OPINION
Un canto a lo colectivo
Por Mario Wainfeld |
El
narrador ve a lo lejos una manga de langostas. La percibe nítida, en su forma y en sus
objetivos: va hacia el sur, en busca de comida. La armonía y el orden hacen avanzar
el conjunto. Las langostas llegan hasta él, lo envuelven. Entonces, todo le parece
distinto. Reina una desordenada confusión, las langostas se detenían, comían sin
premura los arbustos, descansaban y luego, desorientadas, volaban azotándose contra los
obstáculos: piensa que la manga no avanzará nunca. Se equivoca: el conjunto sigue
su rumbo. Y ve de nuevo, en el horizonte, alejarse la manga como una nube
negra en pos de su objetivo, con su relativo orden. La metáfora es transparente,
pero el autor, didáctico, la explica: la manga alude a la marcha de conjunto de la
humanidad por sobre todos los intereses, pasiones, deseos y fatigas individuales.
La síntesis precedente maltrata, aunque creo que no es infiel a un párrafo de La
manga, un peculiar cuento de Raúl Scalabrini Ortiz. Testimonia dos de los núcleos
obsesivos de su vida y de su obra: la superioridad de lo colectivo sobre lo individual. Y
la confianza en un progreso para nada lineal ni sencillo.
Jorge Luis Borges escribiría, refiriéndose a las movilizaciones contreras de
1944 contra Juan Perón: Descubrí que una emoción colectiva podía no ser
innoble. Scalabrini pensaba prolijamente lo contrario: Hay algo de bello y de
majestuoso en las multitudes. El contrapunto no enfrenta descripciones sino posturas
ideológicas distintas. Scalabrini Ortiz no fue (no quiso ser) un escritor o un
intelectual a secas. Fue y quiso ser uno de los tantos argentinos que usó la escritura
como parte de una batalla mayor. Escribió bien y mucho. Ficción, como La
Manga o formidable ensayística como El hombre que está solo y espera.
Y minuciosas denuncias y análisis sobre (perdón por usar una palabra demodée) la
dependencia, la influencia del imperio británico sobre Argentina, el modo en que el
capital extranjero construyó el tejido ferroviario, el sistema financiero tramó nuestra
historia al servicio de sus intereses. Parece fábula, pero hubo tiempos en que demostrar
la dependencia era difícil, exigía rigor, estudios, mapas, cifras. Hacerlo era acuciante
para hombres como el ingeniero Scalabrini que no gustaban de estar solos, no se dignaban
esperar y escribían y obraban para modificar las cosas, para intervenir, con la espada,
con la pluma, la palabra, los huevos y todo lo que hubiera que poner o arriesgar...
Hoy día la dependencia es más obvia, pero son abrumadora mayoría los intelectuales y
políticos que la encubren con subterfugios de lenguaje, que siempre miran al norte y que
se esmeran en conseguir la aprobación de quienes los dominan. Un compinche entrañable de
Scalabrini, Arturo Jauretche (de cuya muerte se cumplieron 25 años este 25 de mayo) los
pintaba así: Son como el cornudo que necesita que el amante de su mujer lo
elogie.
Scalabrini no asumió la historia como cornudo: prefirió ser parte y procuró ser
brújula de la manga que viajaba hacia el sur en pos de su futuro y su comida. Privilegió
lo colectivo a lo individual, la manga a cada langosta y creyó en el progreso como tarea
de muchos (hoy, curiosamente, algunos etiquetan progresismo a posturas
individualistas, quietistas, fincadas en el pasado). Apostó a hacer la historia, a no ser
uno de los que la mira por TV o sentado en un café. Por eso, por haberse jugado, parece
muy lejano y remoto en tiempos de especialistas light. Ypor eso (más aún que por los
aciertos de su obra escrita que siguen siendo muchos) merecería más y mejores líneas
que éstas para honrarlo. |
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