Anticipando el próximo estreno de Detrás de los olivos, Página/12 reproduce un texto inédito en castellano del director de El sabor de la cereza, aparecido en la revista de cine iraní Mahnameh-ye Film. Es su autobiografía informal.
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Orígenes Kiarostami
era un gran hombre del Gilan en los tiempos de la invasión mongol. Se lo llamaba
Kiarostami de los mil caballos. Yo nací en 1940 en Teherán. De niño amaba
la pintura: siempre tenía a mi alrededor hojas de papel y dibujaba con lápices de
colores. Pero en la escuela no era un buen alumno, ni tampoco un buen pintor. Era
taciturno y solitario: desde primer grado hasta sexto, no hablaba con nadie. Ni una sola
palabra. A los dieciocho años me separé de mi familia y me vi obligado a ganarme la vida. No
tenía la más mínima intención de convertirme en cineasta. Todo sucedió por azar.
¡Fue gracias a los zapatos de mi amigo Abbas Cohendari que me convertí en realizador! En
esa época yo era bachiller y, habiendo fracasado en el concurso de pintura de la facultad
de Bellas Artes, trabajaba en la policía de caminos. Estaba en la mercería de Abbas
Cohendari y yo llevaba unas sandalias. Me pidió que lo acompañara al puente Tajrish. Le
expliqué que, como llevaba sandalias, prefería no ir; fue entonces que él me ofreció
sus zapatos nuevos, que eran de mi número. Fuimos al puente Tajrish, luego a lo de Fathad
Ashtari; allí había un señor llamado Mohaqeq, que dirigía un atelier de pintura. Me
inscribí en sus cursos y me presenté al concurso nuevamente, esta vez con éxito. Me
llevó en total tres años terminar la facultad y obtener un diploma. Durante todo ese
tiempo, estuve empleado en la policía de caminos o como inspector para el ensanchamiento
de las veredas. Trabajaba de noche y durante el día iba a la facultad. Luego comencé a trabajar en publicidad. Al principio, era pintor y gráfico
publicitario. Trabajaba en los ateliers, hacía la cubierta de libros y afiches. Un día
fui a Tabli Film que, en esa época, era la principal compañía de producción de
películas publicitarias. Me propuse como director, me pidieron que escribiera un sketch
sobre un calefón. Durante la noche compuse un poema sobre los calefones. Tres noches más
tarde, para mi gran sorpresa, la televisión difundía un spot con mi poema. Era el
comienzo de mi trabajo como cineasta publicitario. Poco a poco progresé, escribí otros
sketches y dirigí películas. Desde 1960 a 1969 hice más de ciento cincuenta. Uno de mis
amigos reparó que yo no usaba jamás a actrices en esos spots. Había efectivamente hecho
ciento cincuenta films sin participación femenina. En esa época, aun para hacer la
publicidad de un neumático, había que poner una mujer. Concebir los títulos de films de largometraje significó para mí el puente entre la
actividad gráfica y la realización de películas no publicitarias. Fue en el curso de
este trabajo sobre los títulos que descubrí la cámara. Cuando hacía películas
publicitarias, esas ocasiones no se me presentaban. La mayor parte de los camarógrafos no
me permitíanni tocar la cámara o ver la escena por el visor, quizás a causa de mi edad,
o bien porque pensaban que no tenía la experiencia necesaria. En todo caso, esos films
publicitarios estaban preparados sin mi intervención directa o mi vigilancia continua. En
general, el resultado era mediocre. Los films eran totalmente diferentes de lo que yo
había escrito. Durante todos esos años quise hacer con toda independencia un film de
publicidad. Finalmente me encargaron uno sobre una crema suavizante para manos. Después
de ver el film que había realizado, mis colegas me dijeron que había planos
enfrentados y que había saltado el eje de los ciento ochenta grados: no entendí lo
que decían, pero me asustaron con eso de los planos enfrentados a tal punto
que, años después, durante la noche, veía en sueños esos planos contrariados. En 1969, Firut Shirvanlu, director del Instituto de Bellas Artes, que tenía además
una sociedad de publicidad, vio uno de mis films para una sartén para freír. Yo la
había hecho inspirándome en una revista de fotografía. Se decía que mis films se
parecían a los films occidentales: es decir que eran chics con una buena
técnica. Shirvanlu deseaba crear una sección de cine en el Instituto; me invitó a
colaborar. Se construyeron los estudios, se trabajó en los preparativos durante ocho o
nueve meses; yo era el único cineasta del Instituto para el desarrollo intelectual
de los niños y de los jóvenes adultos. Mi primer film, El pan y la calle, fue
también el primer film de la sección cine. Fue después que los otros cineastas
llegaron. La imagen mental que existe en mí es diferente de la imagen que reproduzco en la tela.
Lo que reproduzco en la tela no me ayudó para nada; por el contrario, la pintura mental,
la memoria, la mentalidad de pintor, me ayudaron mucho. Hay que precisar que no son
solamente los pintores los que poseen una mentalidad de pintor. Yo tenía una abuela que,
sentada en el asiento de atrás del automóvil, decía: Mirá ahí, el árbol, la
colina... Según mi opinión, en ese momento, ella me mostraba una imagen inesperada
entre millones de imágenes y de ángulos diferentes; ella había hecho una elección y lo
gozaba. Ella pintaba en su espíritu: tenía la memoria de un pintor y pintaba
mentalmente. Jamás hubiera creído que mi película Detrás de los olivos se filmaría en un lugar
donde el viento sopla con tanta fuerza sobre el trigo, pues era precisamente la imagen que
yo había pintado hacía diez años, y fotografiado hacía veinte. En esa época, yo
pintaba un poco, más bien hacía fotografía. Esa unidad del sujeto y de la composición,
se puede encontrar más en las fotos que en la pintura... Pero, según mi opinión, lo que
merece discusión y estudio, es saber por qué esos elementos están tan presentes el uno
en el otro. Entiendo todos esos elementos comunes a las fotos, a los cuadros y a los
films; un color y una luz singular, un sentido y un instante particular, y un no sé qué
de parecido. Pinté muchos de mis cuadros cuando ya era cineasta. Pero, el cine es más
rico que la pintura. Me sucede de estar bloqueado frente a la tela o la hoja enblanco. No
logro expresar el sentido del viento entre los trigales, lo que obtengo fácilmente en el
cine. No soy absolutamente pintor, mi trabajo es más bien una terapia por la
pintura que pintura propiamente dicha. Durante mi infancia, me gustaba más el cine que a mis amigos que ahora son
comerciantes, médicos o pintores. Me gustaba el cine como diversión; jamás elegí una
película por su director. Por supuesto, me gustaban las comedias críticas de Vittorio de
Sica del período neorrealista, ¡pero Sophia Loren me importaba más que Vittorio de
Sica! En mi familia, ese gusto por el cine no existía. Además el trabajo, sí, el
trabajo nos tomaba todo el tiempo. Aparte de un corto período en el que, en Praga, iba a
ver películas en lengua checa, para llenar mi soledad, es posible que durante mi vida no
haya visto más que unas cincuenta películas. Nunca quise ver una película dos veces,
por lo tanto no estoy influenciado por ningún cineasta. Recuerdo que durante mi adolescencia les daba a leer los textos que escribía a los
adultos que tenía a mi alrededor. Y a menudo decían, muy prudentemente, que eran buenos,
agregando: Pero son muy pesimistas. La situación no es tan mala. En seguida
los juzgaba con dureza, por negarse a aceptar las amargas realidades de la sociedad. Pero
hoy, cuando los jóvenes me dan sus guiones para leer, digo prudentemente: Joven,
Bergman busca en la oscuridad un punto luminoso y es ese punto luminoso lo que hace que su
obra sea creíble. Trate usted también... Por su mirada, entiendo rápidamente lo
que piensan de mí. Creo que eso es el fruto de la experiencia: aun si somos pesimistas,
no podemos vivir sin esperanza. Después de algunos años, a pesar de las condiciones
difíciles, tengo mejor moral y eso se refleja de una cierta manera en mi trabajo. Debí abandonar ciertos planos generales, reemplazándolos por el planosecuencia para
que el espectador se ponga en contacto directo con la totalidad del sujeto. En un plano
general, eliminamos todos los elementos de la realidad mientras que para meter al
espectador en estado de entrar en situación y de juzgar, es necesario que todos esos
elementos estén presentes. Un actitud justa, de respeto hacia el espectador, sería
aquella que le permitiera elegir a él mismo aquello que lo emociona. En un plano-
secuencia, es el espectador quien elige en función de lo que él siente. No escribo jamás un guión antes de salir a buscar las locaciones. Yo no escribiría
hay que poner la puerta de la granja acá. Primero busco la puerta, luego
avanzo poco a poco. Cuando se encuentra la puerta, debe ser tan importante como un actor,
porque un objeto también tiene su identidad. Una puerta que está en su marco desde hace
años no es la misma que la que nosotros llevamos y a la que le damos un aspecto antiguo.
Jamás traslado la utilería de un pueblo a otro. Cuando se toman elementos de la casa
más cercana y se los pone en la tierra o sobre la pared, se integran bien, porque vienen
de la vecindad. Siempre hay que tener en mente que estamos en tren de ver una película. Aun en los momentos donde todo parece muy real, yo desearía que dos luces titilaran a los costados de la pantalla para que el público no se olvide de que está viendo una película y no la realidad. Es decir, una película que hicimos basándonos en la realidad. Este enfoque se ve intensificado en mis nuevas películas y lo será aún más. Creo tener necesidad de un espectador más advertido. Estoy en contra del hecho de actuar sobre sus sentimientos, de tomarlo como rehén. Cuando el público no sufre ese chantaje sentimental, sigue siendo su propio dueño y mira los hechos con un ojo más consciente. En tanto que no estemos sometidos al sentimentalismo podemos dominarlo y dominar el mundo que nos rodea.
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