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OTRO INVIERNO QUE PASAR
Por José Pablo Feinmann

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t.gif (862 bytes) Hará un par de semanas (tal vez más, tal vez menos, a veces la memoria se oscurece cuando se trama con el dolor) murió un querido amigo, un tipo talentoso, una buena persona. Era asmático. Estaba en un bar, le dio un ataque, lo metieron en terapia intensiva y no despertó más. Cuando fui a su velorio y lo miré (no soy de mirar a los muertos, pero a este amigo lo miré sin merodeo alguno), era él. Era él, no su cadáver. Estaba tan sereno que pensé eso que se piensa: “Al fin descansa en paz”. O eso que se dice: “Parece dormido”. Cuando, luego, les dije a algunos que se había muerto y que tenía cincuenta y dos años y que era asmático, sólo cuando dije esto, que era asmático, se calmaron. “Ah, claro.” Siempre que alguien se entera de qué murió otro dice: “Ah, claro”. Es el algo habrá hecho de los años del miedo aplicado al miedo de la muerte.
Después ocurrieron otras cosas. Sobre todo una: casi todos quienes recibieron la noticia no pudieron sino referirla a este maldito momento de este infausto país. Todos parecieron decir cómo diablos no se va a morir la gente si se vive un clima de angustia, de opresión, de miedo, incertidumbre y desesperanza que te mata lentamente, cada día un poco más. Cómo no se va a morir la gente si la gente, la pobre gente vive con el culo a cuatro manos, por decirlo así, como la gente.
Este país inicia su relato, su leyenda fundacional con la palabra pueblo unida al deseo de saber: “El pueblo quiere saber de qué se trata”. Era una linda frase. Exhibía el deseo participativo de unas decenas de personas que se habían allegado a la plaza mayor para saber qué diablos ocurría. Era legítimo decirles “pueblo” a esas personas. Eran mucho más que personas. Expresaban una voluntad. Una voluntad humana y política: no querían que la historia se hiciera a sus espaldas, a puertas cerradas. Querían saber. Así, la palabra pueblo, diría, surge de la urdimbre de tres elementos: 1) el conocimiento; 2) la participación; 3) la unidad. Porque estaban unidos los que poblaron la plaza el día veinticinco del año diez. Eran, sin más, el pueblo. No eran una reunión azarosa de personas. No tenían miedo. Querían saber y les importaba saber. Y sabían que para saber y participar de las decisiones trascendentes debían estar juntos. Sabían que ésa era su fuerza: estar juntos, ahí, a cielo descubierto, bajo esa lluvia molesta, inquietando a los que hacían la política a puertas cerradas. Eso, eso lejano, eso que ha quedado atrás, era el pueblo. Hoy ya no decimos “el pueblo”. Hoy “el pueblo” no sólo ya no quiere saber, sino que no existe. Existe “la gente”. Este traslado en el lenguaje obedece a causas profundas, que se pueden rastrear –no sin dificultad– en nuestra conciencia social. ¿Por qué nos hemos deslizado del “pueblo” a la “gente”?
En principio, la palabra pueblo ha sido tristemente manoseada, devaluada. Todos han dicho “pueblo” en la Argentina. Todos dijeron, en su momento, representar al pueblo. De una u otra forma. Para Perón, el peronismo buscaba la “felicidad del pueblo” y “la grandeza de la nación”. Cumplía impecablemente su condición de líder populista: asociaba el pueblo a la nación. No hay pueblo sin nación, no hay nación sin pueblo. Y el pueblo y la nación, en la modalidad hegeliana, encontraban su punto de unidad en el Estado. Pero creó antinomias insolubles. La de pueblo y antipueblo, por ejemplo. Que era similar a la de patria y antipatria. Generó una ideología autoritaria en la que el partido gobernante era todo: el pueblo, la nación y la patria. Y los otros eran lo absolutamente negativo: el antipueblo, la antipatria, los enemigos de la nación. La palabra “pueblo” sirve de sustento a un orden autoritario. Los de la “libertadora” hicieron lo mismo. Ahora el “pueblo” eran ellos y los otros –los peronistas, sobre todo– eran lo que antes ellos habían sido: lo negativo absoluto. Este odio se expresó en fusilamientos y en matanzas como la de José León Suárez. En tanto, toda la Argentina “democrática” (otra palabra prostituida en este país) festejaba frente al silencio rencoroso de los pobres, de los viejos obreros peronistas que se habían quedado con poco, desprotegidos. De aquí en más la palabra “pueblo” se instala en el lenguaje del autoritarismo y desaparece de su espacioprimigenio. Había surgido de la asamblea democrática y participativa de 1810 y se emponzoña en la verborragia de Videla o de Galtieri, quienes matan y secuestran por el pueblo, por la nación, por la patria. Hasta los símbolos nacionales se embarran. Confieso que cuando veo muchas banderas argentinas juntas me asusto. Confieso que me asusta la bandera de mi patria. Fue tan abusivamente utilizada en 1978, durante el Mundial, que quedó en mí –y en muchos de nosotros, argentinos– como símbolo del silencio, del autoritarismo, de la obligada existencia de una sola voz. Cuando flamea una sola bandera, la libertad está muerta. Esas banderas del Mundial eran la estridencia de los cementerios. Al verlas, recuerdo, supe que los cementerios, tal como suele decirse, albergan la paz (de aquí esa frase estremecedora: la paz de los cementerios), pero también supe que existían cementerios estruendosos, ya que era posible reír y festejar y agitar la bandera nacional sobre los muertos.
Ahora somos “la gente”. No somos participativos. Somos aisladas subjetividades temerosas. La gente no se reúne, no quiere saber, no es solidaria. No hace la historia, la padece. Odia a los estudiantes porque estorban el tránsito. Odia a los jubilados porque los miércoles el centro “es un despelote”. Odia a las Madres porque “siempre están en la misma”. Odia, en verdad, a todo aquello que la estorba, o, peor aún, a todo aquello que le demuestra que “algo” –todavía, pese a todo– se puede hacer. Pero no. La gente no hace nada. La gente se queda en su casa y mira la tele interminablemente. Y el país está en receso. Y se habla de devaluación. Y la gente siente que no tiene nada. Ese auto que usted tiene se lo pueden quitar mañana si le hacen caso a Soros y devalúan. También su casa o su lavarropas o su imprescindible televisor. Por ahí tiene suerte y le sacan primero el televisor y entonces no se entera de nada: si devalúan o no, si Erman va preso, si los políticos siguen cambiando de partido como de corbata, si le cortan la luz a la Biblioteca Nacional (¿hay mayor símbolo de la humillación de un país?) o si le vienen a rematar la casa, esos, esos que ahora golpean su puerta. Usted siga así. Como si nada.
Entre tanto, transcurre el invierno. Se dice que va a ser uno de los más fríos y ya se nota. Es un helado y cruel invierno. Menem quiere castigarnos porque no hemos querido reelegirlo. No le cuesta mucho: todos colaboran. La oposición (que habla mejor y se ve más sería) no consigue despegarse de la obsecuencia ante el establishment. Y se nota, y lo sabemos todos: estamos así porque éste es el no-país que los farandulescos poderosos de fin de siglo hicieron. Si no se puede romper con ellos, ¿para qué gobernar? ¿No sería mejor mantenerse en la oposición y decir la verdad? Seamos claros: es trágico que “la gente” no entienda qué diablos van a hacer quienes quieren suceder a Menem. Es trágico que ya, ahora mismo, esa oposición no haga algo para mejorar este invierno. Porque octubre queda lejos, queda más allá del invierno, de un invierno que pocos saben cómo demonios van a atravesar. Y se encierran, y se quedan solos, y son “la gente”. Y se mueren de “argentinitis”. Ah, claro.

REP

 

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