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Sólo las víctimas vuelven a la escena del crimen

Todos los días se abren tumbas de los NN  en Kosovo. Los albaneses esperan a los  forenses con las pruebas de la masacre.

Un periodista mira los restos de cadáveres quemados en Paklak.
Al menos 52 albanokosovares fueron masacrados en esta habitación.

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The Guardian de Gran Bretaña
Por Julian Borger Desde Mali Ribar, Kosovo

t.gif (862 bytes) Las tumbas estaban alineadas a lo largo de un alambre de púa. En las fotos que había sacado el satélite aparecían como puntitos en un campo. Vistas de cerca, en Kosovo, eran una franja de tierra fresca y recién revuelta, como un experimento agrícola abortado. Había decenas de palitos de madera clavados en el suelo, algunos con los nombres de las víctimas, la mayoría sin el nombre, pero toda esa fosa común era el testimonio de un único día de sangre y brutalidad de los paramilitares serbios. Había sido el 18 de abril: el turno de Mali Ribar en la máquina de matar.
Ayer, a menos de 100 metros del montículo de tierra revuelta, pasaba un auto de militares británicos. Los niños de Mali Ribar hacían V de la victoria dignas de Winston Churchill, y cantaban “OTAN, OTAN”. Un muchacho corría enarbolando la camiseta de un club inglés de fútbol como la bandera de la victoria.
Los soldados británicos sonreían, sentados sobre sus Warriors. Pero el carácter festivo que todavía duraba sólo servía para profundizar el silencio alrededor de las tumbas. Por todo tipo de razones –buenas, malas, lógicas y no tanto– estos soldados bronceados por el sol y sonrientes habían llegado demasiado tarde para Mali Ribar y decenas de otros pueblos cuyas tumbas y huesos van a darnos ahora el vocabulario para entender qué pasó exactamente en Kosovo durante los meses oscuros del aislamiento.
El día de “limpieza” de Mali Ribar llegó cuando un destacamento irregular de serbios llegó a la ciudad temprano por la mañana. Algo que ya se convirtió en una escena familiar en los Balcanes. La mayoría de los habitantes sobrevivió porque estaban listos para huir a los campos apenas se oyeran los primeros disparos. Pero la familia Vishesella no tuvo tiempo.
Animada por la ola de optimismo que acompañó para los albanokosovares la llegada de la OTAN, Shemsije Vishesella decidió volver a su casa. “No puedo soportarlo. No hay nada más duro que le pueda pasar a una mujer”, dijo. Entró. Miraba los objetos, negros y extraños, pero ella los veía como vívidos y coloridos, como cuando todavía reflejaban el calor de vidas humanas. Después de un momento en medio de su casa, que los serbios habían incendiado, empezó a hablar, compulsivamente, a pesar de la herida de bala en la mejilla que todavía no había cicatrizado. Empezó a revivir sus acciones, movimiento por movimiento, como un sonámbulo charlatán, un sobreviviente vuelto a la escena del crimen.
“Los serbios llegaron a las siete de la mañana. Estábamos todos despiertos y sentados en ese sofá”, recordó, mientras señalaba los restos destrozados de lo que alguna vez había sido un viejo sillón. “Mi esposo dijo que habían llegado, pero que no nos preocupáramos, que todo iba a salir bien.”
“Entraron y pidieron dinero. Les dimos lo que teníamos pero no era suficiente y nos dijeron que saliéramos”, explicó. “Cuando salí habían hecho que mi segundo hijo, Ismet, de 14 años, se acostara boca abajo en el piso, aquí”, dijo mientras pasaba la mano por el suelo de su casa incendiada y señalaba el lugar donde había estado la cabeza de su hijo.
Afuera, en el modesto patio de la familia, señaló hacia una superficie con césped. “Mi otro hijo estaba aquí, y mi marido también; sus cabezas se tocaban.” A ella y a su hija Besa les habían dicho que se apartaran fuera del jardín. Cuando lo hicieron, oyeron los disparos inevitables.
“Corrimos y nos escondimos. Pero como volví a ver si mi marido y mis hijos podrían levantarse, me dispararon en la cara.” La bala le dejó un agujero en forma de V en la mejilla. La dejó temporariamente ciega y su hija Besa tuvo que ocuparse de guiarla en la huida. En todo Mali Ribar,los lentos, los enfermos y los desafortunados fueron asesinados por los serbios, incluyendo un total de 10 miembros del clan Vishesella, desde una niña de siete años, Dafina, a su abuelo de 73, Hadjar, que le había insistido en que huyera y se pusiera a salvo.
Los sobrevivientes corrieron a las montañas y se escondieron allí por más de una semana. Los cuerpos de los muertos estuvieron al aire libre por cuatro días antes de que la policía local obligara a los gitanos de Mali Ribar a que se ocuparan de enterrarlos.
Antes del entierro, el grupo anónimo de asesinos uniformados se había movido a Hallaq, tres kilómetros al este. Ahí, aparentemente, estuvieron más organizados. Llegaron a la aldea sin avisar, separaron a medio centenar de hombres de sus familias, los alinearon contra la pared de un depósito, y les pidieron dinero a punta de pistola. A los que no podían pagar los mataban. Los agujeros de bala se ven bien en la pared de ladrillo, como las nuevas tumbas en el cementerio de la aldea.
En Hallaq había casas quemadas con las ventanas arrancadas como ojos negros. Dentro de una de ellas, Hafize Gashi, una joven de 19 años, había conservado la escena del crimen de manera exacta, como para un forense. En un cuarto, donde su tío y su prima habían sido asesinados y después quemados, estaban los restos chamuscados de los colchones en los que habían dormido su última noche, una televisión derretida a medias, los restos fundidos de un anticuado reloj de bolsillo, y –envueltos en una tela ennegrecida– un trozo grueso de hueso, que Hafize creía que era de su tío, y que parecía un pie.
Ella guarda el sitio intacto, para que puedan estudiarlo los investigadores de los crímenes de guerra, que están llegando con la OTAN. Sin duda, examinarán los recuerdos familiares de Hafize. Pero ése será un paso muy pequeño hacia la Justicia.

 

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