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Por Horacio Bernades Hace un par de semanas se lanzó Dead Man, el extraño western de Jim Jarmusch, que aquí nunca se había visto en cine. Ahora, el nuevo acontecimiento del video es la aparición de Horas de terror, film de origen austríaco cuyo título original es Funny Games y que desde su presentación internacional en la edición 1997 del Festival de Cannes se ha convertido en un clásico de la conmoción cinematográfica. Editada por el sello Transeuropa, Horas de terror desembarcará en los videoclubes porteños el martes próximo, y puede adelantarse que no pasará inadvertida. La premisa es de una sencillez absoluta: un espléndido día de verano, dos extraños invaden una casa de fin de semana, encerrando a sus ocupantes (y a los espectadores) dentro de una pesadilla que parecería no tener explicación ni salida. Tampoco fin. ¿Por qué hacen esto?, pregunta el dueño de casa. ¿Por qué no?, contesta uno de sus victimarios, mientras continúa sometiéndolo a otro de esos jueguitos sádicos a los que el título original del film (Funny Games) alude irónicamente, y que tal vez sean una referencia a ciertos programas de juegos de la televisión. Todo lo que se sabe de la familia protagónica (papá, mamá e hijo) es que cuentan con una posición lo suficientemente desahogada como para tener una espléndida casa de fin de semana en un rincón paradisíaco. Tampoco se conoce nada de los intrusos, más allá de los nombres con los que eligen presentarse: Peter y Paul, o Tom & Jerry, o Beavis & Butthead. A no ser por unos asépticos guantes blancos, muy fuera de lugar, no hay en su aspecto indicios de una posible perturbación mental. No portan armas, e incluso la invasión del hogar se inicia por el más estúpido de los motivos: una discusión por unos huevos rotos. De allí en más, el infierno. Un infierno que el realizador pinta con tonos claros y armónicos y predominio del blanco más impoluto, subrayando esa engañosa armonía con encuadres de geométrica prolijidad. Film de difícil visión, que juega permanentemente con los límites de lo que puede verse (y que muestra mucho menos de lo que parecería), Horas de terror es una película de construcción matemática e hipercontrolada. Es evidente que su realizador, el alemán Michael Haneke (57 años y autor de una docena de títulos, tanto para cine como para televisión) es de la clase de cineastas que tienen toda la película en la cabeza antes de filmarla. Como se dijo alguna vez de Alfred Hitchcock, a quien Haneke no casualmente tiene entre sus modelos. En Horas de terror no hay un solo plano de más o de menos, cada plano dura exactamente lo que debe durar (ya se trate de segundos o, como ocurre en un momento crucial del film, de diez eternos minutos) y cada plano muestra exactamente lo que el realizador quiere mostrar y oculta exactamente aquello que quiere ocultar. A diferencia del ilustre inglés, que se proponía hacer de sus películas algo tan delicioso como una porción de torta, lo del alemán es cine de choque, con clara y sofisticada intención didáctica. Discípulo de Brecht tanto como de Hitchcock, Haneke (que cursó estudios de filosofía y psicología) se propone que el espectador tome conciencia de su propia relación con la violencia en el cine. Para ello, apunta a su cerebro y sus tripas. Haneke cierra el paso a toda posible identificación emocional, bloqueando las interpretaciones fáciles y poniendo al espectador en posición de testigo. O, peor aún, de cómplice. Como en todo infierno, aquí parecería no haber razones, y hasta se juega con ellas, defraudándolas. En más de un momento, parecería que lo que se busca es entrenar al espectador para que éste reaccione en contra del film. Y, a la larga, contra el abuso de la violencia en los medios. Reiteradamente, uno de los psicópatas se dirige al espectador, con miradas y guiños a cámara, e incluso hablándole a ese tercero ausente. Queremos ofrecerle un poco de espectáculo a la audiencia, comenta, antes de intensificar una tortura que es, sobre todo, psicológica. Por si a alguien se le ocurre la escapatoria de pensar quees sólo una película, Horas de terror se ocupa de desalentarlo. Si lo viste en una película, entonces es real, recuerda alguien por allí, y entonces ya no hay alivio posible.
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