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Por Hilda Cabrera Los miembros de la familia Tyrone integran las filas de los derrotados. Uno es espejo del otro, y todos se sienten desgraciados. Se rechazan, pero lo disimulan. Con fama de avaro, el padre es un hombre vencido, un alcohólico que todavía se atreve a brindar por la salud y la felicidad de todos en un catártico día de 1912. Integrada por una pareja y dos hijos, la familia comparte una jornada en su casa de verano, convertida en espacio propicio para un ritual de disolución. Surgen reproches y culpas, primero solapada, después abiertamente. Los agravios arrasan con los gestos de comprensión. La ya inocultable enfermedad de Edmund, el hijo que sufre de tuberculosis, la necesidad de su urgente internación y el desvarío de la madre, estragada por la adicción a la morfina y el sentimiento de culpa por la muerte de otro hijo, acompasan el ritmo doméstico de esta obra de madurez de Eugene ONeill. Nacido en Nueva York en 1888, ONeill es uno de los pilares del teatro psicológico de su país, consolidado en la década del 30 en forma paralela al realismo político social. Su obra Bound East for Cardiff, de 1916, es en este sentido un hito. ONeill utiliza en ella un lenguaje transparente (el de los marineros) para referirse a algo tan complejo como el sentimiento de culpa. En aquella pieza un marinero a punto de morir es asistido por otro, que asume el papel de un analista. De esta obra deriva en parte aquello que jocosamente comentan los críticos europeos respecto del teatro moderno estadounidense. Según ellos, el cincuenta por ciento de ese teatro no es más que un largo psicoanálisis, hecho por aficionados. Aun cuando Largo viaje... escrita en 1940 y estrenada en 1956, tres años después de la muerte de ONeill en Boston sea un trabajo más elaborado que aquella obra presentada en 1916 por el grupo Provincetown Players, persiste en ésta el mismo buceo no literario por el subconsciente. La introspección es rudimentaria: importan los gestos y las exclamaciones, los silencios reflexivos y los símbolos. Esta obra no se aviene con lo espectacular. Su carácter es el de las piezas de cámara, y en este caso el de las escenografías austeras, como la elegida para esta puesta en el Maipo. A cargo del montaje, Miguel Cavia (el director de El vestidor) es parcialmente fiel a ese despojamiento. Esta familia incapaz de restañar las heridas del pasado luce demasiado prolija, aun cuando por exigencias de la acción alguno aparezca con el moño o la corbata por el piso. Es demasiado ostensible el énfasis puesto en la vestimenta. Así, mientras el traje del padre parece diseñado para mostrarlo como arquetipo del hombre avaro y desprolijo, el vestido de la madre (Mary) choca, por su refinamiento, con el complejo y retorcido temperamento del personaje que por su adicción suele extraviarse en alucinados monólogos. Tanto el director como los intérpretes sostienen parte de sus respectivos trabajos elaborando lo más delgado de la trama, y es allí donde aciertan. No seapartan del culto al estallido que profesó el autor de entre otras obras El deseo bajo los olmos, El luto le sienta a Electra y ¡Ah, Soledad!. Escritor de vida aventurera, fue también marino (como tal recaló en 1910 en Buenos Aires) y cronista de los barrios marginales neoyorquinos. Hijo de un actor de éxito que representaba siempre una misma obra (el James Tyrone de Largo día... es una proyección de su propio padre, como Mary lo es de su madre), retrata a personajes sin futuro aparente. Mary se reconoce a sí misma mentirosa y drogadicta, y en los momentos de estallido manifiesta su locura, como si ésta fuera la culminación de una gran venganza. Su figura adquiere entonces consistencia trágica. Cualidad que el director subraya, llevando a este personaje a un primer plano respecto del vencido padre que compone Alfredo Alcón; del hijo alcohólico y frustrado (Oscar Ferrigno), y de Edmund, el hijo tuberculoso (alter ego de ONeill, quien padeció esta enfermedad), a cargo de Fernán Mirás. Personajes a los que se suma el de la criada Cathleen (Mirta Wons) y que convencen a medias. El gusto por la interpretación crispada (no siempre necesaria, a pesar de que la comunicación más sincera en esta familia se da sólo en los estallidos) y la tendencia a otorgarles carácter de estrellas a los protagonistas esquematiza la puesta. La obra, traducida y aligerada por Cristina Piña, gana profundidad, llegando incluso a estremecer, cuando Alcón y Aleandro abandonan la grandilocuencia para elaborar sus papeles con minuciosidad.
ISABEL SIN CORONA,
CON ELENA TASISTO
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