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OPINION
Norteamericanos, tan derechos y tan humanos
Por Miguel Bonasso

Ellos me llevaron a Esmor. Esmor es un lugar terrible, donde nos tenían encerrados todo el día. Era muy frío en el invierno y no había calefacción. La nieve y la lluvia se colaban en la celda. Yo me pasaba los días y las noches llorando porque a nadie parecía importarle lo que nos estaba pasando. Los guardias nos trataban como si fuéramos grandes criminales. No había puerta en las duchas; muchas veces, cuando las chicas nos bañábamos, los guardias masculinos se paseaban por las oficinas cercanas y nos espiaban. Un día las guardianas hicieron una requisa. Nos llevaron a un pabellón y comenzaron a revisar una por una todas nuestras pertenencias. Estuvimos largo rato y yo terminé enferma todo el día. Pedí un vaso de agua y una de esas mujeres me agarró de los pelos y empezó a darme patadas en el estómago, en las piernas y en la cabeza. Cuando se cansó de pegarme me encerró durante un día y medio en una celda de castigo.”
El relato corresponde a la refugiada somalí Hawa Abdi Jama, quien en 1994 huyó a Estados Unidos en busca de asilo y se pasó largos meses encarcelada en Nueva Jersey. Su peripecia dista de ser un caso aislado. Según Amnesty International (Amnistía Internacional), “las autoridades norteamericanas suelen violar los derechos humanos de los que piden asilo, por el solo hecho de pedirlo”. La nación que devastó a Yugoslavia para defender, supuestamente, a los albano-kosovares, suele someter a los que buscan refugio en su territorio a condiciones “inhumanas y degradantes”. La mayoría de los que huyen de sus países suelen pasarse meses entre rejas hasta que algún juez determina que tienen derecho al asilo. “Muchos son tratados como criminales” y encarcelados por largos períodos con delincuentes que a diferencia de ellos al menos saben cuánto durará su condena. Otros van a parar a virtuales campos de concentración. Los hijos son separados de los padres; los esposos de las esposas. Como otros presos comunes o políticos de Estados Unidos, suelen ser encerrados en celdas donde no entra la luz del sol y se los somete a prácticas humillantes: “Desnudarse para las periódicas requisas o llevar grilletes, esposas y cadenas”. A menudo deben sufrir formas brutales de discriminación racista y abusos “verbales o físicos” que se agravan en el caso de las mujeres. Muchos desconocen el idioma y no tienen amigos ni familiares en Estados Unidos y las autoridades empeoran su situación al impedirles tomar contacto con sus abogados o con los parientes que llegaron con ellos. “Todos dicen que Norteamérica es el lugar de los derechos humanos. Yo pienso, entonces, que tal vez me equivoqué de país”, declaró a los investigadores de Amnistía uno de esos desdichados que estuvo 14 meses detenido hasta que un tribunal le otorgó el asilo; uno de los principios fundamentales del derecho internacional al que Estados Unidos adhiere.
Pero el extenso informe de Amnistía Internacional, titulado “United States of America. Rights for all (“Derechos para todos”), no se limita al drama de los refugiados. A través de 153 páginas, ilustradas con dramáticas fotografías, pasa revista a distintas violaciones a los derechos humanos que se perpetran en la nación que pretende dictar cátedra a todo el mundo en esa materia. El ilustrativo documento fue publicado en octubre pasado, en Londres, varios meses antes de que cayeran los misiles de la OTAN sobre el pueblo serbio. Pero se actualizó esta semana cuando Amnistía denunció en Nueva York el uso de un cinturón eléctrico, que se coloca a presos y procesados y puede ser accionado a distancia, descargando sobre los riñones del prisionero 50 mil voltios, que lo paralizan, le provocan un dolor insoportable y lo hacen orinarse y defecarse encima. Una novedosa forma de picana que fabrica la Stun Tech y que se trata ahora de exportar a distintos países acusados de practicar habitualmente la tortura, como el socio de la OTAN, Turquía. País con un largo historial de genocidios, que empiezan en este siglo con los armenios y sigue ahora con el pueblo kurdo. A pesar de lo cual recibe abundantes pertrechos militares y policiales de Estados Unidos. “Derechos para todos”, no tuvo mayor eco en la prensa occidental.
Basándose en testimonios de víctimas, familiares, abogados y organizaciones no gubernamentales y tratando de superar la notoria falta de estadísticas oficiales, los investigadores de Amnistía Internacional lograron documentar cientos de casos que ejemplifican pautas crecientemente represivas, dirigidas con particular énfasis hacia las minorías étnicas y sexuales. Que van desde la simple brutalidad policial, que arroja urticantes sprays en la cara de los manifestantes pacifistas, hasta la tortura y el asesinato de prisioneros desarmados, pasando por las condiciones inhumanas de muchas prisiones, tanto públicas como privatizadas. Donde los prisioneros son encadenados y engrillados, sometidos a descargas eléctricas, amarrados de pies y manos a planchas de acero o a sillas donde permanecen con la cabeza baja y no pocas veces se asfixian. Y demasiadas presas deben padecer el abuso sexual de los carceleros. El gatillo fácil de las policías, como la de Nueva York y su proclamada “tolerancia cero”, traen a la memoria del lector argentino las hazañas de la Bonaerense, con sus sumarios “dibujados” y un código de silencio que garantiza la impunidad de centenares de agentes estatales y federales involucrados en razzias, controles callejeros o cacerías de autos sospechosos que culminaron en simples asesinatos. Sin contar esa violación central de los derechos humanos que es la pena de muerte, a la que fueron sometidos 350 prisioneros desde 1980. Entre los que predominaron los negros y los latinos. Y, decididamente, los pobres que no pueden pagarse un buen abogado. En los “pabellones de la muerte” aguardan otros 3300 sentenciados, lo que convierte a Estados Unidos en la nación con más condenados a muerte de la Tierra. Desahuciados entre los que puede haber varios inocentes, como los 75 reos que en las últimas dos décadas lograron demostrar que habían sido mal juzgados, muchas veces por jurados predominantemente blancos y racistas. La aplicación de la pena de muerte, supuestamente “humanizada” por el uso de la inyección letal, que se aplica con agujas esterilizadas y alcohol para evitarle contagios innecesarios al cadáver, es crecientemente apoyada por los políticos norteamericanos, incluyendo varios que se autodenominan liberales, pero no quieren parecer “suaves” (soft) frente a una sociedad histerizada por el tema de la seguridad, que demanda crecientes cuotas de sangre. En 1997 hubo 74 ejecuciones, “el número más alto en cuatro décadas. Solo China, Arabia Saudita e Irán ejecutaron más prisioneros”.
Entre los ejecutados y los que sufren durante años en el pabellón de la muerte hay jóvenes que cometieron un crimen cuando eran menores de 18 años o inimputables con problemas mentales. El ejemplo más interesante de oportunismo político en relación con lo que Amnistía denomina “asesinatos legales” cometidos por el Estado, es el del propio presidente Bill Clinton y lo consigna el Informe: “En 1992, cuando era gobernador de Arkansas y se postulaba para la presidencia, interrumpió su campaña y regresó a Arkansas para rechazar el pedido de clemencia de Ricky Ray Rector, un negro con serias evidencias de retardo mental que estaba condenado a muerte. La comprensión de Ricky sobre su inminente ejecución era tan limitada que rechazó el postre de su última comida y le dijo a los carceleros: ‘déjenlo para después’ “.
Pero tal vez lo más importante del Informe, sea la demostración de que Estados Unidos, que se permitió invadir Panamá para capturar y juzgar al general Manuel Noriega y mantenerlo preso hasta el presente, impida en su territorio las inspecciones de los organismos internacionales (incluyendo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos); se niegue a firmar o ratificar convenios mundiales que preservan las garantías más elementales y haya desconocido la jurisdicción del Tribunal Internacional de La Haya cuando Washington fue denunciado por el gobierno sandinista por colocar minas en los puertos nicaragüenses en los ochenta y por las autoridades mexicanas, cuando personas a sueldo de la DEA secuestraron y trasladaron clandestinamente a un médico policial mexicano, acusado de haber intervenido en el asesinato de un miembro de esa agencia. Ese mismo tribunal de La Haya al que días atrás reconocieron como válido cuando una de sus fiscales acusó como genocida al presidente yugoslavo Slobodan Milosevic. Amnistía Internacional condena ese “doble discurso” que propicia o niega la competencia de la justicia internacional, de acuerdo con los protagonistas y las circunstancias en juego. Y sospecha que esconde bajo un ropaje humanitario esa vieja prepotencia del más fuerte que expuso sin eufemismos alguien tan sincero como puede serlo el senador Jesse Helms, un conservador de toda la vida, que nunca fue pacifista como Clinton: “Hay una terrible intromisión de las Naciones Unidas... Hay una sola Corte que cuenta aquí y ésa es la Suprema Corte de Estados Unidos. Hay solo una ley que debe aplicarse y ésa es la Constitución de Estados Unidos”.

 

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