La paradoja
del fin de los cuarenta años sin democracia de Indonesia es que llegó de la mano de los
valores que el dictador legal Suharto defendió a sangre y fuego mientras la Guerra Fría
todavía seguía caliente. Durante décadas persiguió, encarceló, torturó y asesinó a
cientos de miles de sospechosos de izquierdismo. Sometió a Timor, una ex colonia
portuguesa de fuerte presencia cristiana. Su ejército era sofisticado, y podía detectar
en la selva movimientos mínimos de la guerrilla timoresa. Pero Suharto no supo prever los
efectos del libre mercado, de la ortodoxia monetarista, de la globalización. En suma, ese
capitalismo del que era un baluarte fue su enemigo más subversivo e implacable. La
historia del final de la era Suharto tiene rasgos comunes con la de otros regímenes
asiáticos que tuvieron su esplendor en el mundo bipolar. Un partido monopólico en el
poder es atacado por su corrupción. La situación se hace insostenible. La oposición es
juvenil y generacional, clama por el cambio y por el fin de una oligarquía a la que ve
como demasiado apátrida, culpable de amiguismo o nepotismo, como oportunista y mafiosa,
carente de los ideales que a ellos les sobran. Fue el caso del Shah en Irán, del Partido
Liberal Demócrata en el Japón, o del Partido del Congreso en la India. Pero el
movimiento de renovación encontró sus líderes más imponentes en el fundamentalismo
islámico, o en el hindú, que ya explotó sus cinco primeras bombas atómicas. Japón
parece libre de la amenaza, porque la modernización capitalista comenzó allí en el
siglo pasado. El líder tercermundista Sukarno, un héroe de la descolonización, había
impuesto un nacionalismo secular que podía ser un modelo para otros tercermundistas.
Cuando Suharto tomó el poder en 1965 conservó el laicismo como una estrategia para
dominar sobre grupos antagónicos. El islamismo reformista, que desde la independencia de
los holandeses en 1945 quiso un Estado confesional, fue un adversario tradicional del
nacionalismo, de los comunistas (liquidados por Suharto), y permaneció apartado en el
boom del sudeste asiático que conoció su crac en 1997. En el interior rural del país,
el Islam gana siempre. La figura de Megawati Sukarnoputri, virtual ganadora de los
comicios, no es desemejante de la de Sonia Gandhi en la India. Una mujer que debe su
posición política al prestigio dinástico y que preside un partido al menos nominalmente
laico. Los próximos meses dirán si puede gobernar. Especialmente, si puede prescindir
del ejército, tradicional nivelador de los mortíferos conflictos étnicos y religiosos
en el cuarto país más poblado de la Tierra. |