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LA MUJER QUE BUSCA POR LAS CALLES TESTIGOS DEL HOMICIDIO DE SU HIJO
"Alguien tiene que haber visto"

Un día empezó a golpear puertas. Después hizo carteles con la cara de su hijo, los pegó en las paredes y repartió volantes. Otro día se atrevió a contarles todo a los pasajeros de un colectivo. Desde que Maximiliano apareció muerto, la obsesión de Rosa García es que se encuentre a los culpables. Aunque sea ella quien tenga que buscarlos.

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Rosa García junto a los carteles con la imagen de su hijo, Maxi, que apareció muerto el 9 de enero en Santos Lugares.

Por Horacio Cecchi

t.gif (862 bytes) “Escuché al colectivero que conversaba con una mujer. Yo paré la oreja porque hablaban de Maxi. El le decía: ‘Seguro que el pibe se pasó de drogas y la madre no sabe nada’. No pude más. Me acerqué y le dije que yo era esa madre y que estaba completamente equivocado. El tipo clavó los frenos y me pidió mil disculpas. Entonces me puse a contarles a todos los pasajeros lo que le pasó a Maxi. Yo no podía creer a lo que me estaba animando.” El 9 de enero, Rosa García encontró a su hijo Maxi muerto de un golpe en la nuca, en un galpón abandonado de Santos Lugares, próximo a las vías del San Martín. Desde el primer momento, estuvo convencida de que “lo mató un guardia de seguridad”, y desde entonces se cargó a pulmón la responsabilidad de encontrar testigos que ayudaran a resolver el caso. Para lograr su objetivo, además de difundir el hecho en los colectivos, hizo volantes, aprendió a preparar engrudo para las pegatinas, timbreó casa por casa, recorrió plazas, colegios, iglesias. “Alguien tiene que hablar, alguien tiene que haber visto”, se repite una y otra vez. Un día se dijo a sí misma: “Hay que hacer una marcha para reclamar justicia”. El viernes 23 de abril una multitud se concentró en Caseros. Al lunes siguiente, la carátula de la causa había cambiado de “muerte dudosa” a “homicidio”.
“Yo estaba enterada de los casos candentes, Bru, Bordón, Cabezas, los veía por televisión y siempre decía ‘pobres madres’ y me preguntaba cómo hacían para hacer lo que hacían. Nunca me imaginé que me iba a encontrar en un lugar así. Los dos primeros días estaba aterrada. Sabía que algo había que hacer, pero no sabía qué.” Rosa García habla en forma pausada, suspendiendo en un silencio breve después de cada frase, como preguntándose si cada palabra es la que exactamente sirve para su cometido. Desde hace cuatro meses, su trabajo como pedicura pasó a un segundo plano. Completamente obsesionada por encontrar al culpable de la muerte de su hijo, se está haciendo experta en medios, en desanudar versiones policiales, en lidiar con políticos y dar impulso a los fiscales. De mera espectadora, pasó a protagonista: “La primera vez que fui a la tele tenía terror de que no me salieran las palabras. Pero cuando hablé lo hice como si siempre hubiera hablado delante de las cámaras”.
Rosa encontró a su hijo mayor, de 20 años, muerto en un galpón abandonado de los ex talleres Alianza, pegado a una canchita de fútbol a la que concurrían los chicos del barrio. Tenía varios hematomas, especialmente uno en la nuca (ver recuadro). Los galpones eran la vivienda de varios linyeras. Uno de ellos, conocido como el Cordobés, fue el primer testigo que buscó Rosa, por sus propios medios. “Fui a tocar los timbres de los chalets más cercanos. Nadie me dijo que lo hiciera, pero nadie lo hacía”, asegura ella. “Una señora me recomendó que hablara con el Cordobés. Después me enteré de que Maxi siempre le llevaba comida.”
Marcha contra la inercia
“No crea lo que dicen del suicidio –le dijo el sin techo en aquella ocasión, desmintiendo las versiones de la comisaría de Santos Lugares–. A Maxi lo mataron.” Pero el dato no fue de demasiada ayuda. Primero, porque el Cordobés era impreciso y fluctuante. Segundo, porque Rosa enteró a los investigadores de que el Cordobés sabía algo, y la policía lo levantó para tomarle declaración. “Lo trataron bien, lo bañaron, le dieron de comer”, asegura ella. Pero, desde entonces, el Cordobés no quiso hablar más. Rosa fue aprendiendo que los testigos tienen miedo. Antes que el Cordobés, “a la semana de estar llorando todos los días, vi una nota a Martha Pelloni, hojeando revistas viejas. Había un teléfono. Llamé y me atendió ella. Me dijo que no me podía quedar sola, que tenía que moverme y que llamara a otras mujeres: Rosita Bru, Miriam Bordón. ‘Ellas te van a ayudar’”.
Después de cortar, Rosa se sintió invadida por impulsos desordenados. Recordó, por ejemplo, haber visto a Ernesto Sabato reclamando junto a los maestros. “Mañana voy a hablar con Sabato”, le dijo aquel día a Antonio, su marido. “No te va a dar bola”, le contestó él, incrédulo. “Yo tampoco estaba segura. Hablar con alguien tan conocido..., pero era la única forma. Al día siguiente tomé un remise y me puse a preguntarle a la gente si sabía dónde vivía.” Rosa llevaba consigo una carta que había escrito con ayuda de Antonio, para entregar al escritor. En el camino, convenció al remisero de que en el vidrio trasero pegara un volante con la imagen de Maxi. “Todavía no tenía los volantes y ya quería que los llevaran todos los remiseros”, dice Rosa, soltando una de las pocas sonrisas de la entrevista. Está claro que a Sabato logró ubicarlo. Después de dejar la carta y de varias comunicaciones, “me autorizó a usar su apellido en cualquier reclamo por Maxi. El adhirió incondicionalmente”.
Ya por entonces, en la cabeza de Rosa se estaba armando una marcha de silencio. “Había visto tantas por televisión y me daba cuenta de que les daban resultado. Yo veía todo muy lento. Costaba encontrar testigos, no me parecía que en la fiscalía avanzaran. Un día le dije a Antonio: ‘Hacemos una marcha, cortamos el túnel.’”
“¡El túnel no! Es doble mano –le respondió él, imaginando la principal vía de Caseros interrumpida por el reclamo–. No quiero circo con lo de Maxi y, además, en una marcha se puede mezclar gente que no tiene nada que ver.” Rosa le respondió que eso no iba a pasar, que “será una marcha de respeto”, que nadie iba a hacer nada mal, pero que “igual la marcha la hacemos. Ya tengo la fecha: el viernes 23 de abril”. Antonio, aunque no estaba de acuerdo, le dio todo su apoyo. Rosa había observado que la mayor parte de las marchas se realizaba los viernes, en un horario especial: a las 18. “No sabía por qué. Después me di cuenta de que debía ser para facilitar que las cubrieran los medios.”
Llamó a Rosa Bru y a Miriam Bordón. “Nos encontramos en Zárate”, le dijeron: el 13 de abril se realizaba la marcha por la muerte de Susana Cantero, un caso ocurrido en 1996 con perfiles semejantes al de María Soledad Morales. Fue a la primera que asistió Rosa García. “Fui con la idea de comprometer a todos para el 23. En un café estaban todas: Bru, Bordón, la hermana Pelloni, Ada Morales. En un momento me pidieron que me presentara y que contara mi caso.” Así conoció en persona a otras mujeres como ella.
Recetas y colectivos
Pero el aprendizaje no sólo recorrió cuestiones estratégicas o familiares. También aprendió minucias que a esa altura resultaban del mismo valor que la marcha misma: “Con los amigos de Maxi, con Mirta (una prima del chico) y su marido Miguel, salimos a pegar afiches que conseguí que nos hicieran en el barrio. Primero los pegaba con plasticola, después con engrudo, pero se caían, hasta que unos muchachos que pegaban carteles nos enseñaron la receta: había que ponerle un poquito de soda cáustica y prepararlo con agua caliente, y después pasarlo encima del afiche. Con razón se nos caían.” Todo el grupo, unos veinte, se especializó en pegatinas, incluso tuvieron que aprender los códigos y negociar espacios para no chocar con otras pegatinas. “Mientras no nos arranquen los nuestros no hay problema”, dijeron los de un grupo que pegaba carteles para el intendente Hugo Curto.
Finalmente, embadurnaron las paredes de Caseros invitando a la marcha y también los colectivos. “La primera vez que hablé en un micro, fue porque escuché al chofer que conversaba con una mujer sobre Maxi. ‘Seguro que el pibe era drogadicto y la madre ni sabía’, le decía él.” Allí fue cuando lo increpó. “Me pidió mil disculpas. Entonces le pedí permiso y me puse a contarles a todos los pasajeros lo de Maxi. Yo no podía creer lo que estaba haciendo, cómo me había animado, pero a medida que hablaba tomaba envión y la gente empezaba a preguntar. Después fui a hablar a la terminal para que me permitieran pegar carteles en el vidrio trasero de todos los colectivos.” De hecho, las líneas 53 y 182 se transformaron en difusores móviles de la imagen de Maxi y de la marcha en ciernes.
“Para mí es una obsesión, una militancia”, confiesa. Difícilmente deje de serlo. “Había visto en televisión a otras madres llevando unas pancartas. Le pedí a mi marido que me hiciera una. A él le encanta trabajar con la madera. Todos los días me iba a la plaza con la pancarta y muchos volantes que repartía, hablaba con la gente, les contaba el caso y preguntaba si habían visto algo.” Así se fueron marcando los contornos de la muerte de Maxi. Todo a fuerza de pulmón y sin ayuda oficial. Aunque la Justicia bonaerense no admite la figura del querellante particular y todo corre por cuenta de la fiscalía (ver recuadro), la iniciativa quedó claramente del lado de Rosa, que fue tomando conciencia de que todo lo que ella no hiciera, no podía esperar que se lo “regalaran de afuera”.
Cuando la marcha dejó de ser tan sólo una idea, Rosa pidió la colaboración de los alumnos del secundario ENET 3 de Ciudadela, con quienes ya había estado preguntando por testigos. “Me hicieron un montón de pancartas que agregué a las que hizo Antonio.” Una farmacia y un kiosco ofrecieron fotocopiar los volantes. Una familiar se encargó de hacer unos carteles grandes. Los canillitas se ocuparon de intercalarlos en los diarios dominicales. “Desde Ciudadela me llamaban diciendo que se habían enterado”, dice entre orgullosa y emocionada. En medio de todo el aprendizaje, Rosa encuentra espacio para su propio reproche. “Me enteré tarde de que Sabato estuvo en la Feria del Libro. Si no, hubiera ido y le habría pedido que dijera algo. No me iba a decir que no”, asegura convencida. Para solventar gastos, Marcela, una amiga de Maxi, Mirta y Miguel, venden rifas de solidaridad. “Lo importante, más que la plata, es que hablan del caso”, sostiene Rosa. Además de la rifa, Mirta y Miguel recolectan firmas. Dos cuadernos “circulantes”, como los llaman ellos, reciben adhesiones. Uno de ellos está abierto en el almacén de un familiar para que la gente escriba sus mensajes de apoyo. El otro va dando vueltas por el barrio.
Finalmente, las reticencias de Antonio para con la marcha fueron superadas. “Fue la decisión de ella lo que me convenció. Yo no quería circo por lo de Maxi, creía que todo tenía que hacerse como se debía. Pero está visto que la Justicia no funciona. Y yo veía que todo lo que ella se disponía a hacer y parecía imposible, salía.” El viernes 23 de abril se realizó la marcha. Fue un éxito completo. Como había previsto Rosa, el túnel y la avenida principal fueron cortados. “Tenía miedo –confiesa ella–. En otras marchas vi que la policía iba cortando las calles, pero acá no había ni un policía. Fue la gente la que cerraba sola las bocacalles. Aparecían de todos lados, salían de las casas, nos saludaban.” Al lunes siguiente, desde la fiscalía Rosa fue informada de que la carátula de la causa había sido modificada: de “muerte dudosa” a “homicidio”. “Habrá que creer en las casualidades”, pensó irónicamente a partir de entonces.
Ahora, resulta casi obvio, Rosa García ya puso fecha a una nueva movilización para reclamar justicia. Siguiendo su personal manual de procedimientos, será a las 18 de un viernes, el 18 de junio. La columna partirá de Urquiza y Agüero, frente mismo a los galpones donde el 8 de enero empezó toda esta historia negra.

 

La muerte de Maximiliano

“Tenía un pequeño hematoma en la nuca”, dice Rosa recordando cuando encontró el cuerpo de Maxi. “A cien metros estaba el custodio de una arenera. Le pedí ayuda y me dijo que no hacía falta, que él ya sabía que mi hijo estaba muerto. Me llamó mucho la atención, y que no hubiera hecho ninguna denuncia.” Después del llamado de la mujer, la comisaría de Santos Lugares envió una comisión. “Me echaron la culpa de que había arruinado las pruebas al pisar y tocar a mi hijo. ¿Qué iba a hacer? ¿Lo iba a dejar ahí? Pero nunca cercaron el lugar. Nosotros fuimos recogiendo pruebas. Incluso, cuando nos devolvieron la ropa había un pañuelo atado en forma de 8, como si fueran esposas, del que la fiscalía no sabía nada. El mismo día, un policía me dijo que ‘Maxi se había pasado de rosca’; otro, que se había tirado del techo para suicidarse, cosa que era imposible porque no había forma de trepar. Del bolsillo sobresalía una nota que estaba puesta ahí para que la vieran. Decía ‘Viví en Belgrano...’, y daba la dirección de mi casa, aparentando un suicidio. Pero ésa no era la letra de mi hijo. El escribía con la izquierda y nunca en letras de imprenta.” A cargo de la investigación quedó el fiscal Marcelo Segarra, de la Unidad Funcional 7 de San Martín, que caratuló la causa como “muerte dudosa”. El forense habla de un traumatismo de cráneo, de unos 15 centímetros, no visible en forma externa. La pericia no menciona el objeto con que se dio el golpe, pero los bastones policiales y de las fuerzas de seguridad suelen dejar huellas no visibles desde el exterior. Los abogados de Rosa, Luis Valenga y Fabián Musso, sostienen que la autopsia “contiene una conclusión subjetiva: el perito supone que la muerte fue provocada por convulsiones después de un golpe, apuntando a una muerte accidental, por una caída. Tenemos serias dudas sobre esa pericia. Incluso la carátula ya cambió a ‘homicidio’”.


COMO SE UNEN LAS MADRES.
Buscando en quién confiar

Por Cristian Alarcón
Existe una instancia en la que los pájaros de mal agüero se alejan de los deudos y entonces el abatimiento que suelen imponer los tribunales y las comisarías suele dar paso a una nueva confianza. “Hay algo en la forma en que uno descansa cuando puede contarle sus penurias a otra madre, en la seguridad de que el que te escucha te cree y no va a pensar ‘ésta es una peliculera, pura ciencia ficción’. Porque ya conoce las zancadillas, cómo el juzgado te mintió y la policía te perdió las pruebas. Aprendés a no dejarte pasar más, y al tiempo, hasta podés volver a bailar y a reírte sin sentir culpa.” María del Carmen Salice es la madre de Leticia Belstedt, una chica asesinada cuando intentó ayudar a un vecino que estaba siendo atacado por un matón. El suceso –descubriría más tarde María del Carmen– era un ajuste de cuentas de la Bonaerense. Por eso tuvo que enfrentarse a la maquinaria que describe, y un día buscó a sus pares.
En el caso de María del Carmen, el año pasado llegó hasta la casa de Santiago del Estero, cuando por televisión vio a un grupo de mujeres que pedían justicia en su provincia y se hacían llamar Las Madres del Dolor. Allí conoció a Miriam Bordón y Rosa Bru. Se ven bastante seguido, no pasa mucho tiempo entre una marcha y otra, adonde van juntas, cotilleando sobre causas judiciales, recetas, un poco de maridos, los hijos que viven, lo cotidiano. Hablan por teléfono a cada novedad judicial, a cada nuevo caso. No es que formen parte de una organización –existes dos dedicadas a los casos de violencia policial, Cofavi y Correpi, además de los organismos de derechos humanos–, sino que son, por ahora una trama espontánea, que definen como la red nacional contra la impunidad. “La idea es acompañar a los otros padres en todo lo que se puede. Escuchar, aconsejar, impulsar las investigaciones, ir a las manifestaciones que organicen”, sostiene Miriam Bordón. Su teléfono, en Moreno, suena tanto como el de una operadora. Sonó cuando llamó Rosa García. “Por ahí se comunican con Ada Morales, y Ada pasa mi teléfono, y si es de zona sur le paso el de Rosita Bru, y si es de La Rioja, allá hay un grupo de madres y así.” María del Carmen apunta que los contactos también se dan “porque por ejemplo en Buenos Aires, al ver los diarios, uno se da cuenta de que a veces los policías implicados se repiten en otros casos”.
Rosa Bru tiene una agenda desordenada, donde los números están tachados y corregidos, hay flechas, superposiciones, páginas desprendidas. Lleva seis años desde que la inició, poco después de que desapareciera su hijo Miguel. Entre los primeros datos que anotó están los del matrimonio Gutiérrez, los papás de Juan Carlos, un chico que murió de un tiro en una redada a la salida de una bailanta de La Plata. Rosa se acuerda de la llegada de Edgardo una mañana, de las horas que pasó contando que le habían extraviado el expediente de una causa y estaba a punto de prescribir. Y de esa misma tarde cuando volvió para presentarle a su mujer, Nelly. Traían en las manos dos pollos vivos de regalo. “Los contactamos con la procuración de Justicia, y finalmente el policía, después de mucho, fue condenado a once años. Siempre estuvimos acompañándonos.” Los Gutiérrez pasaron a la historia como los prolijos hacedores de carteles. En una de las marchas por la desaparición de Bru la gente preguntaba cuál era el sindicato que había hecho la gran bandera. “El sindicato de los Gutiérrez”, contestaba Rosa, llena de risa.

 

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