Ya había estado viendo, en la TV, panqueques de todo tipo dando
vueltas y vueltas. Después, al salir de casa, me invade un perfume a manteca derretida,
esencia de vainilla y mermeladas tibias, y advierto en muchas ventanas y balcones el
donoso espectáculo de ciudadanas y ciudadanos manipulando sartenes y lanzando y haciendo
girar panqueques en el aire con mucho donaire. Es evidente que se ha desatado una fiebre
panquequera.
Cuando llego al bar descubro que ni siquiera el Gallego escapó a la influencia de la
moda. Nos anuncia que acaba de inaugurar un nuevo postre, una línea completísima de
panqueques, con dulces de lo que uno quiera: higo, guayaba, quinoto, rosa mosqueta, dulce
de leche, casis, mamón, y la lista es larga. Instaló una hornalla sobre el mostrador y
se prepara para hacernos una demostración. Está en los aprontes, todavía no es ducho en
el revoleo, pero todo se aprende.
Presten atención y verán con qué elegancia lo hago dar vueltas en el aire. Un, dos,
tres.
El panqueque sube derecho y se pega al cielorraso. Todos los parroquianos nos quedamos
mirando para arriba. Parecería que el panqueque se fuera despegando despacito, aunque no
es seguro. El Gallego espera con la sartén lista para recibirlo.
¿Cuánto calcula que tardará en volver a tierra? pregunta un parroquiano mientras
controla el reloj.
El panqueque no regresa. El Gallego acaba de ponerse triste. Ahora todos quieren probar.
Es un fracaso tras otro. Los panqueques suben y caen hechos unos masacotes como si los
bajasen a hondazos. El único que tomó forma fue el de Cacho, pero cayó de canto, saltó
de la sartén y rodó a lo largo del mostrador ante la mirada atónita de los
parroquianos.
No estoy inspirado es la excusa de todos.
El enchalecado que a veces nos visita da un paso adelante.
Permítame, señor Gallego.
Se quita el saco, lo deja sobre una silla, empuña la sartén y con un gesto invita al
Gallego a que le escancie una porción de masa. El Gallego toma el cucharón y escancia.
El enchalecado remueve la sartén hasta que el fondo se cubre con una capa uniforme.
Después, con un certero golpe de muñeca, dispara. Aprovecha al máximo el espacio libre
entre la sartén y el cielorraso y logra una cantidad de vueltas del panqueque que
seguramente es un record nacional. Algunos parroquianos calculamos dieciséis vueltas,
otros diecisiete y otros dieciocho. Se podrá decir lo que se quiera del enchalecado, pero
nadie se atrevería a negar que estamos ante una soberbia exhibición de panquequerismo.
Muchachos nos explica, acá hay teoría y hay praxis. Teoría porque soy un entusiasta
lector de la Fisiología del gusto de BrillatSavarín. Y praxis porque durante años he
seguido las enseñanzas de mi gran maestro Antonio el Toto Valdivieso, sindicalista,
político de raza y virtuoso sin igual en el arte panquequeril. El Toto era increíble.
Lugar adonde iba, llevaba su panquequera y el bols con la mezcla preparada. Toda ocasión
era buena para revolear media docena de panqueques y deslumbrar a la concurrencia. Había
tal comunión entre él y los panqueques que se había transformado en una sola cosa.
Disculpe, pero no logramos entender cómo una persona y un panqueque se pueden convertir
en una sola cosa decimos todos. Simbiosis dice el enchalecado. En el Toto llegaba a tal
extremo que en algunas oportunidades lo he visto con mis propios ojos eliminar la masa y
picar él mismo sobre la panquequera y salir disparado en inacabables saltos mortales y
dar vueltas y vueltas por el aire para caer finalmente en una posición absolutamente
imprevisible para sus adversarios y para los que hasta ahí compartíamos sus ideas
políticas.
Epa decimos todos.
Cuando menciono al Toto dice el enchalecado no puedo controlar mi emoción. Así que
quiero dedicarle la demostración que acaban de presenciar y los invito a que levanten sus
copas. El maestro dejó muchos seguidores e imitadores y me produce una inmensa felicidad
advertir la nueva camada de apóstoles que en estos días, una vez más, renuevan con
entusiasmo el espíritu de comunión entre el hombre y el panqueque.
REP
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