Por Hilda Cabrera Como dice el dramaturgo
Roberto Cossa, todavía se atan algunas cosas con alambre, pero hay profesionales y
técnicos serios. Este autor de obras memorables, desde aquella primera Nuestro fin de
semana, de 1964, se refiere al teatro, y específicamente al San Martín, donde hoy
estrenará El saludador, su último y reciente trabajo para la escena. La obra exige la
implantación de técnicas complejas, para mostrar por ejemplo la progresiva amputación
que sufre un personaje, el Saludador, protagonizado por Hugo Arana. El hombre retorna a su
casa después de una ausencia de veinte años. Durante ese tiempo participó de
experiencias revolucionarias de todo tipo. Su afán humanitario lo condujo a países
extraños, pero ahora regresa para quedarse y abrazar a su esposa Marucha (María Cristina
Laurenz) y a su hijo Vicente (Gerardo Serre). La vuelta no es fácil, sobre todo porque en
el periplo fue dejando partes de su cuerpo. Estas amputaciones tienen su propia historia.
El mismo contará que por saludar equivocado perdió un brazo, por ejemplo.
Sucedió en Angola. Estando allí escuchó gritar a alguien ¡Ahí vienen los
rebeldes!, y saludó como creía su deber. Me lo sacaron de un bazucazo,
cuenta. En el hospital, un enfermero negro lo sacó del error: En este país los
buenos somos los oficialistas.
Las obras de Cossa suelen mostrar con humor la tragedia de lo cotidiano. A veces desde la
interioridad de un personaje, como en Los días de Julián Bisbal, de 1966, y en La pata
de la sota, de 1967. Los seres sobre los que trata pueden llegar a ser esperpénticos,
como el protagonista de La nona (1977), pero nunca prototípicos. No hay modelos en su
producción, sí en cambio un humor crítico, disparador de ideas e imágenes, presente
además en obras tan dispares como, entre otras, Ya nadie recuerda a Frederic Chopin, El
viejo criado, Gris de ausencia (estrenada en Teatro Abierto 1981), Tute cabrero (que
primero fue guión para cine), Yepeto, y entre las últimas Viejos conocidos y Años
difíciles.
¿Cómo surgió esta fantasía de la amputación?
El saludador anda por el mundo saludando las revoluciones, experiencias en las que
pierde partes de su cuerpo, no porque sea un luchador sino porque vuelca sin pensar
demasiado, en forma apasionada, sus aspiraciones de humanista. Esto no deja de ser una
ironía, un poco amarga. La idea surgió de una anécdota que me contó un amigo sobre un
cantor de tangos. Este hombre cantaba muy mal, pero la muchachada, en lugar de chiflar, lo
ovacionó. Lo llevaron en andas hasta un muro que lindaba con un terreno baldío, y ahí
lo tiraron. Esa imagen se sumó a una vieja idea mía de un personaje que perdía partes
de su cuerpo. Por eso cuando Kive Staiff me convocó para el San Martín, le pedí un
taller de investigación de tres meses. Quería estudiar la Sala Casacuberta y resolver la
parte técnica. Trabajamos con el director Daniel Marcove, el escenógrafo Tito Egurza, el
músico Jorge Valcárcel y la asistente Mónica Scandiso. Fuimos armando el espectáculo y
recién después empecé a escribir la obra.
¿Cuál es el equivalente social de esas amputaciones físicas? Aquí se mencionan
distintas formas de relación laboral. Se habla de capitalismo, de socialización del
trabajo, de cooperativas... Según parece, los protagonistas no salen enteros
de ninguna.
En lo exterior es un juego de palabras, pero detrás de ese juego hablo de lo que me
importa. De un mundo en el que no existe la piedad. Vicente, el hijo, celebra que le bajen
el sueldo a la mitad porque aportando el otro 50 por ciento se convierte en socio, y la
madre, que pone a prueba toda su astucia para sobrevivir, se conforma con un sueldo. No me
interesa explicar la obra. Pero mi discurso sobre la realidad está ahí. Una realidad a
la que cargo con mi desprecio; que angustia y duele, y más a quien no tiene trabajo.
¿Cómo recuerda a Osvaldo Dragún hoy?
Chacho era el clásico hombre de teatro independiente de nuestra generación. Era un
muchacho cuando en los 50 llegó de Entre Ríos y se quedó en Buenos Aires. Primero
anduvo por un teatro de Villa Crespo, después en el IFT y más tarde en Fray Mocho. Ahí
empezó a escribir y a convertirse en lo que fue, alguien que veía el teatro y la vida
como algo combativo. Era un rebelde. Nada formal, imprevisible. Escribía para los grupos,
trabajaba en equipo. Como autor, nunca se encerró en un estilo. Sus textos eran
borradores que después elaboraba en escena. Tenía las características del militante, y
era un gran provocador cultural.
¿Qué significaba hacer teatro en esa época?
Los jóvenes encontraban en el teatro una forma de expresarse libremente. La
Argentina del primer gobierno de Perón era culturalmente muy cerrada y autoritaria.
Cerrada en el sentido de que no había espacios de trabajo en el teatro comercial ni en el
oficial. Los jóvenes se aglutinaron en los teatros independientes, que en muchos casos
tuvieron una repercusión enorme. Chacho fue en este sentido un continuador. Cuando el
teatro independiente decae, a fines de los 50, él sigue manteniendo su espíritu, y lo
lleva a Cuba y después a México. Ese mismo espíritu es el que anima a Teatro Abierto,
porque este acontecimiento fue, de última, estar dispuesto a juntarse con los otros y
provocar un hecho sin detenerse en formalidades, concretarlo incluso con alguna
desprolijidad técnica.
¿De dónde provenía esa urgencia?
Del espíritu militante de Dragún, que nos contagió a todos. Porque Teatro Abierto
fue más tribuna política que hecho artístico. Era nuestra respuesta al ahogo cultural,
la persecución, la marginación... Chacho fue un gran intuitivo de la acción
político-cultural. Y era una persona entrañable, un tipo sin resentimientos, y tenía
motivos. Durante los años que estuvo fuera del país añoró a Buenos Aires, pero sabía
que acá no tenía forma de ganarse la vida. Hasta que apareció lo del Cervantes, que
aparte de ser un trabajo que le gustaba, era un trabajo remunerado.
Pero él decía estar a gusto en Cuba...
Sí, pero a veces se planteaba la vuelta, cuando estrenó Arriba Corazón, en 1987,
y después El delirio. Pero Buenos Aires es una ciudad muy dura, y él en La Habana y en
Cuba era una persona querida y respetada. A pesar de ese rechazo de Buenos Aires y de sus
críticas, nunca le escuché decir nada que viniera del resentimiento. Le gustaba su
trabajo en Cuba, apoyar todas las experiencias, las búsquedas de los más jóvenes, los
encuentros...
Como el Iberoamericano que organizó en el Teatro Cervantes...
Sobre esto Chacho tenía una idea delirante, que si hubiera vivido más
seguramente la habría concretado. Pensaba equipar un barco y llevar teatro a toda
Latinoamérica anclando en los puertos. La Escuela Latinoamericana de Teatro también fue
un proyecto delirante que pudo concretar. Sólo que en los últimos años Cuba se
encontró económicamente muy mal parada y no pudo respaldarlo. Dragún llevó entonces la
Escuela a México, que tampoco es un país desarrollado, pero pudo sostenerla hasta que
apareció el ofrecimiento de dirigir el Cervantes.
¿Le sorprendió que aceptara la dirección?
No me extrañó. Me pareció bien. Creo que uno puede no aceptar una tarea como ésa
por diferentes razones, entre otras porque crea no estar en condiciones para llevarla a
cabo, pero no por los motivos que denunciaban los que estaban en contra. No es
imprescindible estar de acuerdo con el gobierno para aceptar un cargo de este tipo.
Tenemos que defender los teatros oficiales, porque si los dejamos caer los venden, como se
hizo con empresas que considerábamos propias, como YPF y Aerolíneas. Estar en contra del
gobierno menemista es hacer del Cervantes un buen teatro. Si no tiene ni buenas propuestas
ni público, entra en decadencia y el próximo paso es el remate o el shopping. Por lo
tanto, ahora, como cuando estaba Chacho al frente, lo más revolucionario es
mantenerlo activo y con buenos trabajos. Los que estuvieron en contra de Dragún lo
confundieron todo: creían estar en los 70. Son unos trasnochados, porque no es lo mismo
Videla que Menem. Primero porque éste es un gobierno elegido por voto, y segundo porque
Chacho hizo lo que quiso. Nadie le impuso nada. Insisto: me alegró muchísimo. Era el
momento de abrir una polémica genuina sobre los puestos oficiales, pero no se avanzó.
Dragún no fue cómplice de este gobierno, y la prueba está en lo que hizo. Fue coherente
con su historia. Quienes lo atacaron sabían quién era, y eso le dolió. Lo peor que
podía pasar era que hubiesen puesto a un burócrata menemista. Hoy ese espacio estaría
muerto o privatizado, como se quiso hacer también con el Presidente Alvear, un teatro
municipal.
¿Existe todavía ese peligro?
Este es un momento de reflujo, pero hay que estar atentos. Todavía hay gente que
quiere vaciar, quitarle a los empleados y a los técnicos la calentura por el trabajo, y
después vender barato. El Cervantes es una joya y no hay que perderla.
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