Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona Una popular publicidad de la
televisión española muestra a varios jóvenes de aspecto entre grunge y sónico,
sentados en una explanada frente al mar contemplando el amanecer. Todos llevan los
anteojos oscuros de rigor menos uno que se pone nervioso. Muy nervioso. Sus nervios duran
poco porque, enseguida, es pulverziado por un rayo de sol naciente. Los otros se ríen
cómplices y comentan: Se olvidó sus Rayban. Y recién entonces muestras sus
afilados colmillos de vampiros.
Todo esto para decir que, casi seguro, en cualquier otra ciudad del mundo la sexta
edición del Festival Internacional de Música Avanzada y Arte Multimedia Sónar hubiera
sido uno de esos fenómenos inevitablemente nocturnos y sonámbulos. No fue así en
Barcelona ciudad de rancia tradición sónica donde esta semana el fenómeno
fue claramente diurno con, claro, inevitables prolongaciones hacia la oscuridad, pero sin
que esto no significara que los vampiros tecno se movieran como por su casa por las calles
del barrio antiguo (donde se alza el monumental Centro de Cultura de Barcelona, cuya
capacidad comienza a ser considerada insuficiente por los autores del crimen) con la
tranquilidad de quien se sabe invulnerable gracias a anteojos oscuros.
El perro embalsamado. No fue el primero ni va a ser el último; pero fue el más exitoso
hasta la fecha (a pesar del, paradójicamente, disloque cibernético que complicó la
venta de entradas anticipadas desde los cajeros automáticos de la Caixa). Y el más
ecléctico, con menos aire de aquí solo entran las tribus especializadas. Sus
organizadores Ricard Robles, Enric Les Palau y Sergi Caballero disfrutan a
esta hora la felicidad de una convocatoria creciente y de un fenómeno que ya trasciende
las fronteras de España y atrae a gentes de todas partes. De Europa y de donde sea,
porque el emplazamiento del Sónar en el calendario es estratégico: empiezan las
vacaciones. Así, mochilas y raros peinados nuevos y cuarenta y dos mil personas que
entraron, salieron, se estremecieron y bailaron alrededor de la mascota del evento: un
perro embalsamado con rueditas que, por las noches, es transportado hasta la sede nocturna
del festival el Pabellón de la Mar Bella, sede de desenfrenadas raves bajo la Luna
a la que se accede mediante un servicio de autobuses especialmente consagrado al
Sónar con inequívocos modales sacros de Virgen de Luján.
Los nombres. Pararse frente a las ominosas pizarras negras con la programación que
hacían recordar sin esfuerzo a aquel monolito de 2001: Odisea del Espacio no era
fácil y menos sencillo era, todavía, entender algo para el neófito del asunto. Horas y
nombres: Supercollider, DJ Spooky, Grooverider, Atari Teenage Riot, Tiki-Man, D.A.R.K.,
Sólo los Solo paladines del dub, del free-relay, de lo que sea; campeones secretos
de una galaxia donde el disc jockey es la estrella codeándose con astros
reconocidos del asunto como el dúo británico Orbital y su show más comercial y
efectista y ya considerados cosa vieja. P18, la macrobanda del ex Mano
Negra Tom Darnall, combinó descargas y relámpagos con sabor cubano.
Electropical, definen a su música. Por su parte, los formidables Mastretta
dos saxos que alternan clarinete, caja de ritmos y un indispensable Moog
versionan clonaciones de Nino Rota, Henry Mancini para desembocan en una tan inspirada
como desopilante versión del tema de Star Wars que acaba mutando a El
manicero. Esas cosas.
Pasto artificial. Largas y anchas alfombras de hierba artificial tapizaban el gran patio
del CCCB. Allí, mucha agua mineral y la mirada cómplice de droga sintetizada pero,
también, Coca-Cola y perfume a hash y marihuana. Sí, éste ha sido el festival más
ecléctico y las tiendas queflanqueban el evento ofrecían desde libros cyberpunk a
revistas by-design; de bandejas para el disc jockey con ganas de hacerse famoso a remeras
flúo; de degustación de CD-Roms a instrucciones para la confección de tu propio website
y ser alguien en la red. La idea y el objetivo es trazar el mapa y ofrecer brújulas para
moverse por la galaxia de un nuevo mundo electrónico que es otro pero está en éste. Por
supuesto, la música es la protagonista absoluta (factor señalado por dedos acusatorios
de artistas gráficos, performers, etcétera), en una galaxia donde los inevitables
estandartes de marcas patrocinadoras de primer nivel se disputan el éxito y el
descubrimiento mientras, al fondo, una manada de impresoras láser debidamente
sincronizadas escupían la música de sus entrañas. Viva la máquina y la electricidad
del cuerpo. A Walt Whitman le hubiera encantado.
Autitos chocadores. La idea tiene la sencillez y perfección de las grandes ideas: en el
Pabellón del Mar Bella, los organizadores han instalado una pista de autitos chocadores.
Como el perro embalsamado y el césped artificial, otro de los símbolos/ metáforas del
evento. Los sónicos suben a los autitos, aceleran a fondo, se arrojan unos sobre otros al
grito de ¡¡Banzai!! y un periodista del diario El País se pregunta y se
responde al mismo tiempo: ¿Acaso los autos de choque no han sido una primera
experiencia para muchos de electricidad, música y emoción? (por no hablar de aquellas
chispas tan alucinógenas). En los días sucesivos, la lectura de las críticas
musicales, en los medios especializados, y nó, se convierte en un ejercicio tan
apasionante y patafísico para el aquí firmante como intentar dilucidar las crónicas
taurinas. Corrección: es más fácil entender las crónicas taurinas.
Todo pasa y todo queda. Pero lo nuestro es Sónar. Como verbo, sonar tiene para los
argentinos connotaciones más bien funestas y claramente inertes. Para los nuevos sónicos
del Viejo Mundo es todo lo contrario: el festival termina con una gigantesca rave de alto
contenido sudorífico. Diez mil personas junto al mar. Afuera y adentro. Las instalaciones
superadas por todos esos vampiros de mediodía esperando que salga el sol, seguros de su
inmortalidad detrás de anteojos oscuros mientras, en alguna parte, un perro embalsamado
(con rueditas, claro) aúlla su mudez a la Luna.
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