SUBRAYADO Dragún, Mephisto, Arlequinos & Co. Por Carlos Polimeni |
La triste, sorpresiva y paradójica muerte de Osvaldo Dragún, el lunes pasado --un dramaturgo independiente, devenido funcionario, sorprendido por la Parca en el hall de un cine donde daban una megaproducción de Hollywood-- sacó a la luz por un momento una polémica abortada: la que rodeó su decisión de aceptar en 1996 la conducción del Teatro Nacional Cervantes. Ahora que Dragún no está, y mientras el cargo está vacante, ¿no vale la pena pensar otra vez la relación entre los intelectuales y artistas críticos con los gobiernos? Ya para Galileo Galilei, y la versión de la obra de Bertolt Brecht en cartelera en el San Martín lo subraya, el tema era crucial, y para nada menor. El director Rubén Szuchmacher parece estar hablando de él mismo, y de su circunstancia, cuando insistentemente aporta elementos al debate que otros escamotean. Cuando Dragún, uno de los factotum de Teatro Abierto, un evento clave en la historia de la resistencia cultural a la dictadura 1976-1983, aceptó en 1997 el puesto en el Cervantes que le ofreció el entonces secretario de Cultura del gobierno de Carlos Menem, el inefable Pacho O'Donnell, pareció haber echado su honra a los perros. Varios de sus ex amigos se estorbaban para reprochárselo, en privado. Los que no estaban tan comprometidos con él lo hicieron en público. Estos veían una maniobra del menemismo para encontrar legitimidad en un campo, el de la cultura, en que sólo encontraba espíritus belicosos. Ese era el abierto papel de O'Donnell en esa época. Después, se cansó de que también a él lo manosearan, y se fue rumbo a mejores destinos. O'Donnell había logrado ser, en un viaje por lo menos curioso, secretario de Cultura del radicalismo porteño y del menemismo nacional. En sus palabras, la política es una cosa tan sucia que no vale la pena dejársela a los políticos. La postura de Dragún partía de un argumento personal: el terreno de lo posible, que encantó, entre otros, a los pensadores que a principios de 1983 se pusieron al servicio conceptual de Raúl Alfonsín. Es mejor que esté yo a qué estén los otros, los que no saben nada, ni aman el teatro, pensaba. Los amigos críticos le decían: estás poniendo tu prestigio al servicio de tu enemigo, práctico y conceptual. Los que no tenían compromisos trinaron: ¿cómo es posible que no se dé cuenta de que está operando para el gobierno que indultó a los genocidas, aquellos contra los que se hizo Teatro Abierto? Sobrepasado, pero terco, Dragún optó por un silencio lleno de resonancias. Se dedicó a hacer. Sintió que tenía una trayectoria que lo absolvería. De algún modo fue así, esta semana. Lo que queda picando es si en la Argentina no debería haber administradores culturales, así como hay embajadores, empleados de planta o técnicos en asuntos por demás diversos, que estén a salvo de los vaivenes políticos, de los cambios de gobierno. Que sean hombres de la cultura con capacidad administrativa, no hombres provenientes del peronismo, el radicalismo, el Frepaso, el comunismo --nótese: no hay hombres de la derecha ni del cavallismo en la cultura-- metidos en el negocio de gerenciar cultura. No Mephistos, vendidos al diablo, ni Arlequinos, servidores de dos patrones, sino personas tan respetables que estén por encima, a un lado, de los que en democracia necesariamente deben irse. El problema de pensar el tema es que los dos ejemplos mencionables en la Argentina, fuera del de O'Donnell, dejan el paladar con el mismo gusto a fósforo. El primero es Kive Staiff, que tiene el record de haber manejado el Teatro Municipal San Martín durante el gobierno de Isabel Perón, durante ¡toda la dictadura militar!, durante el gobierno de Raúl Alfonsín y durante la actual administración de De la Rúa, con un paréntesis para ocupar la Dirección de Asuntos Culturales de la Cancillería, a cargo del menemista Guido Di Tella. El otro es el de Sergio Renán, actualmente en ese último cargo, después de haber ocupado puestos de máxima responsabilidad en el Colón durante gestiones radicales y menemistas, y de haber dirigido durante la dictadura el vergonzante film propagandístico La fiesta de todos. Entre ambos, después de lustros y lustros de manejo de presupuestos, han acumulado tanto poder de influencia, han pagado tantos sueldos y conservan un nivel tan aceitado de relaciones que parecen en realidad inimputables. Nadie queda mal con los que cortan el bacalao. Bienaventurados los que están en el fondo del pozo, escribió Joan Manuel Serrat con las leyes de Murphy debajo de la almohada. Porque sólo les resta crecer.
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