Las enérgicas respuestas oficiales al presidente de Caritas,
monseñor Rafael Rey es preciso admitirlo tienen su parte menemista. Y si no
que lo diga la servidora pública María Julia Alsogaray que vive en un petit hotel de dos
millones de dólares en Junín casi esquina Peña o el jubilado Erman González que
recibió 220 mil pesos convertibles por sus afanes en favor de La Rioja natal. Si la
realidad nacional se observa desde la placidez bucólica de los countries, cuesta entender
el porqué de tanto resentimiento, de tanta desesperanza, de tanta violencia, de tanta
crítica estéril que sólo puede llevar agua al molino de la Alianza. La pobreza
existe desde que existe la humanidad, ha recordado con gran tino el humanista José
Figueroa, que conduce precisamente la Secretaría de Desarrollo Social. Pero es un
fenómeno externo al país donde viven Jorge Rodríguez, Alberto Kohan y Carlos Corach.
Resulta lejana y abstracta en los cotos de caza de Yabrán, en los asados patrióticos de
Moneta, en el loft de los amigos que en el setenta combatían al capital, en los links de
golf o en la fiesta gastronómica de Puerto Madero. A veces, sólo a veces, observan desde
el auto oficial esos extraños carritos con matungo, que han regresado pese a todas las
prohibiciones a la Capital, y se preguntan con candorosa nostalgia, a qué se deberá el
retorno del botellero que asombró las mañanas de su infancia. Y nunca deben haber visto,
estoy seguro, a esos misteriosos personajes (pagados por De la Rúa) que fatigan sus
noches revolviendo bolsas de basura. Amigos de las estadísticas que le reclaman con
justicia al aliancista monseñor Rey, recuerdan acertadamente que ellos pertenecen a un
grupo humano que creció de manera exponencial en estos diez años de justicialismo que
transformaron al país. Pertenecen (de eso sí que no hay dudas) al 20 por ciento de la
población argentina que concentra el 55 por ciento de la riqueza nacional, según
estudios pergeñados por los subversivos de la UNCTAD. ¿Cómo pedirles que entiendan al
ochenta por ciento, compuesto por mediocres que apenas si arañan (en porciones muy
diferenciadas entre sí) el 45 por ciento restante? ¿Cómo pedirle a Corach que deje unos
minutos su trajinado despacho para contemplar la marcha de los pescadores marplatenses que
insisten en sus anacrónicos atavismos en perjuicio de las merluzas residuales? ¿Con qué
derecho se le puede exigir que pase un mal rato frente a esos hombres de ropas ajadas y
rostro bruñido que los acusan (a él y a Felipe Solá) de haberlos marginado en beneficio
de los grandes congeladores y las modernas flotas extranjeras?
No, sería injusto. Nadie va a caer en la tentación demagógica de pedirle a funcionarios
peronistas que se mezclen con el pueblo. Lo único que podríamos solicitarles,
respetuosamente, es lo que ellos exigieron al aliancista de Caritas: cifras confiables y
no mentirosas. Que pueden recolectar, por otra parte, en los propios organismos oficiales
como el INdEC, si no quieren acudir a los comunistas del Banco Mundial. Aquí van algunas.
Un estudio del INdEC, fechado en setiembre de 1997, reveló que el 30 por ciento más
pobre de la Argentina recibía en 1990 (cuando todavía seguía la hiperinflación) un 9,7
por ciento del total de la torta nacional. En 1997 esa participación había caído al 8,2
por ciento, a pesar de que el Producto Bruto había crecido un 7 por ciento. Sería bueno
conocer el dato ahora, después de la crisis brasileña y con un producto en caída libre.
El mismo estudio reveló que ese 30 por ciento de argentinos pobres recibía en 1997 un
27,4 por ciento menos de lo que le había tocado en 1974. La mermasufrida por la clase
media en el mismo lapso llegaba al 21,1 por ciento. Pero la pérdida no era homogénea. En
el 97 la clase media alta registraba una tasa de desocupación de 8,4 por ciento; la
clase media media, el 17,5 por ciento y la clase media baja, 47,8 por ciento.
Las cifras referidas a la Capital y el Gran Buenos Aires demuestran que el cambio
estructural va rápido (al calor probablemente del Fondo de Recuperación del
Conurbano): en 1993 los pobres de la mayor concentración urbana del país sumaban un
millón 800 mil. Cinco años más tarde la franja de pobreza había crecido un 63,2 por
ciento. Hoy hay más de tres millones de pobres en el área. Pero también aumentaron
rápidamente los indigentes, ubicados por debajo de la línea de pobreza, pasando de
487.000 en 1993 a 810.000 en 1998. (Se considera un hogar pobre al que ingresa menos de
495 pesos por mes, e indigente al que percibe menos de 280 pesos mensuales.) El fenómeno
se sigue acelerando.
Un estudio realizado por la Secretaría de Programación Económica del Ministerio de
Economía reveló que, en apenas seis meses de 1998 (mayo a octubre), 193.639 ciudadanos
que hasta ese momento eran solamente pobres pasaron a convertirse en
indigentes. En tan corto tiempo, otros 204.000 ciudadanos granbonaerenses que
hasta ese momento revistaban en las capas medias se cayeron a la tribuna de los pobres.
Confirmando una tendencia que se viene afirmando en los últimos cinco años: la caída de
la clase a un peldaño inferior del que resulta imposible o al menos muy difícil
regresar. Un dato lo comprueba elocuentemente: del total de pobres del GBA, que en octubre
de 1998, ascendía a 3.084.000 habitantes, un 38 por ciento correspondía a pobres
estructurales (los viejos pobres de siempre que le gustan al humanista Figueroa) y
62 por ciento a sectores medios declinados. Y todo esto, conviene reiterarlo,
antes de la crisis de Brasil y en un semestre donde la tasa de desocupación había
registrado un leve descenso, del 13,2 al 12,4 por ciento. Un informe de la Secretaría de
Desarrollo Social, a cargo de Figueroa, reveló que el 15 por ciento de la población del
GBA tiene sus necesidades básicas insatisfechas. Es fácil imaginar lo que pueden
registrar las estadísticas a fines de este año, con una desocupación del 15 por ciento
y una caída del Producto que varios analistas estiman en dos puntos. En el Gran Buenos
Aires, donde la policía bonaerense aporta su propia cuota a la inseguridad, existe un
problema mayor que el de la desocupación: hay 320.000 jóvenes que no estudian, ni
trabajan, ni hacen tareas domésticas. Que ni siquiera llegan a la categoría de
desocupados porque sus carencias educativas y sociales los tornan, de momento,
inempleables. Una vasta población marginal juvenil que creció el 62 por
ciento desde 1992 a la fecha. Así como creció el número de niños en edad escolar que
se ven obligados a trabajar. Según la OIT hay en la Argentina 214.000 chicos de entre 10
y 14 años que trabajan, pero no hay estadísticas sobre los que tienen entre 5 y 9 años
y desconocen que en la Argentina Justicialista los únicos privilegiados son los
Defensores del Pueblo como Maiorano.
La desocupación es la causa mayor de la pobreza y la indigencia, pero también es bueno
contabilizar el deterioro del salario real que bajó un 8 por ciento desde 1995, mientras
la productividad crecía un 27 por ciento. Para no hablar de los que cobran en negro, que
suman siete millones sobre una población económicamente activa de 13.500.000 personas. Y
habría muchas estadísticas oficiales más, pero no conviene pasárselas a los ministros
porque son todas aliancistas.
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