Por Martín Granovsky Tiene muchas definiciones
fáciles de recordar. Una de ellas, la duda es la jactancia de los
intelectuales. Otra, vengo de gallegos y asturianos, y ésa es una mezcla de
razas que no se rinde. Otra más, no tan conocida, la guerra, la alta costura
y la cocina son cosa de hombres. Pero el marketing, a veces, puede ser engañoso.
Así como los cubitos en el whisky de Leopoldo Galtieri enturbian, pero no disimulan, la
silueta de un asesino, las bravuconadas de Aldo Rico apenas ocultan su verdadero perfil:
la figura que cruza casi toda la democracia y le señala su costado más horrible.
Es difícil olvidar aquel enero del 88. Vestido de fajina, Rico había salido como
una tromba del cuartel de Monte Caseros en un jeep que muy pronto comenzó a serpentear en
el camino arcilloso. Solo se detuvo cuando estuvo seguro de que los periodistas habían
podido acompañar esa carrera absurda, se apeó del jeep y, parado junto al nido de
ametralladora, preguntó:
Bueno, ¿qué quieren?
Una lluvia tropical puso el toque vietnamita a lo que ya parecía una versión grotesca de
Apocalypse now. Empapado, Rico pasó media hora explicando su papel de héroe de la
historia, combatiente antimarxista, espada invencible contra los generales de escritorio y
Atila de una democracia que no terminaba de concederle la impunidad definitiva en su
defensa de los criminales de la dictadura.
Como siempre, el grotesco fue la caricatura de un drama concreto. Una mina había
terminado con tres soldados volando por el aire en el puente del Timboy. Era un punto de
la escalada violenta que remataría en el levantamiento de diciembre del 90. Todo
había comenzado en la Semana Santa de 1987, cuando Rico encarnó la jefatura de un
movimiento militar en defensa de Ernesto Nabo Barreiro y terminó precipitando una
decisión que, en realidad, Raúl Alfonsín ya había tomado: exculpar a los mandos medios
de la represión.
Encuentre usted, Presidente, una solución definitiva a las secuelas de la lucha de
la subversión, porque éste es un problema de toda la sociedad dice Rico que le
dijo a Alfonsín cuando éste se entrevistó con los carapintadas en Campo de Mayo.
En junio de 1987 el Gobierno promulgó la Ley de Obediencia Debida. La democracia bajó
entonces una categoría en calidad y el propio Alfonsín perdió una parte del prestigio
que había ganado con la extraordinaria decisión de procesar a los ex comandantes de la
dictadura.
(Conviene retener algunas claves del tablero de entonces, porque son piezas que siguen
moviéndose. Oficial de inteligencia, Barreiro había sido torturador en el campo de
concentración de La Perla, en Córdoba. La antigua patota de La Perla, bajo la influencia
de Luciano Benjamín Menéndez, es la que hoy alimenta el torpe aparato destinado a
erosionar al jefe del Cuerpo Tres, Juan Manuel Llavar, y espiar las causas por violaciones
a los derechos humanos que lleva la jueza Garzón de Lascano.)
En su momento a Rico no le bastó la Obediencia Debida. El día de la lluvia tropical dijo
cínicamente a Página/12:
La Ley de Obediencia Debida es una claudicación ética del sistema. Hay que
trabajar para lograr instrumentos jurídicos más aceptables.
Rico soñaba con la amnistía, pero en 1990 terminaría elogiando los indultos de Menem.
Para él y para Mohamed Alí Seineldín, a quien dijo haber inventado como un mito, Menem
era, aún, un político nacional. Pero, ¿quién era este oficial del
Ejército capaz de adjetivar al mundo entero con frases cortantes, como a la carrera,
terminadas todas de golpe y con los labios apretados?
Nació en Cabrera y Gallo el 2 de marzo de 1943, tres meses y dos días antes del golpe
nacionalista que acabaría promoviendo a Juan Perón. Su padre no era militar sino
comerciante. Su madre no era aristócrata. Típicaseñora de clase media, bien de barrio,
enseñaba corte y confección. Apodo del chico, Ñato, por un golpe y no por
el box, como suele suponerse erróneamente. Cuadro del chico, Racing. Enseñanza,
pública. Primaria y secundaria. Y al menos dos vocaciones militares en la familia. El
mismo Aldo y su hermano, médico, tan antimarxista como él: murió en América central
cuando la dictadura argentina envió expertos a colaborar con los contras que buscaban el
derrocamiento del sandinismo.
A esa altura, Rico había absorbido la típica mezcla de anticomunismo primario y
antiliberalismo tan clásica del fascismo argentino, que en otra época se expresaba en
ataques a la sinarquía internacional y ahora podía traducirse a veces en un
anticapitalismo primitivo, otras en ataques a la partidocracia y siempre, de
1983 en adelante, a la suma de todos los males juntos, la socialdemocracia.
No existe la justicia y la libertad sin orden, dijo siempre Rico.
En 1983 votó por Italo Luder contra Raúl Alfonsín.
Soy un hombre nacional, repetía, y en 1989 vio en Carlos Menem a otro
nacional, hasta caer en la cuenta de que Menem, según dijo, traicionó
la causa nacional.
¿Para qué buscar un conductor cuando, como soldado, se tiene la capacidad de
arreglar cosas? Tras los saqueos y los dos picos de hiperinflación, y habiendo
perdido su grado militar de teniente coronel, Rico tuvo la perspicacia de descubrir un
mercado electoral que sabría explotar. Conocía el sentir de la Policía Bonaerense, una
fuerza de 50 mil hombres con influencias directas sobre familiares y retirados
en un mínimo de 250 mil personas. Había palpado el terror de la híper en el conurbano.
Sabía que su clientela no eran los pobres, voto cautivo del peronismo, sino la clase
media baja empobrecida y con pánico de caer en el infierno de la pobreza y la
marginación.
Fue, por un momento, el Le Pen argentino. Como Le Pen, alcanzó el 15 por ciento de los
votos en el Gran Buenos Aires, formó una fuerza nacional con ramificaciones en Tucumán y
creyó por un instante que su Modín sería el nuevo partido bisagra sin el cual nadie
podría gobernar. La desidia del resto de los partidos lo ayudó, y también la
colaboración de amigos influyentes, como el actual jefe de los Cascos Blancos Octavio
Frigerio, que había estado en el casamiento de su hija junto con Arturo Frondizi y
Herminio Iglesias.
Sus estancieras desvencijadas entraban en las villas que ningún partido siquiera
visitaba, con la marchita de las Malvinas por los altoparlantes: Bajo un manto de
neblina...
Rico siempre ligó su imagen a la guerra de 1982. Criticó a Cristino Nicolaides y
Reynaldo Benito Antonio Bignone no por la aplicación de los planes criminales de la
dictadura sino porque desmalvinizaron la conciencia de los argentinos.
A continuación, la sintética síntesis de un aficionado al apócope de la realidad:
La guerra contra la subversión fue justa, fue inevitable y fue necesaria. La guerra
de las Malvinas fue justa, innecesaria y evitable.
Esta es otra:
Si no hacemos la revolución los no marxistas, la harán los marxistas.
Desilusionado de Menem, Rico probó la revolución con Eduardo Duhalde.
Es más nacional que Menem dijo.
Fue, en su caso, una revolución productiva. Con un Modín en franco retroceso, Rico
consiguió un papel estelar en la política provincial a cambio de destrabar la
convención constituyente bonaerense de 1994 que debía permitir la reelección del
gobernador para las elecciones de 1995. El entusiasmo duhaldista del Ñato
siempre despertó sospechas, naturalmente maliciosas: ¿acaso no desmintió el propio Rico
en entrevistas periodísticas haber cobrado 12 millones de dólares por el cambio de
equipo? Como en 1987 había actuado de catalizador de la decisión radical de limitar los
juicios por la represión, el peor costado del gobierno, diez años después Rico apuraba
el peor costado de Duhalde. El caudillo de Semana Santa servía para canalizar hacia el PJ
los votos del Partido del Orden. El peronismo bonaerense lo usaba como al actual menemista
en estado puro Luis Patti el ex subcomisario procesado por tormentos o al jefe
de la mejor policía del mundo Pedro Klodzcyk. Patti es hoy la carta de Menem para
fastidiar a Duhalde y Klodzcyk fue destronado por Duhalde para que León Carlos Arslanian
pudiera encarar su valiente reforma policial como ministro de Justicia y Seguridad. Rico
(¿aún?) no terminó de quemarse.
Político inclinado al pragmatismo, fue adaptándose a la realidad y poco a poco abandonó
las grandes frases. Solo machacó con su discurso ultraconservador. Los homosexuales
existen; hay que aceptarlos, pero no tolerarlos, dijo. Subrayó el antimarxismo, un
poco por convicción, otro poco por la certeza de que despertando fantasmas pueden
conseguirse votos entre la gente asustada y otro poco más por conveniencia. En 1997, por
ejemplo, Rico fue candidato simultáneo a diputado nacional y a intendente de San Miguel
por la Alianza Modín-PJ. Como Graciela Fernández Meijide competía por la candidatura a
diputada nacional contra Hilda Chiche Duhalde y la esposa del gobernador eludía el
macartismo, el ex teniente coronel se sintió llamado al juego que más le gusta.
Si ella algún día llega al gobierno, en su gabinete estarán Hebe Bonafini,
Domingo Cavallo, Adolfo Pérez Esquivel y Sergio Shocklender -mezcló.
Y de paso retomó el argumento más repulsivo de la dictadura:
Si la Alianza llega al poder reaparecerán los desaparecidos.
Para él, Menem es la cara liberal de la globalización y la Alianza su cara
socialdemócrata, es decir, caca. Pero la salida por suerte siempre es sencilla. Según
Rico, hace falta:
1- Una solución intelectual.
2- Los equipos gerenciales para aplicarla.
3- Fortalecer la voluntad para las soluciones.
4- El ejemplo de la propia dirigencia.
Es difícil determinar en qué etapa de las cuatro estaba Rico la última semana cuando
creyó que la eficacia consiste en ocupar un hospital público con batatas o inundar con
ellos un concejo deliberante. Quizás haya cumplido las cuatro etapas en dos días. Tal
vez la solución intelectual pudo haber sido su definición de los médicos como
hordas rojas, los equipos gerenciales hayan sido los batatas, la voluntad
fuese la aplicación de trompadas y cabezazos y el ejemplo de la propia dirigencia su
despliegue digno de un Mussolini del conurbano.
Afortunadamente es posible bucear en el pensamiento profundo de Rico. Dijo Rico un año
después de Monte Caseros, con la veteranía que da el tiempo:
El intelectual, como operador estratégico, debe dudar; es su obligación. El
soldado, una vez que decide, no puede dudar. Un operador táctico, como soy yo, una vez
que decide el objetivo no puede dudar. Si lo hace, o no concreta el objetivo o se muere.
Rico es así. Las posiciones políticas pueden cambiar. El uso de la fuerza más allá de
la democracia, provocando a la misma democracia, se mantiene inalterable. Con betún o con
votos.
Es una línea de conducta.
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