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Cuidado con
las estadísticas

Por Miguel Bonasso

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t.gif (862 bytes) Las enérgicas respuestas oficiales al presidente de Caritas, monseñor Rafael Rey –es preciso admitirlo– tienen su parte menemista. Y si no que lo diga la servidora pública María Julia Alsogaray que vive en un petit hotel de dos millones de dólares en Junín casi esquina Peña o el jubilado Erman González que recibió 220 mil pesos convertibles por sus afanes en favor de La Rioja natal. Si la realidad nacional se observa desde la placidez bucólica de los countries, cuesta entender el porqué de tanto resentimiento, de tanta desesperanza, de tanta violencia, de tanta crítica estéril que sólo puede llevar agua al molino de la Alianza. “La pobreza existe desde que existe la humanidad”, ha recordado con gran tino el humanista José Figueroa, que conduce precisamente la Secretaría de Desarrollo Social. Pero es un fenómeno externo al país donde viven Jorge Rodríguez, Alberto Kohan y Carlos Corach. Resulta lejana y abstracta en los cotos de caza de Yabrán, en los asados patrióticos de Moneta, en el loft de los amigos que en el setenta combatían al capital, en los links de golf o en la fiesta gastronómica de Puerto Madero. A veces, sólo a veces, observan desde el auto oficial esos extraños carritos con matungo, que han regresado pese a todas las prohibiciones a la Capital, y se preguntan con candorosa nostalgia, a qué se deberá el retorno del botellero que asombró las mañanas de su infancia. Y nunca deben haber visto, estoy seguro, a esos misteriosos personajes (pagados por De la Rúa) que fatigan sus noches revolviendo bolsas de basura. Amigos de las estadísticas que le reclaman con justicia al aliancista monseñor Rey, recuerdan acertadamente que ellos pertenecen a un grupo humano que creció de manera exponencial en estos diez años de justicialismo que transformaron al país. Pertenecen (de eso sí que no hay dudas) al 20 por ciento de la población argentina que concentra el 55 por ciento de la riqueza nacional, según estudios pergeñados por los subversivos de la UNCTAD. ¿Cómo pedirles que entiendan al ochenta por ciento, compuesto por mediocres que apenas si arañan (en porciones muy diferenciadas entre sí) el 45 por ciento restante? ¿Cómo pedirle a Corach que deje unos minutos su trajinado despacho para contemplar la marcha de los pescadores marplatenses que insisten en sus anacrónicos atavismos en perjuicio de las merluzas residuales? ¿Con qué derecho se le puede exigir que pase un mal rato frente a esos hombres de ropas ajadas y rostro bruñido que los acusan (a él y a Felipe Solá) de haberlos marginado en beneficio de los grandes congeladores y las modernas flotas extranjeras?
No, sería injusto. Nadie va a caer en la tentación demagógica de pedirle a funcionarios peronistas que se mezclen con el pueblo. Lo único que podríamos solicitarles, respetuosamente, es lo que ellos exigieron al aliancista de Caritas: cifras confiables y no mentirosas. Que pueden recolectar, por otra parte, en los propios organismos oficiales como el INdEC, si no quieren acudir a los comunistas del Banco Mundial. Aquí van algunas.
Un estudio del INdEC, fechado en setiembre de 1997, reveló que el 30 por ciento más pobre de la Argentina recibía en 1990 (cuando todavía seguía la hiperinflación) un 9,7 por ciento del total de la torta nacional. En 1997 esa participación había caído al 8,2 por ciento, a pesar de que el Producto Bruto había crecido un 7 por ciento. Sería bueno conocer el dato ahora, después de la crisis brasileña y con un producto en caída libre. El mismo estudio reveló que ese 30 por ciento de argentinos pobres recibía en 1997 un 27,4 por ciento menos de lo que le había tocado en 1974. La mermasufrida por la clase media en el mismo lapso llegaba al 21,1 por ciento. Pero la pérdida no era homogénea. En el ‘97 la clase media alta registraba una tasa de desocupación de 8,4 por ciento; la clase media media, el 17,5 por ciento y la clase media baja, 47,8 por ciento.
Las cifras referidas a la Capital y el Gran Buenos Aires demuestran que el “cambio estructural” va rápido (al calor probablemente del Fondo de Recuperación del Conurbano): en 1993 los pobres de la mayor concentración urbana del país sumaban un millón 800 mil. Cinco años más tarde la franja de pobreza había crecido un 63,2 por ciento. Hoy hay más de tres millones de pobres en el área. Pero también aumentaron rápidamente los indigentes, ubicados por debajo de la línea de pobreza, pasando de 487.000 en 1993 a 810.000 en 1998. (Se considera un hogar pobre al que ingresa menos de 495 pesos por mes, e indigente al que percibe menos de 280 pesos mensuales.) El fenómeno se sigue acelerando.
Un estudio realizado por la Secretaría de Programación Económica del Ministerio de Economía reveló que, en apenas seis meses de 1998 (mayo a octubre), 193.639 ciudadanos que hasta ese momento eran solamente “pobres” pasaron a convertirse en “indigentes”. En tan corto tiempo, otros 204.000 ciudadanos granbonaerenses que hasta ese momento revistaban en las capas medias se cayeron a la tribuna de los pobres. Confirmando una tendencia que se viene afirmando en los últimos cinco años: la caída de la clase a un peldaño inferior del que resulta imposible o al menos muy difícil regresar. Un dato lo comprueba elocuentemente: del total de pobres del GBA, que en octubre de 1998, ascendía a 3.084.000 habitantes, un 38 por ciento correspondía a “pobres estructurales” (los viejos pobres de siempre que le gustan al humanista Figueroa) y 62 por ciento a “sectores medios declinados”. Y todo esto, conviene reiterarlo, antes de la crisis de Brasil y en un semestre donde la tasa de desocupación había registrado un leve descenso, del 13,2 al 12,4 por ciento. Un informe de la Secretaría de Desarrollo Social, a cargo de Figueroa, reveló que el 15 por ciento de la población del GBA tiene sus necesidades básicas insatisfechas. Es fácil imaginar lo que pueden registrar las estadísticas a fines de este año, con una desocupación del 15 por ciento y una caída del Producto que varios analistas estiman en dos puntos. En el Gran Buenos Aires, donde la policía bonaerense aporta su propia cuota a la inseguridad, existe un problema mayor que el de la desocupación: hay 320.000 jóvenes que no estudian, ni trabajan, ni hacen tareas domésticas. Que ni siquiera llegan a la categoría de “desocupados” porque sus carencias educativas y sociales los tornan, de momento, “inempleables”. Una vasta población marginal juvenil que creció el 62 por ciento desde 1992 a la fecha. Así como creció el número de niños en edad escolar que se ven obligados a trabajar. Según la OIT hay en la Argentina 214.000 chicos de entre 10 y 14 años que trabajan, pero no hay estadísticas sobre los que tienen entre 5 y 9 años y desconocen que en la Argentina Justicialista los únicos privilegiados son los Defensores del Pueblo como Maiorano.
La desocupación es la causa mayor de la pobreza y la indigencia, pero también es bueno contabilizar el deterioro del salario real que bajó un 8 por ciento desde 1995, mientras la productividad crecía un 27 por ciento. Para no hablar de los que cobran en negro, que suman siete millones sobre una población económicamente activa de 13.500.000 personas. Y habría muchas estadísticas oficiales más, pero no conviene pasárselas a los ministros porque son todas aliancistas.

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