Hará un par de semanas (tal vez más, tal vez menos, a veces la
memoria se oscurece cuando se trama con el dolor) murió un querido amigo, un tipo
talentoso, una buena persona. Era asmático. Estaba en un bar, le dio un ataque, lo
metieron en terapia intensiva y no despertó más. Cuando fui a su velorio y lo miré (no
soy de mirar a los muertos, pero a este amigo lo miré sin merodeo alguno), era él. Era
él, no su cadáver. Estaba tan sereno que pensé eso que se piensa: Al fin descansa
en paz. O eso que se dice: Parece dormido. Cuando, luego, les dije a
algunos que se había muerto y que tenía cincuenta y dos años y que era asmático, sólo
cuando dije esto, que era asmático, se calmaron. Ah, claro. Siempre que
alguien se entera de qué murió otro dice: Ah, claro. Es el algo habrá hecho
de los años del miedo aplicado al miedo de la muerte.
Después ocurrieron otras cosas. Sobre todo una: casi todos quienes recibieron la noticia
no pudieron sino referirla a este maldito momento de este infausto país. Todos parecieron
decir cómo diablos no se va a morir la gente si se vive un clima de angustia, de
opresión, de miedo, incertidumbre y desesperanza que te mata lentamente, cada día un
poco más. Cómo no se va a morir la gente si la gente, la pobre gente vive con el culo a
cuatro manos, por decirlo así, como la gente.
Este país inicia su relato, su leyenda fundacional con la palabra pueblo unida al deseo
de saber: El pueblo quiere saber de qué se trata. Era una linda frase.
Exhibía el deseo participativo de unas decenas de personas que se habían allegado a la
plaza mayor para saber qué diablos ocurría. Era legítimo decirles pueblo a
esas personas. Eran mucho más que personas. Expresaban una voluntad. Una voluntad humana
y política: no querían que la historia se hiciera a sus espaldas, a puertas cerradas.
Querían saber. Así, la palabra pueblo, diría, surge de la urdimbre de tres elementos:
1) el conocimiento; 2) la participación; 3) la unidad. Porque estaban unidos los que
poblaron la plaza el día veinticinco del año diez. Eran, sin más, el pueblo. No eran
una reunión azarosa de personas. No tenían miedo. Querían saber y les importaba saber.
Y sabían que para saber y participar de las decisiones trascendentes debían estar
juntos. Sabían que ésa era su fuerza: estar juntos, ahí, a cielo descubierto, bajo esa
lluvia molesta, inquietando a los que hacían la política a puertas cerradas. Eso, eso
lejano, eso que ha quedado atrás, era el pueblo. Hoy ya no decimos el pueblo.
Hoy el pueblo no sólo ya no quiere saber, sino que no existe. Existe la
gente. Este traslado en el lenguaje obedece a causas profundas, que se pueden
rastrear no sin dificultad en nuestra conciencia social. ¿Por qué nos hemos
deslizado del pueblo a la gente?
En principio, la palabra pueblo ha sido tristemente manoseada, devaluada. Todos han dicho
pueblo en la Argentina. Todos dijeron, en su momento, representar al pueblo.
De una u otra forma. Para Perón, el peronismo buscaba la felicidad del pueblo
y la grandeza de la nación. Cumplía impecablemente su condición de líder
populista: asociaba el pueblo a la nación. No hay pueblo sin nación, no hay nación sin
pueblo. Y el pueblo y la nación, en la modalidad hegeliana, encontraban su punto de
unidad en el Estado. Pero creó antinomias insolubles. La de pueblo y antipueblo, por
ejemplo. Que era similar a la de patria y antipatria. Generó una ideología autoritaria
en la que el partido gobernante era todo: el pueblo, la nación y la patria. Y los otros
eran lo absolutamente negativo: el antipueblo, la antipatria, los enemigos de la nación.
La palabra pueblo sirve de sustento a un orden autoritario. Los de la
libertadora hicieron lo mismo. Ahora el pueblo eran ellos y los
otros los peronistas, sobre todo eran lo que antes ellos habían sido: lo
negativo absoluto. Este odio se expresó en fusilamientos y en matanzas como la de José
León Suárez. En tanto, toda la Argentina democrática (otra palabra
prostituida en este país) festejaba frente al silencio rencoroso de los pobres, de los
viejos obreros peronistas que se habían quedado con poco, desprotegidos. De aquí en más
la palabra pueblo se instala en el lenguaje del autoritarismo y desaparece de
su espacioprimigenio. Había surgido de la asamblea democrática y participativa de 1810 y
se emponzoña en la verborragia de Videla o de Galtieri, quienes matan y secuestran por el
pueblo, por la nación, por la patria. Hasta los símbolos nacionales se embarran.
Confieso que cuando veo muchas banderas argentinas juntas me asusto. Confieso que me
asusta la bandera de mi patria. Fue tan abusivamente utilizada en 1978, durante el
Mundial, que quedó en mí y en muchos de nosotros, argentinos como símbolo
del silencio, del autoritarismo, de la obligada existencia de una sola voz. Cuando flamea
una sola bandera, la libertad está muerta. Esas banderas del Mundial eran la estridencia
de los cementerios. Al verlas, recuerdo, supe que los cementerios, tal como suele decirse,
albergan la paz (de aquí esa frase estremecedora: la paz de los cementerios), pero
también supe que existían cementerios estruendosos, ya que era posible reír y festejar
y agitar la bandera nacional sobre los muertos.
Ahora somos la gente. No somos participativos. Somos aisladas subjetividades
temerosas. La gente no se reúne, no quiere saber, no es solidaria. No hace la historia,
la padece. Odia a los estudiantes porque estorban el tránsito. Odia a los jubilados
porque los miércoles el centro es un despelote. Odia a las Madres porque
siempre están en la misma. Odia, en verdad, a todo aquello que la estorba, o,
peor aún, a todo aquello que le demuestra que algo todavía, pese a
todo se puede hacer. Pero no. La gente no hace nada. La gente se queda en su casa y
mira la tele interminablemente. Y el país está en receso. Y se habla de devaluación. Y
la gente siente que no tiene nada. Ese auto que usted tiene se lo pueden quitar mañana si
le hacen caso a Soros y devalúan. También su casa o su lavarropas o su imprescindible
televisor. Por ahí tiene suerte y le sacan primero el televisor y entonces no se entera
de nada: si devalúan o no, si Erman va preso, si los políticos siguen cambiando de
partido como de corbata, si le cortan la luz a la Biblioteca Nacional (¿hay mayor
símbolo de la humillación de un país?) o si le vienen a rematar la casa, esos, esos que
ahora golpean su puerta. Usted siga así. Como si nada.
Entre tanto, transcurre el invierno. Se dice que va a ser uno de los más fríos y ya se
nota. Es un helado y cruel invierno. Menem quiere castigarnos porque no hemos querido
reelegirlo. No le cuesta mucho: todos colaboran. La oposición (que habla mejor y se ve
más sería) no consigue despegarse de la obsecuencia ante el establishment. Y se nota, y
lo sabemos todos: estamos así porque éste es el no-país que los farandulescos poderosos
de fin de siglo hicieron. Si no se puede romper con ellos, ¿para qué gobernar? ¿No
sería mejor mantenerse en la oposición y decir la verdad? Seamos claros: es trágico que
la gente no entienda qué diablos van a hacer quienes quieren suceder a Menem.
Es trágico que ya, ahora mismo, esa oposición no haga algo para mejorar este invierno.
Porque octubre queda lejos, queda más allá del invierno, de un invierno que pocos saben
cómo demonios van a atravesar. Y se encierran, y se quedan solos, y son la
gente. Y se mueren de argentinitis. Ah, claro.
REP
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