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OPINION
Europa nace en Pristina
Por André Glucksmann *

Cuando las tragedias terminan, comienzan las comedias.
El 24 de marzo comenzamos los bombardeos. Algunos festejarán, pero fue demasiado tarde y demasiado débil. Hace diez años que Milosevic pasea su ejército y devasta Yugoslavia. Hacía falta frenarlo desde la primera ciudad mártir, Vukovar. Nuestro retraso fue pagado con 200.000 bosnios muertos. Nuestra subestimación del salvajismo sigue siendo sorprendente y testimonia la estupefacción universal suscitada por la deportación masiva de kosovares. Mis reservas sobre la acción militar de la OTAN son entonces exactamente inversas de aquellas que manifiestan los pro-serbios, los pacifistas incondicionales y los nostálgicos del Muro de Berlín.
Yo recorrí Croacia en el otoño de 1991. Estuve en Dubrovnik cuando la artillería serbia apuntaba a los hoteles atestados de refugiados y a los monasterios franciscanos del siglo XV. Estuve en Osijek bajo el fuego de los “órganos de Stalin” yugoslavos. Los fantasmas de Vukovar se estremecían de horror. Ya había visto los hospitales destripados a fuerza de cañón y los lugares de culto y de cultura –iglesias, teatros– meticulosamente destruidos. Luego, meses más tarde, tropecé con las cenizas de los miles y miles de volúmenes de la Biblioteca Nacional de Sarajevo y ya no me sorprendía: la purificación étnica opera sobre el cuerpo y las almas; se mata a la gente por la simple razón de que no son serbios; se ataca a los símbolos, a la memoria, a las esperanzas. Allí, los que no han perdido la vida pierden toda razón de vivir. Este es el primer mandato de los comandos de depuradores étnicos que practican, repetitivamente y en nombre de la “Gran Serbia”, una espantosa guerra racial.
Había que detener esta explosión de crueldad por todos los medios posibles, incluso los militares. Hemos reclamado públicamente la intervención de Europa: que los jefes de Estado, entonces reunidos en Maastricht, rompieran el tratado firmado en Dubrovnik y proclamaran la prohibición, en nuestro continente, de los saqueos de ciudades y las masacres de inocentes. En vano: Mitterrand y Major eran partidarios de los serbios y Bush esperaba que el fuego de apagase solo. Durante los años siguientes, la indiferencia de las elites gobernantes fue general: sólo raros reportes de periodistas, médicos e intelectuales minoritarios, estigmatizados como “mediáticos”, alertaban a la opinión pública. Primera lección reconfortante; en el silencio y la ceguera de los Grandes, los llantos de los humillados y ofendidos hicieron sonar la alarma. ¿Para quién sonó, si no, Sarajevo?
Guerra en Croacia, guerra en Bosnia, una serie de muertes que terminan en Srebenica (verano de 1995), donde el general Mladic seleccionó a la vista de todo el mundo los futuros cadáveres. ¿Cuánto se contempló antes de que nuestros líderes usen su fuerza? Mientras el gran público se impacientaba, los príncipes europeos dormían. Segunda lección: frente a estos flagrantes delitos contra la humanidad, se puede contar más con los teleespectadores que con los notables. En estos días, la “conciencia universal” no se manifiesta a la superficie si no pasó antes por los medios.
Los europeos no creyeron lo que veían sus propios ojos. No han visto una miseria similar sobre su tierra desde la desaparición de Stalin. La guerra lanzada por Belgrado es banal en otros continentes. Europa se ha olvidado de todo lo que pasó: violaciones, robos, hogueras, deportaciones, con las mujeres y los niños primero. En el palmarés de diez años de Milosevic, nada más que villas y ciudades sitiadas, despobladas y arrasadas. De Vukovar a Pristina, tanto más de nombres y de espectros. Utilizar a la gente como blancos para snipers, rehenes para subastas diplomáticas, escudos humanos para maniobras estratégicas, proyectiles en forma de cientos de miles de expulsados para atacar a sus vecinos: esto se llama una guerra contra los civiles. Anticipa, tapizada de terrorismo religioso y político-étnico, la peste que amenaza con devastar al siglo XXI. Derrota anunciada de la mafia belgradense: con la ayuda irreemplazable, desde hace tiempo, de Estados Unidos, Europa al fin resuelve la doble cuestión de por qué y cómo:

–Un problema de derecho: ¿en nombre de quién? En nombre de la urgencia frente a un horror flagrante. Sin esperar una autorización de la ONU. Hay que estar loco para hacerse el delicado. Oficialmente, en Yugoslavia se violó la “soberanía” de una nación reconocida; oficiosamente, el universo fue socorrido. Al contrario, cuando la ONU dejó que se cometiera el genocidio de los Tutsis (1994), respetó la soberanía de la Ruanda hutu, pero se convierte en cómplice de un crimen imprescriptible (consideró suficiente 5000 soldados internacionales para salvar a un millón de víctimas). Sólo Clinton pidió perdón. En caso de extrema inhumanidad es culpable aquel que deja hacer y es justificado aquel que barre el infierno. La intervención de la OTAN es legítima, por la única razón de que había que actuar y que nadie podía hacerlo en su lugar.

–Un problema de hecho: ¿cómo? Por más que una operación militar sea justa en su objetivo, si por los medios puestos en marcha provoca un mal más grande que aquel que está combatiendo, es ilegítima. Frente a un ejército emboscado en un pueblo activamente cómplice (Serbia) o enrolado a la fuerza como escudo-rehén (Kosovo), había que inventar una estrategia antifuerza que golpee el esqueleto militar y proteja al máximo a los habitantes. De allí la inaudita novedad de los bombardeos actuales, cuya precisión, errores comprendidos, no tiene nada de estrictamente diferente de las bombas de la Segunda Guerra Mundial o de Vietnam.
Nuestro derecho de injerencia no es más que un derecho de contrainjerencia. Es Milosevic quien ha trasgredido las fronteras. Es Milosevic que ha reducido los civiles a merced. Es la barbarie racista que convirtió en necesaria una contra-guerra humanitaria. En el fin de un siglo pleno de experiencias terribles, los Estados democráticos se juntan, esta vez, para limpiar a los limpiadores. Europa nacerá en la Pristina libre.
* Filósofo francés. Publicado en Libération.

 

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