Por Esteban Pintos Nadie que conozca mínimamente
el panorama del rock argentino producido en la década del noventa dudaría en colocarlos
en extremos opuestos: estéticos, ideológicos y, por supuesto, musicales. Sin embargo,
una curiosidad gráfica los iguala. Babasónicos y Almafuerte muestran, en las tapas de
sus últimos CD, el mapa de la Argentina. Con sus diferencias, claro: el de Babasónicos
es un país inclinado hacia abajo, con una licencia geográfica la ciudad de Miami
en una provincia de Misiones que hace las veces de península de la Florida que
remite al Miami que da nombre a la obra. La portada del disco de Almafuerte (una
recopilación de remasterizaciones y versiones inéditas en vivo de viejas canciones,
lanzado por su anterior sello discográfico) es mucho más lisa y llana en sus
intenciones: el país está como debe estar, erguido, y sobre su territorio dibujado se
impone el nombre del grupo, debajo del expresivo título Profeta en su tierra.
El caso de Babasónicos ha merecido más atención mediática que respaldo popular a lo
largo de casi diez años de carrera, tal vez porque sus intenciones de modernidad retro
fueron rápidamente exhibidas y bien recibidas desde un insolente debut titulado Pasto, y
una aparición a lo grande en el mismo escenario de la bestia pop Soda Stereo en 1992.
Siempre fue más atractivo todo lo que han dicho y teorizado sobre sus canciones, que sus
canciones en sí. Se trata de jóvenes de clase media alta del sur del Gran Buenos Aires
que, bien educados e intoxicados de toda una cultura chatarra que sobró en los setenta
(las boites, las películas a las que ahora piadosamente se denomina de clase
B, los autos grandes, la música de cocktail), llevan adelante sus fantasías de una
realidad que nunca vivieron ni vivirán. Sin embargo, lo han hecho y todavía lo hacen con
cierta elegancia, e incluso con descaro para proclamar una entidad en su obra que todavía
no logra advertirse.
Sin embargo, en este caso, el de Miami, todo eso empieza a disolverse por el propio peso
de un par de buenas canciones y letras que son como el colmo de todo ese ideario
incluso por algunas invenciones idiomáticas a las que sólo se animan, en otro
plano, los Illya Kuryaki por ejemplo pero que, porque ahora tienen el sostén
melódico adecuado (intenciones retromodernas logradas, con teclados baratos, samplers y
beats circulares), lucen mejor. Buenos ejemplos son la inicial 4 AM, El
sumum, Paraguayana y el compendio de sonido e imagen que logra una
canción-banda de sonido para una versión fílmica de Isidoro Cañones titulada
inequívocamente El playboy, y cantada en plan Sandro.
Almafuerte es, antes que nada, Ricardo Iorio. Y consecuencia directa de la línea
ideológica de metal bien argentino que este bajista-cantante-agitador plasmó en V8
primero y en Hermética después. Esto es: rock pesado, sucio y desprolijo, que abreva en
las fuentes de Pappo, La Pesada del Rock and Roll y Black Sabbath a lo que sumaron,
desde los tiempos de Hermética, un gusto por la agria canción folklórica de, por
ejemplo, José Larralde y que describe, en las letras, una dura realidad urbana de
clase trabajadora y marginales que su mentor sabe describir como pocos. Iorio es
peligrosamente nacionalista en su discurso, ortodoxo en sus concepciones políticas
(predica, por supuesto, su adhesión al justicialismo histórico de Evita y Perón) pero
certero en sus crónicas: de alguna manera conecta con el sentir (que muchas veces es
resentimiento) de una subclase social que paradójicamente y a la par de convertirse en
víctima casi exclusiva del sistema menemista, ha ganado protagonismo en el rock, el
fútbol y hasta en la televisión.
Está claro que una canción de Almafuerte difícilmente sería el tema principal de
telecomedias sobre la gente común como Campeones para eso está
Alejandro Lerner, pero sí que esos jóvenes y no tanto que entienden de qué se
trata cuando Iorio entona (con su vozarrón de hombre mezcla de gaucho pampeano y vendedor
ambulante del Ferrocarril Roca) historias de policía brava, calles de tierra, andenes de
tren, vino barato y droga cortada.
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