Cuando, con Javier Olivera, escribimos el guión de El visitante,
planteamos una escena decisiva: el protagonista, Pedro, ex combatiente de Malvinas (que lo
hacía con hondura Julio Chávez), iba a un programa radial de ex combatientes. Aquí,
quienes conducían el programa hablaban de la guerra como guerra justa o
guerra de soberanía (increíblemente o con decidida mala fe algunos
interpretaron el lenguaje de estos personajes como la posición de la película) en tanto
Pedro sólo podía recordar la muerte de un querido amigo y sólo podía sentir la culpa
atroz de no haber podido salvarlo. En el final, Pedro comprende que no tiene salida, que
la locura que lo ha perseguido durante años retorna, que no puede rehacer su vida y se
suicida. Cosa que no vemos (el suicidio), pero está indicada por la reaparición del
cortaplumas de su amigo muerto y por el cartel final del film que informa que, hasta la
fecha, se han suicidado más de 240 ex combatientes de Malvinas.
La guerra de Malvinas fue la instrumentación que los militares de la dictadura hicieron
de una causa justa para sostenerse en el poder. Quienes murieron en esa guerra no murieron
por la causa justa, murieron como parte del plan de una junta macabra. Esto no quita honor
ni jerarquía al padecimiento de los caídos, pero les quita gloria. Cosa que los vuelve
más entrañables, más queribles para muchos de nosotros, que no sólo abominamos de la
guerra sino, muy especialmente, de la junta genocida que la impulsó. Malvinas, para
Galtieri y los suyos, fue el intento de borrar las atrocidades de la guerra sucia con los
laureles triunfales de una guerra limpia. La guerra limpia se transformó en otra guerra
sucia. Ante todo porque al frente de la guerra limpia estuvieron quienes habían hecho la
sucia. Al frente de niños que apenas sabían manejar un fusil se puso a criminales como
Alfredo Astiz, que se rindió (con sus temibles lagartos, quienes
supuestamente eran tan temibles que barrerían a los ingleses) sin batallar, cobardemente.
Se castigó a los chicos de la guerra, se los dejó morir, ser masacrados por los
profesionales soldados británicos.
Luego, ellos volvieron. Fue un regreso sin gloria. Los años pasaron y algunos intentan
reivindicar una guerra que tuvo el fin pérfido de afianzar un régimen de crueldad y
atrocidades sin nombre. Otros asumen la verdad y eligen un camino extremo, que puede y
debe ser evitado: el del suicidio. La dura verdad que hay que sobrellevar es la de este
país, es la que todos compartimos: no hay gloria en la que podamos ampararnos. Los
militantes de los años setenta (los que han quedado vivos y cobijan el recuerdo de los
que no están, de los que han desaparecido) sobrellevan como pueden la burla de sus
sueños en las conductas desdeñables de quienes fueron sus conductores. Es tan doloroso
admitir que se fue parte de los proyectos de Galimberti o Firmenich como admitir que se
fue parte de los proyectos de Galtieri. Y esto no es los dos demonios. Porque hay una gran
diferencia: la izquierda peronista (que aceptó esa conducción aberrante) es el deterioro
de un proyecto de justicia social, comunitario y generoso; Malvinas no es el deterioro de
nada, es un proyecto que nació perverso y terminó perverso. Pero en el final sus
protagonistas están igualmente desolados: no hay gloria. Quienes lucharon en España por
la República podrán contar hasta el último de sus días la gesta que los incluyó,
igual los militantes antinazis, los resistentes italianos o franceses, los combatientes de
la Cuba revolucionaria o los que estuvieron junto con Salvador Allende. No tenemos esa
suerte. Nuestros sueños fueron embarrados por símbolos infames como Galimberti en Punta
del Este, casándose en medio del esplendor hueco de los Born o nacieron embarrados por la
verborragia etílica de Fortunato en el balcón de la Rosada: Les presentaremos
batalla. Quienes presentaron batalla fueron soldados niños o casi niños, que luego
tuvieron que vivir sin tener detrás una gloria que merecían, pero que la historia y la
verdad les negaba.
Les espera otra gloria: la de aprender a vivir sin gloria. La de saber que la gloria
cuando se la espera de la guerra no suele venir, ya que aquello que la guerra
entrega es el horror y la muerte. La gloria de saber que los queremos, no porque hayan
peleado una guerra justa, sino porque fueron víctimas, como muchos otros,
como muchos honestos militantes de la izquierda de los setenta, que terminaron por ser
llamados perejiles; la gloria de saber que los llevamos en nuestro corazón
porque son argentinos, porque son parte de un país con más muertos y víctimas que
gloria. Y al compartir ese destino y desentrañar sus causas para no repetirlo
estamos junto a ellos, hoy, que se los recuerda.
REP
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