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ENTREVISTA A CESARIA EVORA, QUE DEBUTA EN BUENOS AIRES
“Antes, yo vivía para ir a los bares”

La africana que puso las mornas en el mapa  garantiza que está ansiosa por cantar aquí:   “Me dijeron que allí se respeta la cultura”.

Evora nació y creció en un medio de brutal colonización portuguesa.
“La naturaleza nos dio todo, pero hay algo que no funciona”, detalla.

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Por Fernando D’Addario

t.gif (862 bytes) A Cesaria Evora, y a sus padres y a sus abuelos, la globalización les contaminó la sangre mucho antes de que los sociólogos patentaran la palabrita y los políticos la utilizaran como eufemismo para justificar la desigualdad. En el puerto natural de Mindelo, un paraje inhóspito del archipiélago de Cabo Verde que los portugueses descubrieron hace 500 años, el tráfico de esclavos estableció un triángulo con vértices claramente delimitados: Africa occidental, Europa y América latina. Cinco siglos después, la acumulación de miserias, levantamientos populares, nostalgias y migraciones forzadas devino en un nuevo triángulo, de similares características geométricas, pero sustentado en el poder de la música. Cesaria Evora, 57 años, los pies descalzos, dos hijos, dos nietos y un reconocimiento tan tardío como avasallador, es producto de ese tráfico de influencias, sociales y musicales. Africa responde con arte a las humillaciones, y el Primer Mundo lo agradece.
La institucionalización de Buenos Aires como plaza viable en el mercado globalizado del espectáculo permite que los oídos sensibles de este rincón del Tercer Mundo puedan disfrutar de voces como las de esta caboverdiana melancólica, iniciará mañana una serie de recitales en La Trastienda, que se prolongarán hasta el jueves de la semana que viene. El indudable talento de la morena, sumado a la creciente avidez del público porteño por propuestas catalogadas (en un absurdo reduccionismo) como world music, consiguen que Cesaria vaya a quedarse en Buenos Aires por un buen tiempo. “Algunos caboverdianos me han hablado de Buenos Aires, y me dicen que es una ciudad especial para mí, porque respetan la cultura de otras partes del mundo y porque se come muy bien”, señala con amabilidad Cesaria, en una entrevista telefónica concedida a Página/12 desde un hotel londinense. Al momento del reportaje, la dama de los pies descalzos está descansando de dos shows “agotadores pero muy agradables”, y asegura que su nueva condición de estrella de la música no le incomoda: “Ya estoy acostumbrada a esta vida. Mi casa son los hoteles. Y me tienen que gustar, no me queda más remedio. Sé que por mi trabajo mi vida cambió, pero yo soy la misma”.
Cesaria, al igual que su música, conmueve sin dramatismo. Sus armas de seducción se esconden en su mirada errante, que cobra vida a través de mornas y coladeras, los ritmos caboverdianos que (en un nuevo reduccionismo absurdo) guardan puntos de contacto con el fado portugués y el samba brasileño, respectivamente. Confiesa que de chiquita escuchaba a Billie Holiday y Edith Piaf, influencia que permite intuir el porqué de su refinamiento salvaje, de la adrenalina sutil que la invade cuando ella misma se apodera de las canciones. En su último disco, el soberbio Café Atlántico, supo rodearse de músicos cubanos, y también contó con la participación de Jacques Morelenbaum, el prestigioso arreglador de Caetano Veloso y autor de la banda de sonido de Estación Central. “No me resultó extraño trabajar con latinoamericanos, porque son hermanos de sangre”, dice, y luego, consultada puntualmente al respecto, reconoce que nunca oyó hablar de Chavela Vargas, con quien, más allá de relativas afinidades artísticas, la une un pasado de bohemia, alcohol y noches agitadas. “Eso es parte de lo que ya no soy. Dejé de beber y no lo extraño. En una época no sólo cantaba, sino que prácticamente vivía para ir a los bares. Ahora que canto en grandes teatros siento que la esencia del canto es la misma. De todos modos, en la isla donde yo vivo están sacando todos los bares. Donde había bares levantan discotecas modernas. Y ése no es mi mundo.”
Suele cantar descalza, y la actitud no deja de ser un símbolo. En tiempos coloniales de dominación portuguesa, a los caboverdianos que no tenían zapatos no los dejaban caminar por la vereda. Hoy Cesaria dice que su máximo placer es caminar “desde mi casa hasta el mar. Por mi trabajo, sólo lo puedo hacer dos meses al año, en agosto y en diciembre. Allí aprovecho para encontrarme con mis amigos, porque en las giras no encuentro a muchos caboverdianos, y eso que gran parte de la población debió emigrar, a causa de la pobreza”. Se le pregunta por la realidadcotidiana de Cabo Verde, y ella necesita comparar para concluir en que su lugar en el mundo, aun cuando históricamente siempre fue un puente hacia ..., es único. “Yo conozco muchos países en el mundo, pero no creo que exista en todo el planeta un lugar como Cabo Verde, donde al mismo tiempo se ve gente tan pobre, una economía con tantas dificultades, rodeada de un paisaje tan hermoso, con un clima tan acogedor, playas, mar. Parece una incoherencia: la naturaleza nos dio todo, pero hay algo que no funciona. Así son las cosas en Cabo Verde.” Pregunta cómo es Buenos Aires, y se entusiasma con la posibilidad de conocer algo más sobre el tango. No escuchó demasiado, pero cree que “el tango y las mornas tienen muchos puntos de contacto. Quizá no en lo técnico, pero tienen un dramatismo que refleja el alma de los pueblos que representan. Y eso es lo que más importa”.

 

De Mindelo, al mundo

Cesaria cantaba mornas y coladeras en bares de Mindelo, hasta que la convencieron para que viajara a París. En 1988 llegó a Francia, donde comenzó a grabar apadrinada por José Da Dilva, un francés con sangre caboverdiana. Triunfó a partir de su tercer disco, Mar azul (1991), y luego con Miss Perfumado (1992), su fama se extendió a todo el mundo. Hasta Estados Unidos cayó rendido a sus pies, y la llamaron la “Bessie Smith africana”. Aunque resulte paradójico, el éxito de Evora tiene que ver con el boom latino, porque todos querían guardar en sus oídos a esa voz que interpretaba el clásico “Bésame mucho” en la banda de sonido del film Great Expectations. Quien pretenda aproximarse al universo artístico de esta cantante puede hacerlo a través del CD The best of..., una excelente recopilación. Su último trabajo, Café Atlántico, es quizá su disco mejor producido y el que tiene un repertorio más ecléctico, aunque ella sigue reivindicando a los autores de siempre, como el exquisito Francisco Xavier da Cruz, más conocido como B. Leza.


 

UN FRAGMENTO DEL LIBRO “CESARIA EVORA”, DE VERONIQUE MORTAIGNE
Retrato de una mujer obligada a la valentía

t.gif (862 bytes) Soy una mujer africana. Mi familia era muy pobre, pero jamás pasamos hambre gracias a la ayuda de mis hermanos, que habían emigrado, a que alquilamos una parte de la casa de mi abuela, y al trozo de tierra que ella cultivaba al pie del Monte Verde. Cuando mi abuela murió, la lloramos mucho, porque todos la queríamos. Supe lo que es la vida muy pronto, pero tuve una infancia feliz. Cuando llovía, me divertía con mis amigas haciendo muñecas de barro, platitos, cualquier cosa. Luego, las poníamos a secar, para jugar con ellas. Cuando arreciaba, todos los niños nos íbamos a recoger agua de lluvia en unos barreños que luego llevábamos a nuestras casas. Dejábamos que el cieno se depositara en el fondo, y nos bebíamos el agua, que sabía realmente bien. Había orugas por todas partes, las metíamos en una caja de cerillas y, unos días después, salía una mariposa. En aquella época, aún crecía la hierba. Todo se volvía verde.
En el huerto de mi abuela había sandías, maíz, alubias. Descascarillábamos el maíz, lo poníamos a secar y lo almacenábamos por si llegaban tiempos difíciles. Cada vecino se llevaba su parte. Creo que heredé de mi abuela esa costumbre, la de compartir, y también de mi madre, que hacía comida para los más necesitados.
Luego dejó de llover con regularidad, y sólo de cuando en cuando caía un aguacero que dañaba gravemente las tierras y nuestra casa. La falta de lluvia disparó el precio de los productos alimenticios, disminuyó la afluencia de barcos en el puerto, los ingleses de las compañías de carbón se marcharon. Hay una norma que habla de todo ello: “Um Soncente era sabe” (“Antes, Sâo Vicente era maravillosa”).
Por entonces se decía que la Navidad era una fiesta inglesa, para los ingleses, o para los “blancos”, los ricos. No para nosotros. Nuestros padres no tenían dinero, a veces nos regalaban una pelota, pero las muñecas y demás cosas por el estilo no las veíamos ni en pintura. Jamás hubo un árbol de Navidad en nuestra casa. Hoy tengo uno, uno muy pequeño, en mi mesilla de noche. Pero la nuestra era siempre una Navidad digna; mi madre recibía cestas que le enviaban sus hermanos o amigos del extranjero. Ese día llegábamos a tener una mesa abundante. Lo demás, dependía de la gracia de Dios. Me acostumbraron a conformarme con lo que había. (...)
Supe lo que era la vida muy pronto. Los extranjeros me querían mucho, y no sólo a causa de mi voz. He tenido tantos maridos que ya he perdido la cuenta. Pero de manera oficial, ninguno. Los padres de mis hijos jamás vivieron conmigo. La prueba es que yo siempre he vivido con mi madre, su casa es sagrada. El padre de Eduardo, mi primer hijo, se llamaba Benjamín.Nos conocimos a bordo de un barco en el que él trabajaba como mecánico jefe. Yo cantaba allí, y él me gustó. Nos veíamos cada vez que él venía a Mindelo, pero él jamás “me puso casa” (según la costumbre de entonces, los hombres “instalaban” a sus amantes en la ciudad). Se fue después de dejarme embarazada. Era portugués. No volvió a dar señales de vida, así que Eduardo jamás conocerá a su padre.
Tuve muchos pretendientes, pero no pensaba en casarme. Yo soy así, cuando estaba con uno, enseguida le echaba el ojo a otro. Puede que nunca haya querido creer en los hombres. Tan sólo me divierten.
Me gustaban mucho los jugadores de fútbol, porque eran guapos, famosos. Buenas piezas. Salían con los comerciantes ricos, no tenían un pelo de tontos. Antes, yo solía ir a ver los partidos. Ya no, afortunadamente, porque si no tal vez volvería a liarme con algún futbolista. Los padres de mis dos hijas eran futbolistas. La primera murió siendo un bebé, la segunda es Fernanda, que vive aquí, con sus dos hijos, el mayor, Adilson, y la pequeña, Janet, que ha sido reconocida por un hombre que no es su padre. Mi nieta tampoco conocerá jamás a su padre. En casos así, los hijos juzgan después quién es el padre legítimo, el que los ha concebido o el que los ha alimentado y cuidado. Muchas mujeres de Cabo Verde se ven obligadas a criar solas a sus hijos, a veces porque se han marchado afuera, a ganar dinero. A veces, ellas también se van, y dejan a sus hijos con los abuelos. Algunos hombres olvidan a los suyos, aunque ganen lo suficiente para enviarles algo con lo que vivir. Aquí, en Cabo Verde, cada mujer se las apaña como puede.
A mí me dolió mucho que el padre de Eduardo no quisiera reconocerlo. El padre de mi segunda hija vivía en Mindelo, pero jamás movió un dedo. El único que asumió el asunto fue Pidunquinha, el padre de Fernanda, que sí la reconoció. Yo lo amaba mucho, estaba realmente enamorada de él. Un día, vino un tipo de Portugal y, como jugaba muy bien, lo fichó para un club de allí. Al principio enviaba un poco de dinero, que yo iba a buscar a casa de su tía. Pero un día, de la noche a la mañana, desapareció. Con todo, creo que he tenido mucha suerte, porque mi madre y mis hermanos me han ayudado a criar a mis hijos con dignidad.

Palabras de Cesaria Evora extraídas del libro homónimo, escrito por Véronique Mortaigne.

 

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