Por Mario Wainfeld |
En 1991 Antonio Domingo Bussi obtuvo el 44,1 por ciento de los votos de los tucumanos y no llegó a ser gobernador porque el justicialista Ramón Palito Ortega fue votado por peronistas y radicales y se alzó con más del 50 por ciento del padrón. En 1995, el patibulario represor bajó al 45,6 por ciento, le alcanzó para ser el primer no peronista desde 1946 que llegaba a gobernador de su provincia en comicios libres. Ayer su hijo Ricardo según datos provisionales arañó el 38 por ciento y le sobró para ganar porque peronistas, aliancistas y un peculiar personaje de la política tucumana el autodenominado radical clasista Gumersindo Parajón prefirieron dividirse los votos antibussistas a riesgo de perder... y perdieron. Mucho se habló y escribió en estos días de la Ley de lemas, esa perversión de la democracia que determinó la presentación de miles de candidatos (incluidos la Bomba tucumana, la mujer del Malevo Ferreira y un payaso que asumía serlo). Vale la pena añadir que el antibussismo estuvo sobrerrepresentado en Tucumán, fragmentado apenas menos ilusoriamente que las candidaturas a concejales por incompetencia de los opositores para unirse es la primera explicación de una jornada de retroceso para la democracia. El caos de los mercados No es sólo la división algo gallinácea de sus adversarios lo que explica la victoria de Fuerza Republicana. Es evidente que el bussismo ha ganado un estimable nivel de representatividad. Resulta especialmente duro que lo conserve tras cuatro años de haber gobernado sin haber mejorado para nada la situación de su provincia y desnudando que el general Bussi, el héroe de la guerra contra la subversión era también un apropiador de bienes ajenos, un fuerte inversor en la banca extranjera y un llorón cuando se desnudaban en público sus chanchullos. El estilo prepotente y autoritario del bussismo no es ajeno a la tradición histórica de Tucumán, una de las provincias del norte argentino donde el peronismo protagonizó una de sus tantas paradojas. Fue sucesor y reencarnación de los gobiernos conservadores en provincias a las que no llegaron (o llegaron muy mitigados) los cambios esenciales que su gobierno del 45 al 55 impuso en la estructura socioeconómica argentina. Por el norte casi no pasaron modernización industrializante, proletarización y sindicalización masivas, movilidad social ascendente y una tendencia al jacobinismo de los sectores sociales y políticos que tiñó de movilización y defensa firme de intereses las décadas del 50 hasta el 70 inclusive. El movimiento que fue motor y consecuencia de la modernización acelerada, distributiva y algo desaprensiva que cambió buena parte del país (y que por eso pasó a ser la fuerza política más representativa por medio siglo) fue también la fuerza hegemónica de las provincias adonde esos vientos no llegaron. Y conservó en ellas el tono autoritario, paternalista, machista y cuasifeudal que serían las características más salientes del bussismo si su conductor no fuese además un asesino probado y perseguido como tal por la Justicia internacional. Un libro flamante (Parando la olla, de Alejandro Isla, Mónica Lacarrieu y Henry Selby) estudia en detalle las transformaciones sociales, las representaciones y valores populares en Tucumán de los últimos años. Y retrata una aparente paradoja: muchos de los humildes de Tucumán advierten que están mal con Bussi (y en buena medida con Menem) pero no les achacan la culpa de lo que les pasa y persisten en valorarpositivamente a las personalidades despóticas en el gobierno. Víctimas de un caos y una tormenta vital producida por los mercados ponen la responsabilidad en otro lado. El neoliberalismo en Tucumán ha conseguido poner en crisis la concepción y las prácticas del trabajo tradicional: el marido trabaja y trae la plata y la mujer en la casa. La extensa y profunda desocupación provincial afecta la concepción de la familia. Pero muchos tienden a ver a esto como culpa de la democracia asociando democracia con caos social y concluyendo que con los militares se estaba mejor porque había más orden. Seguramente se equivocan pero tienen un atenuante nada menor: los partidos políticos mayoritarios no se esfuerzan mucho por diferenciar a la democracia de la dictadura de los mercados, es más: en líneas generales se prosternan ante ellos en poses cada vez más sobreactuadas. Corte de boletas en dos tiempos El funcionamiento del sistema político determina la existencia de un novedoso sistema de corte de boletas, diacrónico, separado en el tiempo. Casi todas las provincias votan sus autoridades locales previamente a las nacionales, lo que en apariencia permite una vasta expresión de las simpatías populares. Como ocurre con la ley de lemas, esa prosperidad es ficticia, producto de infinitas argucias de los dirigentes para posicionarse mejor y no de búsqueda de excelencia institucional. Igualmente, cada comicio provincial detona una lectura para la elección nacional, aunque todos saben que el 24 de octubre las cosas serán distintas. En Tucumán lo serán especialmente porque el partido de gobierno no tiene candidato presidencial propio. El saldo de la elección de ayer no es muy gratificante para aliancistas ni para peronistas, aun cuando se desentendiesen del bochorno que es entregar una provincia a un partido procesista. Los aliancistas crecieron mucho con relación a 1991 y 1995, pudieron constituir la coalición y el radical progresista Rodolfo Campero es de los candidatos a gobernadores que se han presentado hasta ahora el más congruente con el perfil nacional que pretende la Alianza. De todas maneras, parece que no consiguieron ni el segundo puesto, se les cortó la racha ganadora de Catamarca y San Juan y de cara a las presidenciales no les será fácil rapiñar votos bussistas para De la Rúa. Los duhaldistas se darán por conformes si es que (como indican los primeros datos) ganan el clásico de barrio contra la Alianza y porque barruntan que tendrán mejores posibilidades que los opositores de arrimar a su molino votos de Fuerza Republicana. Pero también estarán preocupados por la pobre actuación en el territorio de su candidato a vicepresidente y de su pollo Julio Miranda. Carlos Menem habrá disfrutado porque su corazón estaba mucho más cerca de Bussi que de Duhalde, aunque con una alegría inocua porque su placer es (como el de los hinchas de River que disfrutaron la goleada que padeció ayer Boca) posterior a una derrota irrevocable y no tendrá repercusiones en la interna del partido de Gobierno. Los bussistas pensarán que podrán hacer valer los votos que tienen en la próxima elección presidencial (y seguramente se equivocarán porque no han de controlarlos). Como sea, ayer festejaron la consagración del autoritarismo, el nepotismo y la ineficiencia corrupta, marcas de fábrica del NOA, ese otro país al que la modernidad llegó con cuentagotas. La pobreza política Los pobres son políticamente débiles, la lucha que deben realizar para la supervivencia no es propicia, salvo en ocasiones muy específicas (y por lo común esporádicas) para su organización y movilización. Esa debilidadbrinda amplia oportunidad para tácticas de cooptación, represión selectiva y aislamiento político. La cita del politicólogo Guillermo ODonnell viene sobradamente a cuento tras una semana en que el Gobierno discutió con una dureza de cara insuperable cifras sobre pobreza en Argentina. Es que, fariseísmos al margen, los pobres son muchos y son débiles en todos los mercados, aun en el político. Ayer una de las provincias más pobres de un país que también lo es hizo una pobre opción: eligió a un staff gobernante que nada hará por la organización y movilización de los humildes. Víctimas de los mercados y de la ineficacia de los partidos tradicionales, aturdidos en un mar de boletas electorales, muchos de ellos votaron posiblemente contra sus intereses. Eligieron al dilecto heredero de un represor y a un partido que es dilecto heredero de la dictadura militar, exitosa a la hora de urdir un plan de represión y disciplinamiento social cuyas consecuencias durarán, con suerte, décadas. Un plan cuyas víctimas principales son muchos de los que ayer votaron a Ricardo Bussi. El amargo saldo de la elección de ayer debería convocar a la introspección a la dirigencia de la Alianza y del peronismo que hicieron lo suyo (en Tucumán en estos meses de campaña, en la Argentina en estos años) para que, tras dieciséis años de democracia, fuese posible una victoria electoral de la dictadura militar.
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