El nuevo Yakartazo Por Alfredo Grieco y Bavio
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La paradoja del fin de los cuarenta años sin democracia de Indonesia es que llegó de la mano de los valores que el dictador legal Suharto defendió a sangre y fuego mientras la Guerra Fría todavía seguía caliente. Durante décadas persiguió, encarceló, torturó y asesinó a cientos de miles de sospechosos de izquierdismo. Sometió a Timor, una ex colonia portuguesa de fuerte presencia cristiana. Su ejército era sofisticado, y podía detectar en la selva movimientos mínimos de la guerrilla timoresa. Pero Suharto no supo prever los efectos del libre mercado, de la ortodoxia monetarista, de la globalización. En suma, ese capitalismo del que era un baluarte fue su enemigo más subversivo e implacable. La historia del final de la era Suharto tiene rasgos comunes con la de otros regímenes asiáticos que tuvieron su esplendor en el mundo bipolar. Un partido monopólico en el poder es atacado por su corrupción. La situación se hace insostenible. La oposición es juvenil y generacional, clama por el cambio y por el fin de una oligarquía a la que ve como demasiado apátrida, culpable de amiguismo o nepotismo, como oportunista y mafiosa, carente de los ideales que a ellos les sobran. Fue el caso del Shah en Irán, del Partido Liberal Demócrata en el Japón, o del Partido del Congreso en la India. Pero el movimiento de renovación encontró sus líderes más imponentes en el fundamentalismo islámico, o en el hindú, que ya explotó sus cinco primeras bombas atómicas. Japón parece libre de la amenaza, porque la modernización capitalista comenzó allí en el siglo pasado. El líder tercermundista Sukarno, un héroe de la descolonización, había impuesto un nacionalismo secular que podía ser un modelo para otros tercermundistas. Cuando Suharto tomó el poder en 1965 conservó el laicismo como una estrategia para dominar sobre grupos antagónicos. El islamismo reformista, que desde la independencia de los holandeses en 1945 quiso un Estado confesional, fue un adversario tradicional del nacionalismo, de los comunistas (liquidados por Suharto), y permaneció apartado en el boom del sudeste asiático que conoció su crac en 1997. En el interior rural del país, el Islam gana siempre. La figura de Megawati Sukarnoputri, virtual ganadora de los comicios, no es desemejante de la de Sonia Gandhi en la India. Una mujer que debe su posición política al prestigio dinástico y que preside un partido al menos nominalmente laico. Los próximos meses dirán si puede gobernar. Especialmente, si puede prescindir del ejército, tradicional nivelador de los mortíferos conflictos étnicos y religiosos en el cuarto país más poblado de la Tierra.
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