Por Alejandra Dandan Es la grieta de una puerta.
Apenas abierta, en Corrientes. Por ahí, cada madrugada, se estira el brazo sudado de un
pizzero. Del otro lado, afuera, unos veinte hombres se aprietan, apuran sus bolsas hasta
alcanzar ese puño demasiado estrecho. Sólo eso. Y todo eso. Hace dos horas esperan ese
brazo, el momento en que la pizzería cierra. La hora de comer. Hacen cola. En Buenos
Aires la crisis vuelve a reinventar formas de supervivencia. Esta vez las colas, cada vez
más largas, más gordas. Se arman durante una hora o dos, desaparecen tras una bolsa
cargada con dos porciones de pizza o unos panes. La filas se forman cada tarde, sobre todo
ante puertas de panaderías de barrios, donde los habitantes de hoteles sobreabundan.
Ellos conocen lugares, pero más, horarios: la cola en el lugar errado sin
sobras es una noche sin pan. La desesperación hace romper bolsas, colarse en la
fila o robar panes. Eso hizo cambiar de idea a algunos panaderos: No sacamos más
las bolsas a la calle: porque no son personas, son animales, respondió uno,
consultado por este diario. Página/12 recorrió esas colas porteñas donde las personas
se vuelven penitentes en busca de un dios, pero de pan.
Vos venís de la provincia con toda las ganas y mirá dónde terminás.
Héctor terminó ahí, pegado al vidrio de la pizzería Güerrín. Hace dos meses. No hay
más trabajo, dice que fue la explicación del dueño de la mensajería. Su provincia es
Buenos Aires, el lugar Florencio Varela. Tiene 20, como Martín, que espera atrás. Es el
número tres de una fila desarmada por vacíos largos entre la gente. También desarmada
por frío y más por sueño. Casi son las dos de la mañana. Me da risa dice
Martín, un día trabajás y de repente te encontrás acá.
El primer habitante de la cola llegó a medianoche. Es un señor viejo. Acomodó un cajón
en un extremo de la pizzería. Se sentó y esperó. Dos horas. La cola se fue poblando.
Entre el cuerpo flaco de los dos chicos hay otro hombre. Su mirada lastima. Tiene un ojo
de vidrio y la cara curtida: A veces te jode bastante la cola va
contando. Cuando no vengo acá me voy a las bolsas de basura de McDonalds. Hay
que verlas, porque sacás los sanguches intactos envueltos en el papel. Al lado
alguien se apura en explicar que son las hamburguesas que se enfriaron y se tiran. El
sigue: Tenés que esperar, a veces mucho. Y después tenés que agarrarlos rápido
antes que se los lleve el camión de basura. Tenés segundos.
Segundos. Ese es el tiempo frente a la basura pero también ante esa puerta de pizzería a
punto de cerrarse. Lo peor es la hora, pero peor todavía el sábado, hasta las
cinco no te largan las pizzas, todavía dice. La cola es amable. A pesar del
madrugón, se elige. Y la cola es anónima. En los comedores, antes te hacen pasar
por un lugar y te tienen que entrevistar para ir a comer, dice Martín. Más atrás
una mujer pregunta sin pausa: ¿Usted trabaja, usted puede darme trabajo, usted
trabaja?, repite y la pregunta duele.
La caída de las bolsas
El engranaje de la cola absorbe a hombres de la calle, itinerantes. Hay gente de hoteles y
quienes llegan de la provincia. Porqué allá vuelve a decir el de
Varela no hay tanto para pedir comida. Mandan a los chicos. Después de buscar
comida a lo largo de un día, regresan. Constitución concentra a muchos de los que entran
y salen de la Capital para rastrear comida. Después del día de trabajo, vuelven a la
estación, algunos en taxi: El otro día me paré en Belgrano porque vi una cola
larguísima y pensé en clientes; cuenta un chofer de Taxi ya me
quería morir porque me subió una señora cargada con un chango y me dejó todo
sucio.
Mientras la cola de Güerrín sigue alargándose, dos chicos esperan en Pueyrredón y
Santa Fe el cierre de un McDonalds. Llegaron de Lomas de Zamora. Recorrieron
panaderías, una fiambrería y terminan ahora frente a las hamburguesas. Después se
vuelven. En la puerta del local no hay cola.Hay algunas mesas ocupadas. Son pocos los que
siguen rompiendo bolsas de basura de locales de comidas rápida. Acá los locales
hicieron un arreglo con la empresa de recolección informa el encargado de
Pueyrredón al 200-: ahora sacamos la basura a la hora que pasa el camión. Cerca de
ahí, el local donde se sirven hamburguesas rápidas a los autos, la chica encargada del
turno noche cuenta: La empresa de basura nos deja los tachos adentro y cargamos las
bolsas directamente ahí. La causa fueron los buscadores de comida. Los chatarreros.
Rompían todo, como perros dice ahora el hombre de seguridad del local de
Florida: pasan y rompen. Nadie pide aclaración, pero él insiste:
Habría que pasar con una topadora porque te digo que rompen todo como perros
hambrientos.
Pero la comida descartada atrae como un imán frente algunos locales, entre ellos Florida.
La vocera de McDonalds explica a Página/12: Si consideramos que es basura,
¿podríamos dárselo a los pobres? Esos sandwiches, aun si mantienen su envoltorio
original, de acuerdo a sus normas están contaminados. Si es basura
advierte se tira, queremos que la ciudad esté lo más limpia posible. No nos
parece justo hablar de regalar basura.
La leyenda obligada
a continuar
En la cola pizzera coinciden sin techo y aquellos con techo de a tiempos. Techos de
hoteles pagados con changas. De una u otra forma colgados, casi fuera del sistema pero
todavía sujetos por ese hilo. Esa fila ordenada y penitente, sistematizada por
referencias horarias impuestas por el otro lado. Cuando tenés que estar abajo
dice Germán ya no te dan ganas de hacer nada. Pero hay que comer. Y,
dicen, es un derecho. Por eso en la cola se cuenta una leyenda.
Yo... te voy a decir la verdad dice el encargado del horno. Estos tipos
ni me interesan.
El hombre protesta puertas adentro. No le interesa la cola, dice, pero recibe las bolsas
por obligación: Es una orden del dueño, termina. Esa orden se repite afuera.
En la fila cuentan que esas pizzas entregadas después del cierre son una especie de
herencia para los sin techo. Que fueron legadas por el dueño de Güerrín. Cuando
se murió, el quía dejó en el testamento cuenta uno que tenían que darle
todas las sobras a los pobres. Germán dice más: Parece que el tipo había
vivido en la calle y lo salvaron unos misioneros. Una leyenda.
Adentro la desmienten, pero no tanto. El dueño de Güerrín se llama Francisco Malvezzi.
Y está vivo. Estuve en Italia durante la guerra -dice a este diario y pasé
mucha hambre. El hambre es fea. Los Malvezzi son dueños de la pizzería desde el
38. Antes pertenecía a un vasco que llevaba el nombre de Le pauvre Güerrín.
Parece que era un héroe real del norte de España. Un héroe romántico como Robin
Hood, cuentan.
La leyenda sigue pero atendida por empleados.
La fila se desintegra cuando el gordo del horno se asoma a la puerta. El hombre no espera.
Saca sólo el brazo. Ese brazo queda estirado esperando las bolsas menos de un minuto. No
más. Por eso la gente se empuja y desespera. Para comer cada bolsa tiene que alcanzar las
manos del hornero. En el mostrador los empleados dividen las porciones. Vuelven a la
puerta y devuelven esas bolsas, a veces demasiado iguales. Ey... ésa es mía,
forcejea un chico con un señor mayor. Sí. Es mía sigue y tironea,
sí, lo sé porque le puse la marquita. La marca es un cordón negro. Es
identificación. José María llegó atrasado. Tiene una bolsa verde que busca entregar
adentro. La levantó de un tacho. Porque no tenía bolsa así que me paré recién
ahí a buscarla. Yo tengo que guardarla... si la doblo chiquita no ocupa nada.
Hoy no se fía
Zulema está en el 1100 de Perú. Faltan 25 minutos para que los neones dejen a oscuras el
plato de trufas de coco a un peso. La panadería cierra.Zulema lleva un tapado largo y
unos guantes entre los que aprieta una bolsa celeste. Permiso dice y entra a
la panadería, puedo esperar acá, hace mucho frío afuera. El encargado
acuerda con un cabeceo.
En lugares donde los que piden son muchos, la cola se arma una hora antes del cierre. Si
no, bastan veinte minutos. Ese lapso sirve para formar fila y anticipar si sobrará pan. A
medida que se acerca la hora de cerrar la cola engorda, lentamente. La mayoría de quienes
esperan son mujeres, muchas van con sus hijos.
Pero muchas panaderías dejaron de entregar pan. Juan Fernández atiende en Bolívar.
Ahora llevamos todo a un comedor, no sacamos más las bolsas a la calle: porque no
son personas, son animales. Fernández no tiene más de 25. No está enojado, habla
así. Antes les entregábamos la mercadería fresca, uno por uno. La entrega
terminó porque rompían todas las bolsas de la basura. Por esas bolsas de pan
rotas también dejaron de entregar dos panaderías de Defensa y San Lorenzo. A pocas
cuadras, sobre Independencia al 400, Carlos atiende una panadería con mesas de bar.
Acá empezaron a hacer cola hace un año, dos días después que abrimos. Ahí
pusieron una hora para sacar pan y que la gente se amontone menos, pero ahora no
sacamos más. El motivo también ahí son bolsas rotas y protestas de vecinos.
Sobre Perú, Zulema sale de la panadería. En la vereda ahora ya no está sola.
Salí dice porque me dio lástima que la señora esté sola acá
afuera. La segunda en la fila es Mónica. Es cordobesa, vive en el hotel Corrientes,
por un subsidio del gobierno porteño. Es mucama sin trabajo y esposa de un ex empleado en
una agencia de seguridad. Hasta hace cinco meses. Ahora espera el pan. Hace la fila en
Perú. Si me queda pan -cuenta no vengo. Algunas veces nos dan mucho y lo voy
guardando. Vengo cuando necesito. Guarda el pan en bolsas.
Me tengo que ir a otra
A veces acá no queda nada dice ahora Andrea y entonces tengo que ir a
otra panadería. Pero hay veces que me quedo sin pan porque cuando me voy allá la
panadería está cerrada. Por eso se calcula. Andrea vive en un hotel de San Telmo.
También subsidiada. Llegó de Salta, pagó primero una pieza de hotel hasta que no pagó
más. Quedó en la calle con su marido y dos hijos. Me desesperé dice,
estaba como loca, sin pañales, en la calle. Estuve desde la mañana hasta las tres de la
tarde pidiendo en la municipalidad, llorando hasta que me dieron el hotel. Tiene 20
años. En el hotel alguien le contó de las colas.
En la calle hace frío. Por detrás de Andrea la fila sigue estirándose. El primer
día no traje bolsita sigue porque no sabía. Le dije al panadero y él me dio
una. Antes su marido le daba el pan. Es pastelero, sin empleo. Para buscar
trabajo primero entraba mi marido a la panadería y preguntaba si necesitan pastelero y
después que le decían que no, entraba yo para ver si me podían ayudar.
Cuando una panadería no entrega más pan, la gente migra hasta recalar en otra cola.
Desde que en Defensa dejaron de repartir cuenta Andrea empezó a venir
más gente acá. Ahora recibe la bolsa cargada por el panadero. Ella quiere colas
flacas. Cuando cierran, si hay mucha gente, no le dan pan a nadie, explica.
Es para no dejar a la gente sin pan. En otros lugares existe otra alternativa:
llegar temprano. Sara está en la fila de Tacuarí e Independencia. Carga a un nene en los
brazos. No hay forcejeos. Avanza algún paso mientras adelante un hombre desagota desde el
canasto el entramado de penitentes. Venimos temprano, porque si no nos quedamos sin
pan, dice. La canasta vacía asusta. Pero hay trampas para no enfrentarse a ese
cesto sin pan. Los colados, tan impertinentes para quienes esperan como oportunas para el
atrasado. A Andrea le molestan: Muchas veces hay gente que va y entrega la bolsita
al de adelante y otra gente que estuvo desde hora esperando se queda sin pan. Por eso hay
problemas. Hay problemas. De pan.
El veterano de guerra José es veterano de guerra. La fila le sirve de estrado para recordar su
paso en Malvinas. Ahí es un poco héroe. Al menos ahí. Hace dos años está en la calle.
Primero fue un sin techo, ahora para en un hotel de la calle Chile al 800. Tenía
una jubilación de 160 pesos dice y un día fui a buscar trabajo y me dijeron
que no podía porque era veterano. ¿Sabés que me hizo hacer el Gobierno? Renunciar a mi
pensión para poder trabajar. Tiene los papeles, dice. José explica un problema
legal, en medio de más dificultades y nenes que se arriman chupando dulce de leche de las
facturas ya repartidas. Hay un tipo que me ha acusado de violar a su hija.
Repite que no está loco. Algunos dicen que los veteranos estamos locos. Acá
prometen. A mí me fue a ver a un baldío el intendente y me prometió casa. Me han
usado. |
Traídos por la inundación Mónica Galarza tiene el cuerpo flaco. A upa está su hijo, el de un año.
Faltan los otros cuatro. Emigró con todos desde Corrientes, por la última inundación.
Vinimos de Paso de la Patria, se nos fundió todo completamente. Vinimos con lo
puesto y quedó bajo agua todo, todo. Buenos Aires era auspicioso. Nos
jugamos. Si acá es peleada la vida allá la pobreza es terrible. Acá en todos lados
tenés algo para los chicos. Vivieron en Flores hasta el desalojo. Ahora ella está
en un hotel subsidiado durante tres meses. Después tienen que conseguir trabajo. Le
faltan las referencias que quedaron en su provincia. Además le sobran los chicos.
No conseguimos, parece que somos discriminados por tener cinco chicos. Cuando
decimos que tenemos cinco chicos la respuesta es no. No nos quieren pagar salario.
Mónica aprendió el circuito de dádivas porteñas. La iglesia da de comer. La salita, la
leche. La cola, el pan. Hay semanas enteras que estamos a base de arroz hervido
porque mi marido no se consigue ni una changa. |
Una ex panadera que pide La cola espera contra un cordón. Rosalía Díaz está apretada al medio. En
brazos está Eloy y más abajo Alexis. A pocos metros, otros combaten el frío en un
refugio. Rosalía desespera, busca el grabador. Y habla. Pide trabajo, algo para ella y
mi marido que estuvo en la marina mercante y en el puerto pero ahora
sigue con esto de que no sale mercadería del país, él está parado.
Es maestra perito mercantil y título de magisterio para los tres niveles.
Rosalía pasa por la cola todos los días, antes lleva a los chicos al comedor. Ahora pide
pan. Antes era panadera. Fue el último intento dentro del sistema, después salió.
Tuve panadería. Y perdí todo cuenta. No me quedó nada. Porque con la
crisis que hay en el país, ¿qué podes vender? Nada. Hace un mes y medio fue a
parar a un hotel de México al 900 donde Alexis dice que hay como 80 viviendo ahí,
y nosotros tenemos una pieza y vamos al comedor. Rosalía avanza un lugar. Se acerca
a una canasta donde un hombre va entregando pan. |
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