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Algo salvamos
Por Raúl Zaffaroni *

na32fo01.jpg (7981 bytes) Por Raúl Zaffaroni *

t.gif (862 bytes) Un decreto presidencial de 1864 encargó a Carlos Tejedor, catedrático de la Universidad de Buenos Aires, la redacción de un proyecto de código penal. Tejedor lo hizo inspirado en el código de Baviera de 1813. Eligió bien el modelo, pues era el código más liberal del tiempo, obra de Anselm von Feuerbach. Su trazo subsiste en el texto hoy vigente y, por ende, puede considerarse a Feuerbach una suerte de abuelo de nuestro derecho penal.
Viene al caso recordar que alrededor de 1830, cuando Feuerbach vivía sus últimos años, asumió la defensa de quien se conoce hasta hoy como Kaspar Hauser, un joven al que, en virtud de oscuros intereses dinásticos, habían criado encerrado en una torre, privado de su identidad y de toda relación humana. En los alegatos a su favor Feuerbach calificó el hecho como crimen contra la humanidad.
Un siglo y medio más tarde se repetiría el crimen en la Argentina, pero como práctica planificada de un poder sin límites, ejercido por quienes alucinaban (o simulaban) estar predestinados a salvar a Occidente.
Como lo absoluto no es de este mundo, también admite grados la aberración de que el Estado –que sólo se legítima como garante de la seguridad jurídica de sus habitantes– se convierta en terrorista. Pero pocas dudas caben de que arañó lo absoluto con el secuestro de niños y la sustitución de su identidad.
Tan grave fue su efecto social que luego, inadvertidamente, se habló de robo de niños y aún hoy se escucha esa expresión. No fue un mero error técnico, sino el producto insidioso y siniestro del daño social causado: el robo siempre es de una cosa, cualquiera sabe –aunque nunca haya visto un código– que el robo es un delito contra la propiedad. Y un niño es una persona, jamás es una cosa ni puede ser propiedad de nadie.
Pasaron más de veinte años; hay hombres y mujeres que crecieron con identidad falsa, algunos en manos de los autores o cómplices del asesinato de sus padres. Los que lo saben enfrentan una durísima ambivalencia afectiva, pero los que lo ignoran o niegan, lo saben inconscientemente y con consecuencias imprevisibles. Un mínimo de capacidad imaginativa respecto del daño emocional sufrido por todas esas personas basta para reafirmar el calificativo de crimen contra la humanidad.
Desde lo político, ni las amnistías ni los indultos se atrevieron a intentar la impunidad de esos crímenes. Mal podrían haberlo hecho, porque son delitos continuos o permanentes. Pertenecen a la categoría de delitos que no sólo tienen un momento en que se consuman, sino que generan un estado consumativo, que se mantiene por efecto de que el resultado es sostenido por el propio delincuente de modo permanente.
En general, comparten esta naturaleza todos los crímenes de desaparición forzada de personas. Se trata de privaciones de libertad, que se siguen cometiendo mientras no aparece la persona o se acredita su muerte. Las amnistías pueden cancelar la delictividad de los hechos pasados y los indultos la punibilidad de delitos cometidos, pero nunca de los hechos futuros.
Por ello, la prescripción empieza a correr desde el día en que la persona recupera su verdadero estado civil o identidad. Y a pesar de ser más que discutible como argumento, en el caso es claro que no se puede sostener que los autores, junto con el poder perdieron el dominio del hecho, porque siguen disponiendo de la información que permitiría descubrir la verdad y hacer cesar el resultado.
Es indiscutible que el derecho sufre una notoria lesión como regulador racional de la coexistencia cuando los mayores crímenes del siglo permanecen impunes, porque hasta el último ratero puede cuestionar su legitimidad. En lo internacional, la imagen de un país que alienta esa impunidad se deteriora, degradándose a guarida de criminales a los que otros países juzgan por el principio de personalidad pasiva (por elderecho que surge de la nacionalidad de las víctimas) o por el principio universal (ante crímenes contra la humanidad).
Pese a todo, en alguna medida se repara la legitimidad del derecho y la imagen de la República cuando por lo menos el extremo grado de la aberración no cae en la impunidad dentro del propio país. Algo salvamos de la tradición del viejo Feuerbach.

* Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología, UBA. Vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal.

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