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OPINION
Rule, Britannia
Por Claudio Uriarte

Yugoslavia claramente perdió la guerra en los Balcanes, y la administración Clinton logró por su propia impericia la dudosa hazaña de reintroducir a una Rusia de clanes mafiosos y cada vez más militarizada en el seno de la escena internacional, pero lo que en general se está pasando escandalosamente por alto –mientras por otro lado resulta a todas luces evidente– es que el actor que quedó claramente mejor parado en la contienda es Gran Bretaña, precisamente el jugador más agresivo y belicista de la coalición aliada durante su operación de 78 días, el que mayor cantidad de tropas de pacificación va a aportar ahora –13.000 soldados, contra 8500 de Alemania y 7000 cada uno de EE.UU. y Francia, para citar los más importantes– y aquel contra el cual el contingente ruso en Pristina realizó ayer su primera maniobra de intimidación, al impedir por tres horas el aterrizaje de sus contingentes en el aeropuerto de Pristina, capital de una provincia secesionista para la que parece avecinarse una partición de facto.
Es que, a medida que la vieja geopolítica va reapareciendo, así también lo hacen algunos de sus viejos actores y zonas de influencia, aunque en una versión modernizada. La razón de fondo por la cual nadie en la OTAN está festejando con gran alegría este “triunfo” tan costoso es que deja expuesto el nervio más sensible de la compleja y ya cincuentenaria relación transatlántica entre Estados Unidos y Europa Occidental: si Europa Occidental está dispuesta o no a formar un núcleo propio de fuerzas militares de acción en su propio teatro –y a pagar por él–, o si Estados Unidos seguirá aportando la mayor parte de los fondos y las armas para lo que ya se perfila como una acción donde los grandes trofeos se encuentran en el Este –por más disimulados que se encuentren en la doctrina de los derechos humanos, que también tuvieron su lugar en la “lógica borrosa” de la operación–. En esta dinámica, la relación entre Estados Unidos y sus socios europeos ha salido claramente erosionada: Washington arrastró a sus aliados a una operación incierta de la que sólo pudo salirse gracias a la mediación de Rusia; el prestigio militar de la OTAN fue puesto en duda por lo extenso de la operación y no es nada seguro que Francia y Alemania estén más dispuestas que antes a formar un frente sólido de seguridad –o de ataque–.
Históricamente, la estrategia del poder insular británico ha sido acentuar y explotar en su favor las contradicciones entre sus vecinos -potencialmente amenazantes– del Continente. En este sentido, Tony Blair actuó durante toda la campaña fiel a la norma, reclamando incesantemente un despliegue de tropas terrestres que Washington nunca estuvo dispuesto a solventar políticamente, y contra el cual el flanco sur de la OTAN se hallaba francamente en contra. Adicionalmente, y desde hace un tiempo, viene circulando en Inglaterra la hipótesis de relanzar al núcleo anglosajón del Commonwealth como una fuerza de proyección militar internacional. En el teatro balcánico, la agresiva presencia británica en Kosovo –hoy al mando de un thatcherista duro como el general Michael Jackson– tendría una suerte de “esfera de influencia” o colchón de Estados periféricos y dependientes en Grecia, Albania y Macedonia. En el resto del mundo, no se trataría de un retorno al Imperio Británico del pasado, pero sí el regreso a un mundo más dinámico, más inestable y más susceptible de ser manipulado tácticamente por una variedad de potencias y alianzas.

 

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