Competividad trucha Por Julio Nudler |
La competitividad está de moda. Es la discusión del momento. La Argentina no es competitiva es, quizá, la expresión más reiterada por los economistas, a partir de la cual unos proponen bajar los salarios, otros endurecer el ajuste y algunos devaluar. En medio de este coro llegó a las librerías la traducción castellana de una obra del estadounidense Paul Krugman, célebre gurú si los hay, llamada Internacionalismo pop y cuya edición original data de 1996. Este polémico economista del MIT (Massachusetts Institute of Technology) afirmaba ya entonces que la retórica de la competitividad había penetrado entre los líderes de opinión en todo el mundo. Bill Clinton, por ejemplo, aseguraba que cada nación es como una gran compañía compitiendo en el mercado global. Según esa visión, Estados Unidos y Japón son competidores en el mismo sentido en que Coca-Cola compite con Pepsi, o Brahma con Quilmes si el ejemplo se trasladara a Brasil y Argentina. Así, el siglo XXI se presenta como una carrera entre potencias mundiales o regionales por el predominio. Pero todo puede estar basado en una simple analogía engañosa. Cuando decimos que una corporación no es competitiva razona Krugman-, queremos decir que su posición en el mercado es insostenible, y que, a menos que mejore su comportamiento, dejará de existir. Los países, por otro lado, no pueden salirse del negocio... Lo cierto es que pueden fundirse (la Argentina lo probó en 1989), pero no por eso desaparecen. Como Racing, siguen mal o bien en el campeonato. En cambio, grandes empresas pueden sí evaporarse: PanAm, United Press, Grafa, Aurora y muchísimas más, mundiales y argentinas, se volatilizaron. Aun aplicando por un momento el concepto de competitividad a los países, ¿cómo medirla? Podría tomarse como parámetro el saldo comercial. En palabras de Krugman, la habilidad que tiene un país para vender en el extranjero más de lo que compra. Sin embargo, es cierto como él apunta- que el superávit comercial puede ser una señal de debilidad nacional, y un déficit, una señal de fortaleza. Sin ir más lejos, Estados Unidos está incurriendo ahora mismo en un déficit anualizado de 218.100 millones de dólares. Pero es aún más interesante citar el ejemplo que menciona Krugman a propósito de este asunto. México recuerda fue obligado a tener un enorme superávit comercial durante los años ochenta con el fin de pagar los intereses de su deuda externa, ya que los inversores internacionales se negaron a prestarle más dinero. México comenzó a tener grandes déficit comerciales después de 1990, en la medida en que los inversores extranjeros recuperaron la confianza y comenzaron a invertir nuevos fondos. ¿Alguien describiría a México se pregunta Krugman como una nación altamente competitiva durante la crisis de la deuda, o describiría lo que ha sucedido desde 1990 como una pérdida de competitividad? Tanto la descripción como el interrogante pueden aplicarse casi del mismo modo a la Argentina. Una definición después más popular identificó la competitividad de una nación como su capacidad de producir bienes y servicios que pasen la prueba de la competencia internacional, mientras sus ciudadanos disfrutan de un nivel de vida cada vez más alto. Pero esto último, en el caso de una economía relativamente cerrada, autosuficiente, con escaso comercio internacional, dependerá primordialmente de factores internos, y entre éstos particularmente el crecimiento de la productividad. No tendrá importancia, a todo esto, si la productividad crece más o menos que en otros países. Ahora bien: cuando ese país aumenta la apertura de su economía, puede encontrarse con que, a pesar del incremento de su productividad, para exportar más necesita devaluar repetidamente su moneda para abaratar sus productos. En ese caso, el nivel de vida de sus ciudadanos irá cayendo por el encarecimiento de las importaciones, cada vez más significativas en sucanasta de consumo. Pero Krugman prefiere no seguir avanzando por este camino. Para él, a pesar de que el comercio mundial es más grande que nunca, los standards de vida nacionales están determinados abrumadoramente por factores internos, y no por la competencia por los mercados mundiales. Si esto parece incomprensible en nuestro mundo interdependiente es, en realidad, porque al fin de cuentas el mundo no es tan interdependiente como se piensa. Una vez más: Los países no se parecen en nada a las empresas. Es obvio que Krugman tiene un punto de vista muy norteamericano, pero que, para el caso, se aplica bastante bien a la Argentina. Aún hoy afirma, las exportaciones de los Estados Unidos constituyen sólo el 10% del valor agregado (Producto Nacional Bruto) de la economía. Es decir que Estados Unidos es una economía que en un 90% produce bienes y servicios para su propio uso. Por el contrario contrasta, aun la más grande de las corporaciones no le vende casi nada de su producción a sus propios trabajadores. Las exportaciones de General Motors es decir, sus ventas a personas que no trabajan allí constituyen prácticamente la totalidad de sus ventas. Con esta lógica (que, dicho sea de paso, no considera la interdependencia financiera del mundo), la conclusión es que lo correcto es pensar más en la productividad (la manera de producir más eficientemente) y menos en la famosa competitividad, y en las consecuentes recetas heroicas o mágicas: bajar salarios, devaluar, dolarizar, etcétera. Esto parece tranquilizador, pero no lo es tanto, porque elevar la productividad es bastante más difícil que lanzar una ley o un decreto, y además depende más del conjunto de la sociedad que del poder político. Por último, y aunque suene extraño, el mundo es menos cruel que cualquier mercado competitivo. A la Argentina le conviene que a Brasil le vaya bien. En gran medida, el éxito de un país no implica el fracaso del otro. Pero nada parecido podría decirse de Marlboro y Camel. De nuevo, la competitividad de una tabacalera no puede extenderse a la de toda una nación. Esto es tan cierto como que una nación no puede hacerse humo.
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