Se dice que el asesino siempre regresa al lugar del crimen. Ahora
la víctima retorna al punto donde fue victimizado. Esta es mi respuesta a la pregunta de
por qué hay que volver a los sitios en los que se alojan dolorosos recuerdos.
El viaje en tren desde mi ciudad natal, Lodz, a Cracovia duró tres horas. Durante 180
minutos no saqué los ojos de la ventanilla. Bosques tupidos. Tierras aradas preparadas
para la próxima siembra. Campos. Pequeños animales cuidados primorosamente. Pienso: hace
800 años vivió un pueblo en medio de otro pueblo. Pienso: un idioma dentro de otro
idioma. Pienso: tradiciones y respeto a esas tradiciones. Pienso: polacos católicos
construyendo ciudades, levantando una literatura y siendo fieles a una religión, luchando
por sus derechos y los judíos peleando, junto a ciudadanos polacos, defendiendo el
país... Pienso en mi pueblo con sus costumbres. Con sus sabores y olores. De eso no queda
nada. O, mejor dicho casi nada. Auschwitz-Oswiecim. Maidanek. Chelmno. ... Cenizas y
cementerios, mudos testigos que cuentan que, una vez, hubo un pueblo, el pueblo
judío-polaco.
Ese fue el viaje al que fui sometido sin saber cuál sería mi destino; el
viaje al que fui arrastrado con mi familia y vecinos en agosto de 1944. Oswiecim: sesenta
kilómetros de Cracovia. ¿Qué me lleva a volver? No sé. Quizás demostrar, o
demostrarme, que pude llegar y volver. Quizá es el hecho de saberme un hombre libre, con
voluntad propia. Quizá probar que todo es pasado. Quizás comprobar que nunca existió.
Que sólo fue una pesadilla. Quizás comprobar que nunca tuve padres. Ni hermanos. Ni
primos ni tíos. Ni amigos. Ni vecinos.
No puedo creer que el 23 de mayo de 1999 estuve observando las vías del ferrocarril que
llevaban a ese lugar llamado Oswiecim. Esas vías, testigos silenciosos. Esas
vías de canto rodado, durmientes y hierros. Y yo, carne y hueso. Mi mente protagonista de
un kilómetro y medio y, como los rieles, mudos como el mundo cómplice de todos los
silencios. Los visitantes escuchan a los guías. Una babel de idiomas. Cuántas personas
pasaron. Cuánto tiempo se quedaron... Me pregunto qué es lo que llevan, de retorno, a
sus casas, después de conocer Oswiecim. Pocos tienen conciencia de que durante cuatro
años y medio para casi todos transcurrieron las últimas horas. Para los que
sobrevivimos, un solo día constituyó la eternidad.
De pronto fui uno de los tantos curiosos de un campo de exterminio, un museo,
al que llega gente de todo el mundo. Turistas, no investigadores.Turistas, no sociólogos
ni antropólogos. Turistas, no historiadores... Turistas mostrando y mostrándose. Judíos
de París, Berlín, Salónica y Atenas, Praga y Amsterdam. Noruega y Budapest. Bratislava
y cientos de pueblitos donde la gente vivió por miles de años...
Esto pasó el 23 de mayo. Y tengo dificultades para relatar. Es madrugada en Buenos Aires.
No puedo dormir. No estoy angustiado, pero me pasan, como película acelerada, recuerdos.
Me pregunto cómo puede ser que, en Cracovia, antes de llegar a Oswiecim dormí, me
levanté, desayuné... todo con contagiosa paz.
Pasó la tormenta. Necesito escribir aunque no sepa cómo. Todas las ideas y
fantasías quieren salir al mismo tiempo. Debo ordenarlas. Tengo miedo; miedo de que, si
soy capaz de colocarlas una detrás de otra, me olvide de mi hermanita de 8 años o de la
de 14 con las que viajamos en el tren; ese tren de sueños para nosotros, niños; chicos
sometidos a la condición de objetos sin perder la mirada infantil ni nuestra condición
humana. Nunca entenderé cómo fue ese último trayecto, pero sí recuerdo que no
visualizamos los pueblos por los que pasamos. Sé que, cuando se abrieron las puertas, no
había paisaje que mirar. Sólo la entrada al infierno... Sin embargo, ahora, escribo sin
mojar el papel con mi llanto.
Pasaron 55 años. No tengo lágrimas. Regresé a Oswiecim, la mayor humana vergüenza del
siglo XX, como protagonista. Fui turista escuchando y observando que nos pasó
hace medio siglo. Fui capaz de no reconocer nada. No había gritos ni crematorios
funcionando a pleno. ¡Sí! Este Auschwitz podía ser un museo colocado en cualquier lugar
del mundo. Incluso en Oswiecim.
¿Qué podía hacer hace 55 años? Tengo dificultades para contestar, aceptar y entender.
El hombre, por naturaleza, es autodestructivo. Para lograr los mejores y los peores
objetivos despliega todas sus habilidades. Entiendo, ahora, la necesidad de escribir y
levantar monumentos. La memoria es frágil. No solamente para esta y las futuras
generaciones. Yo, que fui protagonista y testigo; yo, que pensé que nunca olvidaría, no
puedo retener. También para mí hacen falta los recordatorios.
REP
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