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Por Horacio Bernades La película se llama Mundo grúa porque, más allá del hecho concreto de que el protagonista maneja una grúa, el título suena a cuelgue, y el Rulo está como medio colgado en el mundo. A días del estreno de su ópera prima en el largometraje, Pablo Trapero (29 años y graduado en la Universidad del Cine que dirige Manuel Antín) se confiesa desbordado por la cantidad de tareas que insume estrenar una película. Sobre todo si, como ocurre en su caso, el realizador es también su propio productor. Hay que estar en todo: entrevistas de la mañana a la noche, pero además controlar el estado de las copias, el trabajo de laboratorio, los afiches, los spots publicitarios para la radio... La verdad es que es demasiado. Pero Trapero no se queja. Sabe que llega al estreno en las mejores condiciones: con dos premios en el reciente Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (mejor director y mejor actor protagónico), un lanzamiento de mayores proporciones que lo habitual para un debutante (siete u ocho salas, estratégicamente repartidas) y una posible carrera posterior en festivales internacionales. Sabe, sobre todo, lo que se viene diciendo sobre Mundo grúa: que la película podría ser, después de Pizza, birra, faso, el nuevo hito del cine argentino hecho por jóvenes. Como aquel film de Caetano & Stagnaro, Mundo grúa incursiona en una frontera borrosa entre lo ficcional y lo documental, entre cierta aspereza visual y, en este caso, la levedad de una historia que parece ir armándose sobre la marcha, como sin querer. La historia es la del Rulo, un tipo de 50 años, viudo, desempleado y con un hijo y una madre a su cargo, a quien un amigo le consigue trabajo en una grúa. De allí en más, la cámara de Trapero sigue a su protagonista en su búsqueda de empleo y sus torpezas en esa búsqueda, y también en sus relaciones cotidianas, con sus amigos, familia y con la dueña de un kiosco con la que inicia un romance tan tentativo como el resto de sus cosas. El Rulo no es un pobre tipo, se apresura a aclarar Trapero. Es un tipo que necesita trabajo y lo busca. Le irá mejor o peor, pero no es alguien digno de lástima. Al fin y al cabo, hay mucha gente como él. Tampoco quería convertirlo en un representante de nada, un número en una estadística. Es un tipo llamado El Rulo, y le pasa lo que le pasa. Filmada en 16 mm y blanco y negro, ampliada luego a 35 mm y dotada de sonido Dolby, la película de Trapero parecería cumplir al pie de la letra aquel sueño del pibe estudiante de cine: filmar con dos pesos, los fines de semana o fuera de hora, y terminar haciéndose un lugar en la cartelera de estrenos. En realidad, cuando empecé a filmarla no sabía si algún día llegaría a estrenar. Ni siquiera sabía si daba para un largometraje. En el camino fui consiguiendo algunos apoyos: una beca del Fondo Nacional de las Artes primero, y luego un subsidio de la Fundación Hubert Bals, que depende del Festival de Rotterdam. Más adelante, se sumó Lita Stantic, que tiene una larga experiencia como productora. Y finalmente, también el Gobierno de la Ciudad apoyó la película. Lo que me interesaba era mostrar el mundo del trabajo, pero no por una cuestión social sino porque siempre me atrajo esa relación muy fuerte que se establece entre un tipo y una herramienta, un tipo y una máquina. Me fascina el mundo del laburante. Todo empezó, claro, con una grúa, que Trapero contemplaba, fascinado, desde un piso 12 en el barrio de San Telmo. Siempre me gustaron las grúas, sus movimientos, que recuerdan los de un animal gigantesco, y pensaba en el tipo que estaba ahí adentro, allá arriba, durante doce o catorce horas. A partir de ahí se fue armando la historia. El mundo del trabajo manual, en verdad, no es ajeno a Trapero: su padre es dueño de un comercio de repuestos para el automotor, en San Justo, y el realizador aprendió a familiarizarse con tuercas y bulones. Hay algo que en el cine no suele aparecer: el cariño y la dedicación conque la gente de laburo hace su trabajo. Hay una visión de clase media que me parece equivocada, que desvaloriza esa clase de trabajo, para glorificar el trabajo intelectual o el artístico. El realizador ya se había acercado a ese mundo en un corto anterior, Negocios, que terminó ganando el premio al mejor cortometraje en el Festival de Mar del Plata en 1997, y ganó también, poco más tarde, el concurso organizado por el programa de TV El Acomodador. Adelantando también ese registro a dos aguas entre documental y ficción que caracteriza Mundo grúa, el negocio que Trapero mostraba en Negocios no era otro que el negocio de su padre. Este, sus empleados y la mamá del realizador actuaban allí. El otro que aparecía era El Rulo, que en la realidad se llama Luis Margani y trabaja como electricista de automotores. Y a quien todos conocen, claro, como... El Rulo. Junto a Margani, premiado como mejor actor en el Festival Internacional de Cine Independiente, aparecen en la película algunos actores profesionales como Adriana Aizemberg (la señora del quiosco), Daniel Valenzuela (el albañil paraguayo de uno de los episodios de Mala época) y Roly Serrano, uno de los actores más solicitados por los directores de la nueva camada, que hace aquí de un mecánico amigo. En Mundo grúa me propuse que el espectador no supiera si lo que estaba viendo era real o no, si esos tipos eran actores o en realidad trabajan de eso, enuncia Trapero su credo artístico. Traté de borrar la cámara, que nunca se notara su presencia. Si hay algo que no me gusta, es cuando el director se convierte en autor de su película, cuando su trabajo y sus elecciones estéticas están todo el tiempo muy presentes. Lo que yo quería era que el espectador se vinculara con los personajes, no con la puesta en escena de la película ni nada por el estilo.
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