The Guardian de Gran Bretaña
Por Julian Borger Desde Mali Ribar, Kosovo Las tumbas estaban alineadas a
lo largo de un alambre de púa. En las fotos que había sacado el satélite aparecían
como puntitos en un campo. Vistas de cerca, en Kosovo, eran una franja de tierra fresca y
recién revuelta, como un experimento agrícola abortado. Había decenas de palitos de
madera clavados en el suelo, algunos con los nombres de las víctimas, la mayoría sin el
nombre, pero toda esa fosa común era el testimonio de un único día de sangre y
brutalidad de los paramilitares serbios. Había sido el 18 de abril: el turno de Mali
Ribar en la máquina de matar.
Ayer, a menos de 100 metros del montículo de tierra revuelta, pasaba un auto de militares
británicos. Los niños de Mali Ribar hacían V de la victoria dignas de Winston
Churchill, y cantaban OTAN, OTAN. Un muchacho corría enarbolando la camiseta
de un club inglés de fútbol como la bandera de la victoria.
Los soldados británicos sonreían, sentados sobre sus Warriors. Pero el carácter festivo
que todavía duraba sólo servía para profundizar el silencio alrededor de las tumbas.
Por todo tipo de razones buenas, malas, lógicas y no tanto estos soldados
bronceados por el sol y sonrientes habían llegado demasiado tarde para Mali Ribar y
decenas de otros pueblos cuyas tumbas y huesos van a darnos ahora el vocabulario para
entender qué pasó exactamente en Kosovo durante los meses oscuros del aislamiento.
El día de limpieza de Mali Ribar llegó cuando un destacamento irregular de
serbios llegó a la ciudad temprano por la mañana. Algo que ya se convirtió en una
escena familiar en los Balcanes. La mayoría de los habitantes sobrevivió porque estaban
listos para huir a los campos apenas se oyeran los primeros disparos. Pero la familia
Vishesella no tuvo tiempo.
Animada por la ola de optimismo que acompañó para los albanokosovares la llegada de la
OTAN, Shemsije Vishesella decidió volver a su casa. No puedo soportarlo. No hay
nada más duro que le pueda pasar a una mujer, dijo. Entró. Miraba los objetos,
negros y extraños, pero ella los veía como vívidos y coloridos, como cuando todavía
reflejaban el calor de vidas humanas. Después de un momento en medio de su casa, que los
serbios habían incendiado, empezó a hablar, compulsivamente, a pesar de la herida de
bala en la mejilla que todavía no había cicatrizado. Empezó a revivir sus acciones,
movimiento por movimiento, como un sonámbulo charlatán, un sobreviviente vuelto a la
escena del crimen.
Los serbios llegaron a las siete de la mañana. Estábamos todos despiertos y
sentados en ese sofá, recordó, mientras señalaba los restos destrozados de lo que
alguna vez había sido un viejo sillón. Mi esposo dijo que habían llegado, pero
que no nos preocupáramos, que todo iba a salir bien.
Entraron y pidieron dinero. Les dimos lo que teníamos pero no era suficiente y nos
dijeron que saliéramos, explicó. Cuando salí habían hecho que mi segundo
hijo, Ismet, de 14 años, se acostara boca abajo en el piso, aquí, dijo mientras
pasaba la mano por el suelo de su casa incendiada y señalaba el lugar donde había estado
la cabeza de su hijo.
Afuera, en el modesto patio de la familia, señaló hacia una superficie con césped.
Mi otro hijo estaba aquí, y mi marido también; sus cabezas se tocaban. A
ella y a su hija Besa les habían dicho que se apartaran fuera del jardín. Cuando lo
hicieron, oyeron los disparos inevitables.
Corrimos y nos escondimos. Pero como volví a ver si mi marido y mis hijos podrían
levantarse, me dispararon en la cara. La bala le dejó un agujero en forma de V en
la mejilla. La dejó temporariamente ciega y su hija Besa tuvo que ocuparse de guiarla en
la huida. En todo Mali Ribar,los lentos, los enfermos y los desafortunados fueron
asesinados por los serbios, incluyendo un total de 10 miembros del clan Vishesella, desde
una niña de siete años, Dafina, a su abuelo de 73, Hadjar, que le había insistido en
que huyera y se pusiera a salvo.
Los sobrevivientes corrieron a las montañas y se escondieron allí por más de una
semana. Los cuerpos de los muertos estuvieron al aire libre por cuatro días antes de que
la policía local obligara a los gitanos de Mali Ribar a que se ocuparan de enterrarlos.
Antes del entierro, el grupo anónimo de asesinos uniformados se había movido a Hallaq,
tres kilómetros al este. Ahí, aparentemente, estuvieron más organizados. Llegaron a la
aldea sin avisar, separaron a medio centenar de hombres de sus familias, los alinearon
contra la pared de un depósito, y les pidieron dinero a punta de pistola. A los que no
podían pagar los mataban. Los agujeros de bala se ven bien en la pared de ladrillo, como
las nuevas tumbas en el cementerio de la aldea.
En Hallaq había casas quemadas con las ventanas arrancadas como ojos negros. Dentro de
una de ellas, Hafize Gashi, una joven de 19 años, había conservado la escena del crimen
de manera exacta, como para un forense. En un cuarto, donde su tío y su prima habían
sido asesinados y después quemados, estaban los restos chamuscados de los colchones en
los que habían dormido su última noche, una televisión derretida a medias, los restos
fundidos de un anticuado reloj de bolsillo, y envueltos en una tela
ennegrecida un trozo grueso de hueso, que Hafize creía que era de su tío, y que
parecía un pie.
Ella guarda el sitio intacto, para que puedan estudiarlo los investigadores de los
crímenes de guerra, que están llegando con la OTAN. Sin duda, examinarán los recuerdos
familiares de Hafize. Pero ése será un paso muy pequeño hacia la Justicia.
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