Por María Esther Gilio Para llegar a Mario Benedetti
hay que atravesar una selva de libros. Los libros tapizan las paredes, cubren las mesas y
dan su forma a uno que otro paquete, que espera ser abierto en algún rincón del living.
¿Aquí en Montevideo están todos?, se le pregunta. No, claro que no.
También vivo en Madrid. Dos casas, dos bibliotecas. Una vez, el escritor que acaba
de ganar en España la séptima edición del Premio Sofía de Poesía dijo que un hombre
exiliado se parecía a un bígamo. Sí, claro, porque el pasado está siempre vivo y
es muchas veces más intenso que el presente. Pero ya no estoy exiliado y paso aquí más
de la mitad del año. El problema ahora es otro, mi dificultad para volver definitivamente
al Río de la Plata, aunque amo a Madrid como a Montevideo y a Buenos Aires, una ciudad a
la que estoy muy ligado, donde viví cosas buenas y cosas malas.
Cuente primero las malas.
Las amenazas de muerte cuando llegué exiliado. Tantas que terminé por irme. Las
buenas tienen que ver con los muchos amigos que en esas circunstancias me ayudaron.
Argentinos que me dieron las llaves de sus casas para que yo pudiera llegar a cualquier
hora y sin aviso. Para mí eso es inolvidable. Es decir que alegría y dolor, que tanto
marcan en uno y otro sentido, están ligados a Buenos Aires.
Hace muy poco lo escuché hablar con particular cariño de la Plaza San Martín.
Con la Plaza San Martín mi relación es especial. Allí iba cuando estaba viviendo
en Buenos Aires, en mi adolescencia. Me sentaba de espaldas a la calle Charcas y leía
Dostoievski, Tolstoi. Clásicos, en general, en aquellas ediciones baratas de TOR. Fue
bajo esos viejos árboles de la Plaza San Martín que decidí ser poeta.
Pero ya escribía poemas.
Sí, pero sin la idea de que podría publicarlos. Eran poemas para mí, a veces en
alemán. Y, en aquel torrente de literatura, en que yo vivía sumergido, de pronto me
enfrento con Baldomero Fernández Moreno. Y fue deslumbrante aquel canto diáfano,
coloquial. Una revelación. Después, más tarde, hubo otros: Vallejo, Martí, Machado.
Pero él fue el primero. Fernández Moreno era un espejo en el que podía mirarme y
reconocerme. Yo tenía 17 años.
Hay novelistas que hablan de observación, otros no tienen idea de cómo les llegan
los datos de la realidad que trasmiten, y hay quienes dicen Todo está adentro, lo
único importante es la introspección.
Siempre he dicho que la realidad para mí es la influencia prioritaria en todo lo
que escribí. Ya llegue a ésta a través de la observación o a través del inconsciente.
Cuando tuve, en los años previos a la dictadura, aquella actividad política,
tremendamente agobiante, no escribí nada. Sin embargo, luego de que volví a mi trabajo
como escritor, de pronto descubrí que escribía diálogos, situaciones que eran reflejo
de cosas ocurridas en aquellos años. Yo no las recordaba, pero venían de allí. Cosas en
las que nunca había pensado y que aparecían, que parecían de otro.
¿Y qué pasó con aquellas personas que habían sido modelo de sus personajes y
ahora aparecían viviendo una vida tan diferente?
A todos los dolores y persecuciones que trae el exilio, se añadía esto: me
preguntaba cuánto tiempo podría seguir viviendo sin el contacto directo con la realidad
que tanto me había influido. Qué pasaría si el exilio se prolongaba más de dos o tres
años. La dictadura desparramó por el mundo a mis montevideanos. Y me los enriqueció.
Sufrieron cambios importantes y se enriquecieron. Unas parejas se destruían, otras se
formaban. Todo a gran velocidad. Mis uruguayos de clase media que ya noestaban en Uruguay
sino en México, Cuba, Suecia, Francia, Ecuador. Pero como yo recorría mucho el espinel
del exilio....
¿Buscando a esos personajes?
No, por mis denuncias sobre la dictadura uruguaya. Y bueno, allá adonde iba
encontraba uruguayos.
¿Suele tomar nota de diálogos o situaciones que le interesan?
No, nunca. Prefiero que esos diálogos o situaciones queden ahí adentro de una
manera más difusa. Es necesario que aquel personaje que existe en carne y hueso se
convierta en personaje de ficción. Y para esto tiene que pasar por adentro mío.
Usted no es de los que sufren mientras escriben, ¿o sí?
No, sería terrible, ya que vivo escribiendo. No sólo cuentos, poesía y novelas,
sino también periodismo. Eso no significa que a veces no sufra. Eso me ocurre cuando
tengo que desechar algo que hice y no me gusta. No hace mucho tiré al canasto más de
cien páginas de una novela. Las escribí y las guardé. Cuando tres meses después volví
a leer aquello me di cuenta de que no servía.
Borges hablaba de nueve días, los necesarios para saber si lo que uno
ha escrito vale.
Nueve días me parece poco. Ahora, lo curioso es que cuando uno vuelve a leer, en
general no agrega nada sino que tacha.
¿Por qué el tiempo hace posible esa otra mirada más exigente, más crítica?
Yo creo que el tiempo permite que uno lo vea como si fuera de otro. Cuando alguna
vez por presiones del editor .-que decía por ejemplo: esto tiene que estar para la
Feria entregué algún material que no había tenido el necesario reposo,
siempre me arrepentí. Pero eso es el pasado. No acepto más presiones de los editores.
¿Y qué pasa cuando termina una novela, un cuento?
En general por unos días quedo como vacío por abandonar ese mundo que yo mismo he
creado.
¿Qué pasa cuando a uno de esos personajes, con el que convivió a veces muchos
meses, tiene que mandarlo a la muerte, al dolor, al fracaso?
Lo que pasa es que casi siempre ese deshacer al personaje, desde el punto de vista
artístico, lo hace crecer. Matarlo, hacerlo sufrir es casi un homenaje al personaje.
Recuerdo cómo me reprochaban en La tregua que matara a Avellaneda. Al primero que me
reprochó eso le dije: Mirá, cuando yo empecé a escribir La tregua tenía muy
pocas cosas claras. Pero había una que sí estaba clara: Avellaneda moría al final. Pero
además, si Avellaneda no hubiera muerto, ese amor se habría finalmente arruinado,
habría perdido grandeza.
¿Usted piensa que ése es el destino del amor?
No, pienso que era el destino de ese amor. Era muy grande la diferencia de edades.
Yo supe que para que ese amor terminara bien había que matar a Avellaneda. Hacer que
Ramón Budiño se suicidara también era una forma de salvarlo.
¿Le gustó cómo hizo Víctor Laplace el personaje?
Sí, me gustó. Lo que no me gustó nada fue ese final de carcajadas estereofónicas
que puso el director. Me pareció espantoso.
¿Encontró alguna vez en otra actividad esa alegría que encuentra en escribir? En
la política, por ejemplo.
No, en la política precisamente no. Yo, que fui dirigente político, sé toda la
angustia que sentía en ese tiempo. No sólo porque se corrían muchos riesgos. Había
veces en que tomabas un taxi hasta allá y después caminabas diez cuadras para atrás, y
ahí tomabas el trole para tal otro lado. Pero no era sólo desorientar al que pudiera
estar siguiéndome. Ese período me sirvió para comprobar que no tengo la menor vocación
de dirigente político.
¿Qué es lo que rechaza en la actividad política?
Por un lado había sido una actividad tan absorbente que no me permitió escribir.
Eso me frustraba. Por otro, si uno está en un movimiento tiene que aceptar decisiones con
las que a veces no coincide. Subir a una tribuna y defenderlas ante una multitud puede ser
muy duro. Y además de todo eso el temor que puede producir hablar ante una multitud. La
primera vez que me subí a una tribuna y vi que estaban ahí cerca de cien mil personas,
tuve ganas de bajar y salir corriendo. En fin, no tengo vocación.
Cree que puede hacer más escribiendo.
Sí, sí, pero creo algo más. Que en los sectores de izquierda .-y esto es más
grave cuando más radical es el sector hay bastante menosprecio por el intelectual.
Aunque en Uruguay, no fue tan grave como en la Argentina. Al escritor se lo usa. Y si se
muere mucho mejor, porque pasa a ser un mártir. Tengo un poema que se refiere a eso.
Novelistas, poetas que se convirtieron en revolucionarios sólo cuando murieron. Antes, en
cambio, lo que había era una buena cuota de desconfianza. Y eso duele. A un obrero no se
le exigen las pruebas de lealtad, fidelidad y militancia que se le exigen a un
intelectual.
Como si sólo los intelectuales fallaran y traicionaran. Tal vez sean más flojos
para bancar algún tipo de incomodidades. Hay algo que el Che dice en el Diario, algo así
como: Ya está el francés queriendo viajar fuera. Una puede imaginarse a
Debray no sabiendo cómo manejarse en la selva.
Sí, pero en ese caso a cualquiera que está acostumbrado a cierto confort le puede
pasar lo mismo. No precisa ser intelectual, puede ser médico o ingeniero. Si pensamos en
la conducta política irreprochable de excelentes escritores como Haroldo Conti, Rodolfo
Walsh o Paco Urondo. Y ahora se sabe que tanto Walsh como Urondo habían hecho críticas
profundas a su movimiento, pero aceptaron la decisión de la mayoría y se aguantaron
hasta el final.
Hasta que los mataron.
Hasta que los mataron.
¿Podría decir que sus personajes giran siempre en torno de un mismo problema, o
persiguen objetivos similares?
Yo repaso a mis personajes y veo a muchos buscando el poder, como el viejo Budiño,
que lo persigue como lo único que puede acercarlo a la felicidad... pero pensándolo
mejor lo que todos buscan es la felicidad. Aunque no conozco a ninguno que la haya
alcanzado.
¿Por qué ninguno la alcanza? ¿Es inalcanzable en la vida real o cree que un
personaje que la logra deja de ser interesante?
En La tregua hay algo que la madre de Avellaneda dice a su hija y ésta luego cuenta
a Santomé: La felicidad tal como la gente la imagina es algo imposible,
inalcanzable. No existe. Creo que hay otra forma más moderada que sí existe, que es
posible. Pero ocurre que cuando conquistan aquella felicidad media, la única posible,
sólo se dan cuenta de que era ésa cuando la pierden. Yo estoy con la madre de
Avellaneda.
Sus personajes, entonces, buscan la felicidad.
También los de Onetti, a pesar de su escepticismo, es lo que buscan.
¿Cómo se relaciona con sus viejos libros?
Hay libros por los que tengo un sentimiento muy parecido a la gratitud. Es el caso
de los Poemas de la oficina. Yo hice cosas mejores más tarde, pero siempre guardo el
recuerdo de que éste fue el primer libro que me consiguió lectores.
Hay frases de esos poemas que han pasado a integrar el lenguaje cotidiano: el
cielo de cuando me jubile, por ejemplo.
Fue asombroso, se agotó en quince días.
De esos poemas, ¿cuál le parece el más logrado?
A mí el que me gusta más es Dactilógrafa. Otro libro con el que tengo
buena relación es Poemas de otros. Fue escrito en un momento en que no sé por qué
conseguí meterme en ciertas cosas de mí mismo.
Ese libro lo escribió en Buenos Aires, en los primeros años de exilio.
Sí, creo que allí están mis mejores poemas de amor. Incluso están mis primeras
canciones, o las primeras que me salieron bien, como Te quiero.
Es curioso. Decía que fue un libro en el que consiguió meterse, pero le puso el
nombre Poemas de otros.
Ese es un recurso para poner en otros cosas propias. Pensé que eso se vería.
¿No hay también en ese libro poemas que supuestamente han escrito algunos de sus
personajes? Avellaneda, por ejemplo.
Sí, personajes de La tregua, de Gracias por el fuego.
¿Realmente es incapaz de recordar una poesía suya? ¿Se acuerda de una mucama en
un hotel de Buenos Aires que está en Paraguay entre San Martín y Reconquista que recitó
en el ascensor un poema suyo de memoria? Yo estaba presente.
Sí, recuerdo, era Una mujer desnuda y en lo oscuro. Es de los más
populares. No tengo la memoria de aquella graciosa joven del hotel, pero leo la última
estrofa. Una mujer desnuda y en lo oscuro genera una luz propia y nos enciende/ el
cielo raso se convierte en cielo/ y es una gloria no ser inocente/ una mujer querida o
vislumbrada/ desbarata por una vez la muerte.
Los libros en la memoria ¿Cuál de los libros de poesía recuerda haber escrito con más
placer?
El cumpleaños de Juan Angel fue un libro que me gustó mucho escribir. Que
disfruté casi como un desafío. Tenía por un lado el lenguaje poético y al mismo tiempo
era una novela. Era un libro muy político sobre los tupas, y al mismo tiempo una obra
experimental. Yo creo que inconscientemente le busqué tantas dificultades artísticas
para que no fuera panfletario. Quería que estuviera allí, en la novela, el hombre que
era Sendic, y no sólo el líder político. Disfruté muchísimo escribiéndolo y lo
escribí muy rápido: seis meses. De los libros de poemas también me gusta Preguntas al
azar.
¿Nunca intentó ese tipo de poemas en que el poeta intenta desmontar el poema,
mostrar sus mecanismos?
¿Querés decir la poesía como tema de la poesía? Justamente en este nuevo libro
tengo un poema que se llama Sombras nada más o cómo definiría usted la
poesía. Este poema lo escribí a partir de algo que dice José Emilio Pacheco. A
él se lo dedico. No, no me digas que lo recite. Sabés que yo soy incapaz de recordar mis
poemas de memoria.
Escribir para ordenar ideas
Alguna vez dijo que escribir le servía para ordenar
ideas, incluso para entender. ¿Cómo es ese proceso?
Lo dije una vez y sigo diciéndolo. Y no me refiero a la novela, también a
artículos, ensayos. Por ejemplo, en este momento con todo lo que está pasando en el
mundo. Lo que pasó en los países del Este, en la izquierda: una forma de ver claro en
mí mismo es escribir. Porque escribir lleva a concretar, a sintetizar, a reflexionar.
Pero escribir no sólo me permite entender cosas que están afuera mío. Escribiendo
también logro entender problemas personales. De pronto los meto en un cuento o en un
poema. Y así logro entender algo que era oscuro.
Es como si sacara el problema y lo mirara desde afuera.
No sé cómo es exactamente. Sé que una de las crisis espirituales más importantes
que yo tuve en el pasado está allí metida. En un poema, A ras de sueño.
Tiene como diez o doce páginas. Es un poema que resultó esotérico (se ríe).
Nadie entendía nada.
Nadie. Ahí me rifo al lector.
Necesitaba escribirlo. Con quien quería comunicarse era consigo mismo.
Sí, sí..., necesitaba escribirlo para entender.
Bueno, se sabe que poner las cosas en palabras permite entender qué nos pasa.
Será por eso que nunca necesité recurrir al análisis.a |
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