama de los pies descalzos está descansando de dos shows agotadores pero muy agradables, y asegura que su nueva condición de estrella de la música no le incomoda: Ya estoy acostumbrada a esta vida. Mi casa son los hoteles. Y me tienen que gustar, no me queda más remedio. Sé que por mi trabajo mi vida cambió, pero yo soy la misma. Cesaria, al igual que su música, conmueve sin dramatismo. Sus armas de seducción se esconden en su mirada errante, que cobra vida a través de mornas y coladeras, los ritmos caboverdianos que (en un nuevo reduccionismo absurdo) guardan puntos de contacto con el fado portugués y el samba brasileño, respectivamente. Confiesa que de chiquita escuchaba a Billie Holiday y Edith Piaf, influencia que permite intuir el porqué de su refinamiento salvaje, de la adrenalina sutil que la invade cuando ella misma se apodera de las canciones. En su último disco, el soberbio Café Atlántico, supo rodearse de músicos cubanos, y también contó con la participación de Jacques Morelenbaum, el prestigioso arreglador de Caetano Veloso y autor de la banda de sonido de Estación Central. No me resultó extraño trabajar con latinoamericanos, porque son hermanos de sangre, dice, y luego, consultada puntualmente al respecto, reconoce que nunca oyó hablar de Chavela Vargas, con quien, más allá de relativas afinidades artísticas, la une un pasado de bohemia, alcohol y noches agitadas. Eso es parte de lo que ya no soy. Dejé de beber y no lo extraño. En una época no sólo cantaba, sino que prácticamente vivía para ir a los bares. Ahora que canto en grandes teatros siento que la esencia del canto es la misma. De todos modos, en la isla donde yo vivo están sacando todos los bares. Donde había bares levantan discotecas modernas. Y ése no es mi mundo. Suele cantar descalza, y la actitud no deja de ser un símbolo. En tiempos coloniales de dominación portuguesa, a los caboverdianos que no tenían zapatos no los dejaban caminar por la vereda. Hoy Cesaria dice que su máximo placer es caminar desde mi casa hasta el mar. Por mi trabajo, sólo lo puedo hacer dos meses al año, en agosto y en diciembre. Allí aprovecho para encontrarme con mis amigos, porque en las giras no encuentro a muchos caboverdianos, y eso que gran parte de la población debió emigrar, a causa de la pobreza. Se le pregunta por la realidadcotidiana de Cabo Verde, y ella necesita comparar para concluir en que su lugar en el mundo, aun cuando históricamente siempre fue un puente hacia ..., es único. Yo conozco muchos países en el mundo, pero no creo que exista en todo el planeta un lugar como Cabo Verde, donde al mismo tiempo se ve gente tan pobre, una economía con tantas dificultades, rodeada de un paisaje tan hermoso, con un clima tan acogedor, playas, mar. Parece una incoherencia: la naturaleza nos dio todo, pero hay algo que no funciona. Así son las cosas en Cabo Verde. Pregunta cómo es Buenos Aires, y se entusiasma con la posibilidad de conocer algo más sobre el tango. No escuchó demasiado, pero cree que el tango y las mornas tienen muchos puntos de contacto. Quizá no en lo técnico, pero tienen un dramatismo que refleja el alma de los pueblos que representan. Y eso es lo que más importa.
UN FRAGMENTO DEL LIBRO CESARIA
EVORA, DE VERONIQUE MORTAIGNE Soy una
mujer africana. Mi familia era muy pobre, pero jamás pasamos hambre gracias a la ayuda de
mis hermanos, que habían emigrado, a que alquilamos una parte de la casa de mi abuela, y
al trozo de tierra que ella cultivaba al pie del Monte Verde. Cuando mi abuela murió, la
lloramos mucho, porque todos la queríamos. Supe lo que es la vida muy pronto, pero tuve
una infancia feliz. Cuando llovía, me divertía con mis amigas haciendo muñecas de
barro, platitos, cualquier cosa. Luego, las poníamos a secar, para jugar con ellas.
Cuando arreciaba, todos los niños nos íbamos a recoger agua de lluvia en unos barreños
que luego llevábamos a nuestras casas. Dejábamos que el cieno se depositara en el fondo,
y nos bebíamos el agua, que sabía realmente bien. Había orugas por todas partes, las
metíamos en una caja de cerillas y, unos días después, salía una mariposa. En aquella
época, aún crecía la hierba. Todo se volvía verde.
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