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EL TURF EN EXTINCION SEGUN SUS PROTAGONISTAS
El invierno de los burros

La pasión por el hipódromo ha ido cayendo: menos público y apuestas, que van a otros juegos. Ahora los protagonistas auguran que el casino de Tigre puede ser el golpe de gracia.

Cada vez menos apostadores y cada vez mayores: es difícil encontrar jóvenes en
el hipódromo.
“Los muchachos se dedican a la bailanta”, se lamenta un habitué.

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Por Cristian Alarcón

t.gif (862 bytes) Una preocupación incomoda la vida de esos dos hombres que hace treinta años venden la revista de las carreras de la jornada, en la puerta del hipódromo de Palermo. “El día que nosotros nos muramos, no viene más nadie a la cancha. Ahora los muchachos se dedican a la milonga, a la bailanta, al choreo, a las carreras no”. Osvaldo cabecea a los habitués, los conoce uno por uno. Llegan envueltos en unos trajes que han sido modernos, con tapados de piel de camello de décadas pasadas. Aunque el desasosiego de los vendedores podría pasar por exagerada nostalgia, es más que eso. “Hace diez años vendíamos unas 700 diarias, ahora no llegan a 50”. En rigor, los asistentes al espectáculo que hizo cantar a Gardel, y gritar a cientos de miles, se ven soplados por los signos de los tiempos. Es un viento producto de la baja de apuestas, que no cede desde la década del ochenta. Y de la proliferación de agencias electrónicas que han mermado un 56 por ciento la concurrencia histórica a las “canchas” tradicionales. Y las brisas invernales, según las 20 asociaciones, agremiaciones y cámaras del turf, adelantan lo que sería un ciclón desvastador: el casino a instalarse en el Tigre eliminaría de la faz del juego argentino esa pasión enferma y nacional por los burros, acabaría con los hipódromos.
“Todo esto era ventanillas”, muestra por sobre su joroba un jugador de 67, jubilado ya de todo, menos del paddock de Palermo. Y les echa el ojo a los caballos de la cuarta carrera, donde le han pasado una fija, en la que el hombre desconfía porque “ahora con tanta técnica, uno ya no puede creer en su criterio propio”. Odia, desde esa fermentación de mal vino que le sale por los poros, la imprevisibilidad del cruel progreso. “Estoy acá desde siempre, sigo escapándome de mi jermu por los burros, pero somos menos que menos. Acá no hay jóvenes. Los jóvenes no entienden”. Y es cierto. Cuesta comprender un juego lleno de códigos, un corpus de saber en sí mismo, lista larga de reglas no escritas. La trama de un vicio, perjudicial para los adictos, pero mucho más complejo que los pedestres loto, quini, raspaditas, bingos y los felonescos premios televisivos. Para no hablar de las tragamonedas con esos sonidos metálicos ofreciendo saciar baratamente la ansiedad de millones.
Saber y azar
Por suerte para explicar están los sabios dinosaurios. Celestino Faundes, por ejemplo. Nació al lado de un stud del Bajo Belgrano. En el “buen juego” perdió mucho, pero ganó suficiente para cinco talleres mecánicos, uno para cada hijo. Aunque ellos no se interesen por esto y prefieran la náutica, el viento limpio del plata, al olor a heno y bosta, a la adrenalina que sólo generan las bestias. Celestino ganó en otra época. En esta casi ya no juega, “son apuestas miserables” al lado de lo que antes podía tramar para cada “reunión”. Existían entre las posibilidades de apostar, lo que se llamaba “la cadena”, o sea acertar el caballo ganador de seis carreras. Y si se lograba con cinco, obtener un interesante premio consuelo. Así hizo una de 75 mil dólares. Y muchas “triples” de 8, de 12 mil. “Ya no hay los pozos de antes. Hay menos plata ahora, antes los pozos tenían 100 mil, 200 mil”, se queja.
Si se cruza lo que dice Celestino con lo que reconoce Jorge Iglesias, gerente de Carreras y Sport del hipódromo de San Isidro, no hay dudas de que una época, mas allá del casino fantasma, ha terminado. Por un lado la pronta extinción del “jugador analítico”. El turf siempre ha tenido una estadística posible de ser explotada. Los antecedentes de caballo, jockey, criador, y la genética minimizan el azar. Con esa información se pone en juego cierta erudición, se combate la arbitrariedad del azar con conocimiento. Es entre sórdido y fascinante fisgonear la discusión de ungrupo de apostadores después de una carrera. En la desorientación general, porque de hecho casi nadie gana, el debate es sobre quién explica con mayor lógica el resultado.
Maldita TV
Para hacer un poco de historia: El Pellegrini, gran premio internacional de 1952, fue el record total. Gano el mítico caballo Yatasto y lo vieron 106 mil apretujadas personas. El siguiente record fue el Pellegrini de 1989 con 80 mil asistentes. Ya existía el prode. El último fue en el ‘94: con 50 mil asistentes. Para entonces competían la lotería, la quiniela, el loto, el quini seis, y el prode. Iglesias explica la clave del negocio del azar. “La masa de apostadores es una sola para todos los juegos. En general deriva de quien tiene excedentes de ingresos para entretenimiento. El turf fue el primer juego con pozos. Llegamos a repartir una cadena de un millón en el ‘94. Cuando dejamos de jugarla, los pozos no superaban los doce mil pesos. Nos pasó lo del prode. Los pozos son los que llaman al apostador”. Si el quini seis promete 14 millones, suena lógica la debacle. “Cuando el Pellegrini de Yatasto no había agencias ni TV”, resume genial Celestino y su memoria. En el turf nacional también ha hecho estragos la migración de “más de la mitad de los jugadores” a la asepsia de las 80 agencias que transmiten en directo y permiten apostar, sumándose al pozo del propio hipódromo, ganar casi lo mismo.
Es una cuestión de números, pero también resulta parte del cambio cultural. La dificultad para encontrar un menor de 25 entre los jugadores es algo así como lo de los ricos en el cielo. Al borde de la pista de San Isidro, con una cámara al hombro, Juan Bozziello, con 25 en su haber, espera la cruzada del disco para gatillar. No trabaja para un diario, lo hace de fanático. La pasión le llegó temprano, a los diez años. Estando en la guardería del hipódromo quitó dinero a las figuritas y lo puso, vía un adulto, en un caballo. Ganó. Sintió la adrenalina del minuto que dura una carrera, y la explosión interna del triunfo. Esa que se escucha estallar en algunos mojones de la tribuna. Fue demasiado temprano, por su niñez, también demasiado tarde. Ahora su fanatismo tiene el límite de la soledad, como la de un joven viviendo en un geriátrico. Donde mire hay viejos burreros que temen por el futuro. El lo percibe. “Siempre me he sentido un chico en un mundo de viejos”, dice.

 

La amenaza del casino

“Lo demostrado por la experiencia en Estados Unidos, la Meca del turf, es que una vez abierto un casino en la zona de influencia de un hipódromo, al primer mes las apuestas bajan en un 35 por ciento. En una actividad tan compleja eso es sencillamente mortal”. Pablo Díaz, secretario general de la Asociación Gremial de Profesionales del turf, dice lo que repiten cada uno de los dirigentes del sector. Se basa en los datos relevados desde la década del ochenta, cuando comenzó lo que llaman “la plaga del tragamonedas”. Ocurrió con el hipódromo de Detroit, cuando en 1994 instalaron un casino al cruzar la frontera de Canadá. Sus dueños vendieron el terreno para un desarrollo industrial. Y existe un paralelismo entre lo del norte y la Argentina. A comienzos de los ochenta, del total de apuestas, el 28 por ciento correspondía al turf. Con la aparición de los “nuevos juegos” y la proliferación de los tragamonedas, en 1996 ese porcentaje era del 7,8. El caso del casino de Atlantic City es paradigmático: inauguró en el ‘46. En 1993 inauguró un casino con una agencia en la ciudad. Cerró el último 30 de mayo.

 

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