La invasión
José Miguel Corchado
tiene el cuerpo lleno de preguntas. Hace años que ha perdido la cuenta de la cantidad de
preguntas que tiene, alfileres que lo lastiman y no le dan tregua, pero recuerda la tarde
en que la primera pregunta ocurrió.
Fue en la ciudad de Sevilla, quizá con sol y con aroma de azahares: una tarde como
cualquier otra, al cabo de una jornada de trabajo como cualquier otra. El iba caminando
hacia su casa, a través del gentío, solo de una soledad como cualquier otra, cuando la
primera pregunta apareció. Quiso espantarla, pero se le metió adentro. Y no lo dejó
dormir en toda la noche.
Al día siguiente, José Miguel se sentó en una silla y anunció:
Yo de aquí no me levanto, hasta que no me entere de quién soy.
Llevaba tres meses buscando, allí sentado, cuando lo llevaron al manicomio.
Los colores
En algún lugar del tiempo, más allá del tiempo, el mundo era gris. Gracias a los indios
ishir, que robaron los colores a los dioses, ahora el mundo resplandece; y los colores del
mundo arden en los ojos que los miran.
Ticio Escobar acompañó a un equipo de la televisión española, que vino al Chaco para
filmar escenas de la vida cotidiana de los ishir. Una niña indígena perseguía al
director del equipo, silenciosa sombra pegada a su cuerpo, y lo miraba fijo a la cara, de
muy cerca, como queriendo meterse en sus raros ojos azules.
El director recurrió a los buenos oficios de Ticio, que conocía a la niña, y la muy
curiosa le contestó:
Yo quiero saber de qué color mira usted las cosas.
Del mismo que tú sonrió el director.
¿Y cómo sabe usted de qué color veo yo las cosas?
La ciudad
Nunca habían visto una ciudad. Viajaron a Madrid desde su aldea remota. Dalía y Felipe,
indios tojolabales, se dejaron llevar, sin preguntar nada, siempre acompañados por
madrileños cordiales que con ellos comían y paseaban.
Al cabo de algunos días, ya estaban bizcos por el vértigo de los automóviles y la marea
humana, tanto autío y gentío, y se les había torcido el pescuezo de tanto mirar los
altos edificios.
Entonces a la hora del regreso, Dalía y Felipe quisieron saber:
¿Y cómo hacen ustedes para vivir unos encima de otros? ¿Y dónde siembran el
maíz y los frijoles?
Para las cátedras de Medicina
Cuando Osvaldo Soriano vivía en la Boca, conoció al médico más prestigioso del barrio.
El doctor no tenía secretaria, y creo que ni teléfono tenía. El consultorio, sin
música funcional ni reproducciones de Gauguin en las paredes, consistía de una mesa, dos
sillas y un camastro destartalado. Allí él recibía, vestido de entrecasa, a sus
pacientes, y los dejaba hablar. A los pacientes que no conocía, empezaba por
preguntarles:
Y usted, ¿qué enfermedad quiere tener?
La nieve
Aquella noche, toda la nieve de todos los inviernos del mundo cayó sobre el barrio.
Liliana Villagra llevaba un buen rato queriendo dormir: queriendo y no pudiendo, por culpa
de esas moscas que a veces zumban en el alma, y no hay manera de espantarlas.
Dándose vueltas en la cama, peleando con la almohada, Liliana escuchó las tres
campanadas del reloj. Entonces, decidió que necesitaba aire. Abrió la ventana, de par en
par, y llenó sus pulmones de buen frío.
El barrio de Pigalle era siempre bullanguero, resonante de juergas y de peleas, alborotado
por el ir y venir de las putas y de los travestis, pero aquella noche se había convertido
en un desierto, blanco y mudo.
Y una canción subió, desde la nieve. Una voz de pajarito estaba entonando, allá abajo,
alguna antigua melodía.
Empinada en la ventana, Liliana descubrió una mujer que estaba esperando, recostada
contra la pared, y esperando cantaba, mientras la nieve caía sobre la calle Houdon y
caía sobre su abrigo de piel, quizá comprado en el mercado de las pulgas.
¿No quiere entrar? ofreció Liliana.
La mujer agradeció, pero dijo que estaba trabajando.
Linda canción dijo Liliana.
Yo canto para no dormirme dijo la mujer.
Sobre las inversiones inmobiliarias
Yo no vendo entradas al Cielo decía don Alfredo Betancor. Y ponía, ofendido,
los puntos sobre las íes:
El cielo no es un cine.
El Cielo era la recompensa reservada a los cristianos obedientes de la ley divina,
practicantes de la virtud y de las buenas costumbres. Los pecadores tenían el ingreso
prohibido, y no alcanzaba todo el oro del mundo para pagar la llave: en ese asunto de la
entrada al más allá, don Alfredo no pinchaba ni cortaba.
Pero, y ¿después? ¿Adónde iban a parar las almas elegidas del Señor? En el pueblo de
Cardona, don Alfredo vendía parcelas de Cielo. Y el precio dependía de la ubicación:
elija usted a quién quiere de vecino por toda la eternidad. ¿Dónde quiere pasar la vida
eterna? ¿Cerca de quién, lejos de quién?
Tengo el lote que usted necesita revelaba don Alfredo y por un precio
que parece chiste. ¿Que anda sin plata? Pero no, no se preocupe, eso no importa, ya me
irá pagando como pueda.
Muchos compraban. Al contado, muy pocos: casi todos pagaban en módicas cuotas mensuales,
y no había quejas, porque todos comprendían que ése no podía ser un servicio gratuito.
Don Alfredo no se podía dar el lujo de trabajar en ninguna otra cosa, pendiente como
estaba de las llamadas de Dios. Y en aquellos días, tiempos de guerra mundial, Dios
andaba muy atareado, con tanto desastre que atender y tanto dolor que consolar.
El cura dice que yo miento se enfurecía don Alfredo. Y yo pregunto:
¿hablaría Dios con un mentiroso? ¿Eh? Yo pregunto.
Don Alfredo murió rico. Desde entonces, es vecino de Carlitos Gardel.
Las estrellas
Y ellas, ¿nos espían? Esos fulgores de la noche, ¿son ojos que noche a noche nos miran?
¿O son bocas? ¿Bocas abiertas por el asombro, que tiemblan de miedo? Los astrónomos no
se atreven a decirlo, pero las más recientes investigaciones han probado que las
estrellas están cada vez más atónitas y tembleques. Van del estupor al pánico: ellas
no consiguen entender cómo sigue dando vueltas, todavía vivo, este mundo nuestro, tan
fervorosamente dedicado a su propia aniquilación, donde no hay duda más rentable que el
crimen ni nada más exitoso que la estupidez. Y se estremecen de susto, porque han visto
que ya andamos invadiendo otros astros del cielo.
REP
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