Me encuentro con Gerardo Rigamonti, hijo de un amigo de otros
tiempos. De Gerardo recuerdo su vocación por la medicina y la firme determinación de
convertirse en el mejor cirujano del país. También recuerdo que era un muchacho muy
ingenioso, siempre tenía una galera a mano y siempre salía algún conejo de esa galera.
Me dice que dejó la facultad. Ahora es visitador médico. Digo que lamento lo de la
carrera abandonada. Gerardo se mira las manos:
Mi gran amor, la cirugía.
Se casó, vive cerca, a pocas cuadras, me invita a tomar un café. La casa está bastante
venida a menos. Mobiliario modesto. Cortinas deshilachadas, pintura de las paredes
descascaradas. Es evidente que la familia no nada en la abundancia. Estrecho la mano de
Susi, la esposa. Por ahí anda una señora encorvada, que arrastra una pierna y resulta
ser la suegra de Gerardo. Detrás de la casa hay un pedazo de terreno y Gerardo me explica
que tiene un buen lote de gallinas batarazas, grandes ponedoras. En realidad están
resultando su salvación en estos tiempos de malaria económica.
Hice un arreglo con el verdulero y con el almacenero. Canjeo huevos por comestibles,
frutas y verduras.
Veo que no perdiste tu ingenio le digo.
Se hace lo que se puede me contesta.
Termino el café y Susi me ofrece un vermut. Gerardo señala la botella:
Canjeada por algunos huevos.
Susi trae aceitunas y quesitos.
Trueque dice Gerardo.
Desde la cocina Susi llama a Gerardo. Quedo solo y me asomo a la ventana que da al
terreno. En la media luz del atardecer veo, al fondo, detrás de un alambre tejido, las
gallinas ponedoras. Muchas se desplazan saltando sobre una sola pata. La otra pata no la
tienen. También les falta un ala. Las que conservan la pata derecha mantienen el
equilibrio con el ala que les queda y que es siempre la del lado opuesto. Pasa la suegra
de Gerardo hablando sola:
Es una herejía. Si Dios hubiese querido que las cosas fueran diferentes las hubiese
hecho distintas.
Entran Gerardo y Susi.
Por supuesto se quedará a cenar dice ella.
Intento una disculpa pero insisten y acepto.
Vuelvo en un par de minutos dice Gerardo y desaparece nuevamente.
Susi se queda conmigo y hablamos del único tema en común: ese ingenio de Gerardo que
deslumbraba a todo el mundo y del que su padre estaba orgulloso.
Mientras tanto, desde alguna parte, llegan ruidos confusos, golpes que me hacen pensar en
machetazos. Pasa la madre de Susi hablando sola:
Si Dios hubiese querido que las cosas fuesen así no las hubiese hecho de otra
manera.
Entra Gerardo, las manos mojadas, recién lavadas, tendidas hacia adelante, a la altura
del pecho. Susi corre a buscar una toalla blanca y se la alcanza. Mientras se seca
prolijamente, con gestos profesionales y elegantes, Gerardo me hace pensar una vez más en
su vocación de cirujano. Desde la cocina Susi nos grita:
En un ratito está la cena.
Tomamos otro vermut y miramos el noticiero en la TV.
A la mesa grita Susi.
Gerardo destapa una botella de vino:
Trueque.
Entra Susi con una fuente:
Acá está el sabroso arroz con pollo.
Las únicas presas son patas y alas. Susi toma mi plato y pregunta:
¿Le sirvo una patita o una alita?
Dudo. Dudo mucho. Más allá de la ventana, por encima de los árboles acaba de asomar la
luna llena.
¿Patita o alita? insiste Susi.
REP
|