Por Steve Barnett * |
Si la guerra de Kosovo dejó una lección segura, es que no se ganó gracias a las conferencias de prensa de la OTAN. ¿Era nuestra imaginación o había menos énfasis que en la guerra del Golfo en exhibir videos filmados desde las cabinas de los pilotos de los bombardeos aéreos, y menos oportunidades para un voyeurismo inteligente? Todo se sentía un poco en tono menor, como si los estrategas militares hubieran reconocido que los periodistas y los televidentes estaban mejor informados y eran más conscientes de qué significaba el daño colateral. Los funcionarios del Ministerio de Defensa de Gran Bretaña la dura en la guerra tenían el acento cultivado propio de las personas que estudiaron en Oxford o Cambridge, que contrastaba con el inglés mucho más brutal con que el portavoz Jamie Shea hacía el inventario de los errores de la OTAN. Como show colateral, el de la OTAN en su cuartel general de Bruselas fue entretenido. Aunque, en definitiva, irrelevante. Era el mensaje, más que el mensajero, lo que había sido adaptado a un público que, según se presumía, era capaz de mayor sofisticación para decodificar y desafiar la versión oficial de la guerra. Parecía fácil continuar con la tradición propagandística de convertir en demonio a un pueblo y su líder. Para los tabloides, Milosevic era un objetivo fácil, el último en una larga fila de monstruos desde Hitler pasando por Nasser, Galtieri y Saddam Hussein. Más importante y quizá más crucial para la continuación de una larga ofensiva eran las fotos e historias de los lastimosos, oprimidos, degradados y a veces brutalizados refugiados. Esto, por supuesto, no era propaganda: era la causa de la guerra. Necesitábamos pruebas de la limpieza étnica y de las atrocidades serbias para convencernos de la rectitud moral de esta guerra humanitaria. Después de todo, como nos han recordado uno o dos de los críticos de la guerra, ¿hasta dónde podíamos estar seguros de que esas borrosas fotos aéreas eran en realidad tumbas comunes? Pero casi no había duda sobre la miseria de los refugiados desplazados, sobre las masacres filmadas en video por amateurs, o sobre las historias de primera mano que los periodistas emprendedores traían desde lo hondo de Kosovo. Es probable que por estas imágenes la mayoría de quienes las veían justificaran la destrucción de la infraestructura de Yugoslavia y la muerte de serbios inocentes. Esto suscita importantes preguntas para la próxima guerra. Pues uno de los rasgos más notables del conflicto de Kosovo fue que las fuerzas de la OTAN virtualmente no sufrieron pérdidas. Pero, ¿qué hubiera pasado si hubiera habido grandes pérdidas para la OTAN, particularmente durante una ofensiva de tierra? ¿Cuál hubiera sido la reacción de la OTAN a los periodistas independientes en una guerra terrestre? Que no podamos contestar estas preguntas sugiere que ésta era una guerra fácil para los medios. No para los periodistas y los técnicos en la línea de combate, sino en términos de las tensiones tradicionales entre los gobiernos y los medios libres. En una colección de ensayos publicados el mes pasado sobre la guerra y el periodismo, la comunicóloga Jean Seaton escribió que, mientras los medios todavía actúan como mensajeros, también funcionan como agentes de guerra, y la prensa y las emisoras se han convertido en las instituciones que cada vez más les dan legitimidad a las guerras, y juzgan sus resultados. En otras palabras, igual que en la política, los medios ahora juegan una parte integral en la toma de decisiones en las estrategias militares de los gobiernos y de sus líderes, ya sea al momento de pensar o de librar una guerra. Podemos desear que no haya otra guerra. Pero si llega, podemos estar seguros de que las acusaciones de censura por parte del Estado, la información suprimida, el comercio de la propaganda, las traiciones periodísticas al Estado y la confabulación periodística con el Estado serán parte del paquete. Si hay otra lección que podamos sacar de Kosovo,ésta es, para bien o para mal, la de consolidar esa opinión posmoderna según la cual los medios tienen un poder desproporcionado en cómo y si debemos ir a la guerra. * Profesor de Comunicación en la Universidad de Westminster. Publicado en The Guardian. Traducción: Celita Doyhambéhère.
|