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OPINION

DESPUES DEL CONGRESO DE LA CTA
“Me voy creyendo”

Por J.M. Pasquini Durán


t.gif (862 bytes)  Fue un motín de la esperanza. A borbotones, estallaba durante la sesión plenaria del sábadona14fo01.jpg (11929 bytes) 29 en las gargantas y las manos de los ocho mil asistentes al II Congreso de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Como una estruendosa bandada de pájaros, se levantaba después que la votación general aprobaba los informes de cada una de las catorce comisiones que sesionaron el viernes 28 en interminables y multitudinarias deliberaciones. Hubo comisiones con más de mil quinientos participantes y sesenta oradores.
Todos querían hablar, aunque fuera con el de al lado, que acababan de conocer, para describir el tamaño de sus penurias, para exorcizar los tantos miedos que los rodean y a veces los traspasan, para compartir las angustias por su suerte y la de todos sus iguales, para darse ánimos, para volver a creer, para quebrar los silencios que ellos habitan en medio de las vocinglerías de las campañas electorales.
Los delegados plenos (más de 6500), surgidos de veintitrés encuentros regionales previos, llegaron a Mar del Plata, sede del congreso, desde todos los rumbos del país, lo mismo que los invitados especiales. Algunos viajaron un día entero, unos solos y otros con los críos a cuestas, de los que se hizo cargo un solidario servicio propio de guardería. Cuando estuvieron todos juntos compusieron, por pura presencia, un enorme mural con los colores del mestizaje argentino, hecho de indio, criollo y europeo, con algunos toques de las naciones vecinas del litoral y de los “turcos” que poblaron las provincias del noroeste.
En un país fragmentado por la economía balcanizadora de la megaconcentración, los encuentros primerizos eran tan frecuentes que en una comisión decidieron emparejarse de a dos, con el vecino de asiento, y buscar en los relatos coloquiales de las historias personales la comunidad de nación. “Yo tengo la identidad del carbón”, contó el minero de Río Turbio que llevaba calzado el casco de su oficio como una escarapela de clase. “Mi padre fue minero, yo me crié a su lado y, al final, cuando murió con los pulmones asfixiados por el polvo del socavón, heredé su trabajo y quizá su destino.”
El actor porteño, que era su interlocutor ocasional y que relató el encuentro, comprendió entonces que sus historias eran tan diferentes que sólo podían encontrarse en una misma condición, la de trabajadores, con o sin empleo, excluidos o incluidos, pero trabajadores al fin. Sin ese contexto, podía mal entenderse, creyendo pura arrogancia lo que era condición orgullosa, el cantito que, cada tanto, repiqueteaba en el interior de la gigantesca semiesfera del polideportivo que albergó al congreso: “El que no está de acuerdo / se jode/ se jode/ es la CTA / de los trabajadores”.
Desde ese lugar, los congresales ratificaron que su central, la que los cobija a todos, sea independiente de partidos y gobiernos: ni rama, ni brazo, ni frente, ni columna vertebral, ni cuerpo o cara de nadie, salvo de sus propios miembros. Pero no extendieron la veda partidaria a las afiliaciones individuales y reivindicaron la política como la herramienta más apta para organizar la convivencia, para elegir y peticionar y hasta para cambiar la realidad. “Ningún trabajador nos perdonaría que no usáramos esta fuerza para influir sobre los partidos, los congresistas y los gobiernos para que nos escuchen y hagan caso de nuestras demandas”, reafirmó Marta Maffei en la clausura, durante un discurso inteligente y conmovedor que sacudió las fatigas de dos jornadas demoledoras.
Esa dama, docente y matrona, habló lindo, con razones sencillas y hondas y con el sentido común de la vida, otra señal de identidad para las muchas mujeres que poblaban las tribunas. Esa dama, que anhelaba pasar el domingo en familia, así alumbrada desde adentro por el fuego de sus convicciones, era en ese momento la mujer más atractiva de este mundo desquiciado por los estereotipos del mercantilismo machista. “La CTA es como un motorencendido –afirmó–. Unos quieren llevarlo a 30 km por hora, otros a 200; ya encontraremos la velocidad justa, pero no podemos apagarlo.”
Ha ganado fuerza, eso se nota a simple vista. La CTA ya contabiliza casi docena y media de regionales y 700 mil afiliados (quiere llegar al millón este año si es posible). Las noventa delegaciones solidarias de todo el mundo que estuvieron presentes, desde Uruguay a China, prueban que esta central destaca en el paisaje, mirándola desde adentro o desde afuera del país. Encima, más de uno le sacó provecho mutuo. Ahí se vio, por ejemplo, al vicegobernador del estado brasileño Rio Grande do Sud combinando la cooperación con los delegados de Paso de los Libres para organizar la cuarta feria cultural en la ciudad correntina dentro de cuatro meses. Menem no es el único que, en adelante, podrá ufanarse de sus relaciones internacionales.
La participación de mujeres y jóvenes obsesiona a su secretario general, Víctor De Gennaro, que lo propuso como una ocupación principal de la futura gestión de la CTA, en el momento mismo de inaugurar el congreso. Aunque las estadísticas no llegaron a tiempo para saber el número, había mucho de unas y otros en las tribunas, por lo pronto mucho más de lo que se ve en actos organizados por aparatos políticos, habida cuenta que esta vez no había regalos para llevarse a casa, como no fuera la satisfacción de la tarea cumplida.
No es una obsesión casual ni simple demagogia del Tano Víctor: mujeres y jóvenes son víctimas preferidas del “mercado sin alma”, que los empuja por millones hacia el desempleo, la precariedad laboral, la superexplotación y la exclusión social. Aprovechan para anidar entre ellos las peores humillaciones y los rencores más despiadados, porque el desamparo los castiga en cuerpo y alma. En su mensaje inaugural, De Gennaro anticipó la cuestión central, que luego sería confirmada por miles de brazos alzados: “En el país sobra trabajo y faltan empleos”. La CTA dará pelea para reemplazar esa contradicción por una nueva armonía, en beneficio de la sociedad entera.
Los hambrientos y los satisfechos deberían escuchar por igual estos mensajes, para encontrar luces de redención, unos, y para la propia tranquilidad, otros. De lo contrario, unos y otros pagarán cara la indiferencia, los temores, la confusión o los prejuicios que nacen de las sociedades duales, rajadas, rejuntadas en polos opuestos de excesos y de insatisfacciones. La CTA no es la única voz que alerta sobre los peligros. Tres días antes del congreso, en el opulento Te Deum oficial del 25 de mayo, monseñor Jorge Bergoglio vio “la sombra de una nube de desmembramiento social (que) se asoma en el horizonte mientras diversos intereses juegan su partida, ajenos a las necesidades de todos”.
Bergoglio tuvo prensa suficiente, lo mismo que Madeleine Albright que alertó sobre el peligro de estallidos sociales en América latina, aunque ninguno tanta como los economistas prendidos en el debate promovido por Menem sobre la dolarización. El II congreso nacional de la CTA tuvo menos prensa que cualquier recital de música en Obras Sanitarias con la mitad de asistentes. Ni la presencia de Mercedes Sosa y otros artistas de popularidad reconocida fue suficiente para hacer ruido. Este diario fue uno de los pocos, por no decir el único, de la prensa con difusión nacional que siguió sus debates, dispuesto a cumplir con el derecho a informarse de sus lectores.
Cada cual tendrá sus motivos, sin duda, y no es cuestión de andar adivinando. Es fácil percibir los prejuicios más conservadores, porque se repiten en otros lados con el mismo sentido. Claro que hay izquierdistas radicalizados en la CTA, son los que preferirían acelerarla a 200 km/hora, pero también hay moderados y pragmáticos centristas que andarían cómodos a 30 km/hora. A veces pide lo imposible –tierra, vivienda, fronteras decooperación solidaria en lugar de racismo y xenofobia– pero ¿cómo medirlo? Si ni siquiera se concede lo indispensable.
¿Sus ideas son viejas? Sí, claro, de la edad que tienen las demandas por la jornada de ocho horas, por la abolición del trabajo infantil, por la igualdad de salarios para la mujer, por todos los derechos constitucionales, empezando por el artículo 14 bis. No fue la CTA la que repuso esas demandas sobre la mesa, sino las consecuencias del modelo “modernizador”. Esos reproches por anacronismo no alcanzan al FMI, que lleva cincuenta años recetando la misma medicina, o a la OTAN que cumplió medio siglo justificándose en la guerra. Después de cinco décadas recién los Derechos Humanos están siendo presentados como una posibilidad universal.
La CTA es la primera en reclamar la elaboración de un nuevo pensamiento, acorde con la evolución y la realidad del mundo globalizado. Su propia existencia es una innovación en el gremialismo obrero, lo mismo que su propuesta de pensar el barrio como la nueva fábrica, allí donde están los trabajadores, o de proponer una movilización nacional o una huelga, como la que está proyectando para el próximo 6 de julio, mediante la concertación multisectorial con entidades del agro, estudiantiles, de jubilados, no gubernamentales.
Sobre todo es un polo de esperanzas para tantos que, de no existir, estarían contra las cuerdas o vaya a saber en qué aventura. El sábado por la noche, cuando ya las luces se estaban apagando y miles de personas iniciaban el viaje de vuelta, un hombre con el pelo encanecido y la emoción atravesada en la garganta se acercó al Tano, el último en irse, lo sacudió de un brazo hasta que recuperó la palabra y dijo: “En otro tiempo, arriesgué la vida por mis ideas. Dejé de creer. Hoy vine para curiosear y me voy creyendo. No me fallés”.

 

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