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Los rebeldes y los serviles

Por Osvaldo Bayer

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Capitán José Luis D’Andrea Mohr.

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General Eduardo Cabanillas.

t.gif (862 bytes) Cuando en algunos años, los investigadores de las nuevas generaciones estudien la política militar que llevaron a cabo los gobiernos de Alfonsín y Menem, no lo van a poder creer. La tragedia que la dictadura originó en el país argentino había evidenciado cabalmente la deficiencia y perversión que demostraron los institutos de enseñanza militar en la preparación de los oficiales. El grado de alevosía de los crímenes, el robo, la iniquidad de los métodos, la cobardía de los actos ante prisioneros inermes, la falta más absoluta del honor y de los principios morales obligaban a los nuevos gobiernos elegidos por el pueblo a emprender una limpieza total desde la base de las instituciones armadas. Para ello había casos históricos: los ejércitos de Alemania e Italia, por ejemplo, que se habían prestado a secundar a regímenes genocidas. Después de la derrota, para ese nuevo comienzo, esos países eligieron a los pocos oficiales que habían tenido el coraje de no obedecer las órdenes de quienes los querían obligar a sumarse al crimen. Hasta cambiaron el nombre de sus fuerzas armadas y modificaron fundamentalmente sus institutos de enseñanza. Pero ni Alfonsín ni Menem creyeron conveniente seguir esa línea de honestidad y futuro para refundar en democracia una nación con voluntad de justicia y del nunca más al crimen y al despojo. No eligieron para guiar a las nuevas fuerzas armadas de la democracia a los pocos oficiales con trayectoria democrática sino que uno a uno fueron pasando por las jefaturas de los estados mayores individuos o definitivamente manchados en su honor por los horribles crímenes de la pasada dictadura, o caracterizados por un vaivén cínico o por lo menos rayanos en la conducta equívoca de un denominado equilibrio francamente inmoral. (Del último, Balza, hemos asistido a ese “equilibrio” que sólo las sociedades muy cínicas pueden aceptar. Recordemos el abrazo que dio Balza a Pinochet en Chile a pocas horas de que el criminal chileno le había preguntado sarcástico a los periodistas: “Yo no conozco los derechos humanos, ¿qué es esa cosa?” y sobre el descubrimiento de tumbas masivas, había deslizado ese chiste: “¿tumbas masivas? ¡qué economía!”.) No, todo lo contrario, los ministros de Defensa de Alfonsín y Menem permitieron con total irresponsabilidad que los pocos oficiales democráticos que se jugaron el pellejo y mostraron su coraje a toda prueba contra la dictadura fueran eliminados del Ejército con toda hipocresía.
Recordemos si no cómo Alfonsín y sus adjuntos prefirieron pactar en aquella Semana Santa con un infame patotero golpista y llegaron a arrastrarse al balcón para asegurar al culo pintado de marras que iban a perdonar hasta el último picanero y secuestrador. Pero, eso sí, con el coronel Juan José Cesio, quien tuvo el coraje bien criollo de acompañar a las Madres de Plaza de Mayo en sus marchas y fue dado de baja por tal causa por los uniformados del genocidio, a él, los Alfonsín y los Jaunarena de turno lo ignoraron por completo, ni lo miraron, por las dudas que la mirada a ese noble hombre los comprometiera. Para el coronel Juan José Cesio no hubo reincorporación ni con Alfonsín ni con Menem, y Balza sigue guardando silencio, como con la venta de armas y el caso Carrasco. Pero el genocida Bignone –el único general en la historia que entregó a sus propios soldados– cobra diez mil pesos de jubilación de privilegio como ex dictador de la Nación. Realidades argentinas.
Alfonsín tendría que adoptar el lema: Rico, sí; Cesio, no. A lo mejor lo eligen intendente de San Miguel. Pero hay otro caso más patético aún –entre las injusticias militares-políticas cometidas contra oficiales de las fuerzas armadas– que ya cae fuera de toda lógica y que nuestros descendientes cuando lleguen a conocer que estas cosas se hacían entre nosotros nos van a tomar como productos seleccionados del estupidismo mágico, o del cobardismo merdoso.
Hace más de una década nuestro diario lo trató en detalle. Pero vamos a recordarlo sucintamente porque el caso D’Andrea Mohr salta ahora a la actualidad por su reciente libro Memoria de vida. Título que hace juego con la debida memoria con la que los argentinos tendríamos que haber cumplido a partir del día en que comenzaron a funcionar las instituciones republicanas, en aquel diciembre de 1983.
El capitán D’Andrea Mohr –que había sido obligado a pasar a retiro en diciembre de 1976 por negarse a cumplir determinadas órdenes– escribirá en un diario, en 1985, una carta en la que calificaba de cobardes y criminales a las Juntas y llamaba heroicas a las Madres de Plaza de Mayo. De inmediato, el general Manuel Agustín Estol –un nombre para recordar como servidor de la burocracia uniformada– le inició juicio al rebelde en dignidad “por deslealtad para con camaradas e instituciones de las fuerzas armadas”. Cuando era todo lo contrario: el acusado había sido íntegramente fiel al honor y a la verdad. Y entonces, el digno oficial le contestará al tribunal militar estas palabras dignas de la antología del honor: “Se me acusa de deslealtad para con camaradas o instituciones, por publicar lo que pienso de quienes han vulnerado, desde el poder usurpado y total, valores que se debían y debieron defender. ¿Qué lealtad de camarada se puede tener hacia quienes matan en nombre de la vida, roban en nombre de la propiedad privada, aman el odio, predican los valores familiares y secuestran, violan y saquean; todo ello en nombre de sus propias miserias que, lejos de ser motivo de arrepentimiento, constituyen blasones inmorales de una supuesta cruzada defensora del Occidente cristiano?”.
Finalmente, es ordenada una junta médica militar. Claro, un militar que se niega a mentir sobre los crímenes militares es considerado un enfermo. En un diagnóstico fraguado es declarado “personalidad psicopática con componentes paranoides y elementos histéricos”, y dado de baja. Los médicos militares que firmaron esto contra toda norma de honestidad cometiendo la peor de las tergiversaciones, eran Juan Ruda Vega, José María Calazza y Vicente Donadío. Nombres para avergonzarse. Dice además el diagnóstico que el estado psicopático paranoico tiene “franca tendencia a desmejorar con los años”. Esto fue dictaminado hace doce años. Hoy, el ex capitán D’Andrea Mohr está más cuerdo que nunca y cualquier examen médico descubriría la sucia patraña. Todo este procedimiento fue apelado por D’Andrea Mohr ante la justicia federal, pero el fiscal Strassera –que terminó como embajador de Alfonsín– lo rechazó.
Nunca se hizo justicia. Mientras tanto se ascendía a Cabanillas –quien fue derrotado por el coraje civil del poeta Juan Gelman pero no por la acción que le correspondía a los responsables– o se adosaban galones a Astiz o a tantos otros. Pero a aquellos militares ejemplos de honestidad y grandeza, se los sigue ignorando, contra toda norma de justicia y dignidad. Todos se han callado la boca: los mandatarios, los ministros, los jueces, los legisladores.
Tanto Cesio como D’Andrea militan en el Centro de Militares Democráticos, que preside el coronel Ballester. En una democracia sana y honesta deberían ser los miembros de esa institución quienes dieran los lineamientos de enseñanza de los institutos militares. Los cadetes tendrían que tener oportunidad de escuchar a estos hombres, en clases especiales, y no ser educados como hasta ahora, con los noticieros de Hitler, tal cual lo demostró el film Panteón militar de la televisión alemana. Las comisiones legislativas deberían escuchar a estos hombres que se jugaron todo por no pertenecer a los sucios ejecutores del sistema de desaparición de personas. Aprenderían mucho. Por lo menos aprenderían a ver qué sucia ha sido la política militar de quienes fueron elegidos por el pueblo desde 1983.

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