Por Osvaldo Bayer
Nuestra pobre democracia sufre humillaciones que
ni siquiera tendríamos que haber imaginado a dieciséis años de que el último de
facto como se autotituló ese general cavernícola, ejemplar extraído de
algún catálogo del museo de cera del espanto, llamado Bignone saliera por la
puerta excusada de la historia. Parecía que habíamos llegado entonces al final del
laberinto del oprobio. Fue cuando tomó el poder el gobierno elegido por las urnas. Porque
si hubiéramos escrito hace dieciséis años que recuperamos la democracia
habríamos caído en la demagogia. Porque, vamos a repetir una vez más que democracia no
es tener la libertad de elegir cada dos años entre dos que hacen lo mismo con distintos
métodos, sino alcanzar a vivir en dignidad y libertad. Y dignidad significa nada menos
que hasta el último poblador tenga trabajo con leyes laborales justas, educación,
vivienda, derecho a una vejez tranquila y aquí llegamos derecho a la salud.
Justamente aquí, la población argentina está viviendo horas de profunda vergüenza y
humillación. Todos los argentinos debemos sentirnos avergonzados ante el espectáculo.
Hemos visto a un matasiete golpista invadir un hospital, que siempre tiene que ser un
templo de la sabiduría y comprensión, un lugar donde la solidaridad humana debe
mostrarse en su más alta capacidad, donde el sano ayuda al enfermo, donde la ciencia
está para servir a la humanidad. El individuo que usó el uniforme para ocupar cuarteles
y levantarse contra el gobierno legítimo, que hizo volar puentes construidos con el
sacrificio de los habitantes, que se pintó la cara para asustar la paz y esconder sus mil
complejos de matón equivocado de época, el que alardeó de gritar que un asturiano
nunca se rinde y fue el primer asturiano que se rindió en la historia del mundo
cuando escuchó el ruido de un cohete que un niño había prendido a cinco cuadras de
distancia, ese antiejemplo de hombre culto, un desecho de un sistema que había enlutado
el hogar argentino con el método de asesinato más cobarde y criminal de la historia del
mundo, ese patotero fuera de época, triste remedo de los taitas de Barceló de los años
treinta, gritón por antonomasia cuando tiene pistola al cinto y matones a su servicio,
esa vergüenza argentina, que taconea moviendo el trasero como si tuviera en la oreja un
walkman con la marcha de Ituzaingó, esa ridícula imitación milonguita de Mussolini,
ése, quiere hacer formar a los hombres y mujeres de la salud en una fila de reclutas para
gritarles marcar el paso, lo único que aprendió en su vida, amén del manejo del
gatillo.
Su hipótesis de conflicto son los médicos, su objetivo de brevedad mental son los
nosocomios. Pareciera que es cierto lo que sostuvieron pensadores acerca de que el militar
es enemigo por antonomasia de los médicos porque aprenden a matar, mientras que a éstos
se les enseña a salvar la vida contra tanta muerte irracional. Tal vez no haya algo más
desolador del sinsentido que ver cómo en las guerras se despanzurran los más bellos
jóvenes de la creación, mientras adentro los médicos tratan de salvar una pierna, o un
ojo, o toda la vida de quienes no saben por qué ni el porqué los mandan a matar.
Es de profunda aflicción, de profunda angustia, ver cómo la sociedad no cumple con su
deber con todos los trabajadores de la salud. Alguna vez, el caso de San Miguel, servirá
para medir toda la irracionalidad que a veces asalta a la sociedad argentina. Tomar como
objetivo de lucha el ataque a los trabajadores de la salud es deprimente e injusto hasta
el ridículo. Ahora pareciera que la culpa de toda esta miseria no la tiene el sistema
económico ni la ley de patentes de medicamentos, ni la industria de la salud, no, no, la
tiene el médico de guardia, la partera, la enfermera nocturna. Para el bruto de ideas
uniformadas son todos haraganes. Me acuerdo de mi servicio militar: cuando el teniente
coronel estaba de mal humor nos llamaba haraganes y había que ir a cortarle el pasto al
césped de su casa, o a lavarle el auto. Ese es el principio rector de un uniformado
mental metido a administrador de la sociedad. ¿Por qué todos se callan la boca ante
tamaña injusticia, ante los desaguisados de Aldo Rico? ¿Piensa el gobernador Duhalde que
dejando a este sargento primero de labravata de cara pintada va a ganar votos? El tema de
la salud pública sólo se puede resolver en el gran debate donde deben ser protagonistas
los hombres y mujeres de experiencia y no un mequetrefe gritón acompañado de treinta
sayones de patada y cachiporra. Deben ser los gremios médicos y los representantes de los
interesados quienes puedan resolver el problema sin afectar a los humildes. No, todo lo
contrario, se deja que un gritón emplee la palabra haraganes de acuerdo al vocabulario
fascista. Lo único que le falta al capitán es que califique de judíos y
marxistas a los médicos. Y no exageramos: véase el vocabulario que usa el
delincuente Rico para calificar a trabajadores honorables.
Rico, siempre en su papel. Si alguna vez sirvió al régimen militar que apoyó los planes
de Martínez de Hoz e hizo desaparecer a decenas de delegados obreros y a la juventud que
quería más justicia social para los desposeídos, hoy sirve al plan de privatización de
un hospital público, lo más irracional que puede imaginarse. Privatización a puñetazos
con la cara pintada, Argentina 1999.
Pero la falta de respeto llega mucho más hondo. Proporcionalmente, el gremio médico es
el que más desaparecidos tuvo en la dictadura, de la cual Rico fue un lansquenete más.
Con inmenso dolor uno puede repasar la lista: 365 desaparecidos, de ellos, 160 médicos.
Eran además enfermeros, bioquímicos, psicólogos, asistentes sociales, empleados.
Secuestrados, brutalmente torturados, asesinados, tirados en una fosa común o arrojados
al río. El capitán Aldo Rico, en vez de avergonzarse públicamente y de pedir perdón
por tanto crimen, va a la casa de la salud a insultarlos, hacerles pegar, ordena su
traslado. Los radicales, quienes en su gobierno incubaron el huevo de la serpiente, se
callan la boca; el gobernador Duhalde piensa en votos. Todos ellos se hicieron los
distraídos cuando, por ejemplo, fueron desapareciendo uno a uno los miembros de la
Federación de Médicos Residentes y Psicólogos. Esa federación tenía esta noble
consigna: Por una medicina gratuita, igualitaria, científica, a cargo del Estado y
al servicio del pueblo. Esta organización, desde 1968, se opuso tenazmente a las
distintas propuestas de los gobiernos militares de un recorte a la gratuidad de la
asistencia sanitaria. Luego, la dictadura militar persiguió despiadadamente a este
conjunto de jóvenes médicos. No sólo se los secuestró e hizo desaparecer, sino
también, en todos los casos, las fuerzas militares represivas les quitaron todos sus
bienes. Hasta los instrumentos médicos que tenían en sus casas para atender de urgencia
a gente pobre de sus barrios. Nombres que hacen pensar y no permiten el olvido: Edith
Casares, residente de cirugía del Hospital Italiano; Graciela Alba Vallejos, médica
pediatra del Hospital de Niños de Buenos Aires; Eduardo ONeill, médico neurólogo,
del Hospital Ramos Mejía; Norma Savignone, psicóloga del Hospital Italiano; Norma Leiva,
residente de Anatomía Patológica del Hospital Ramos Mejía. Cinco nombres que valen por
decenas. Nunca más se supo algo de ellos.
Hoy, el ex capitán Aldo Rico quiere hacer desaparecer a los médicos del
Hospital Larcade de San Miguel, conminándolos al traslado.
Todo esto deja un gusto amargo en la boca; los mismos que llevan en su conciencia los
crímenes atroces aplican hoy otro método, por supuesto, mucho más disimulado, ahora
pegan patadas en las rodillas en vez de matar, pero el fin es el mismo: hacer que los
trabajadores de la salud pierdan todo protagonismo justamente donde más hacen falta.
Un capítulo amargo. Nuestra democracia retrocede. Volvemos al sistema de mandones y
punteros. El Hospital Larcade no debe perderse. Porque si no los pacientes en el futuro
tendrán que pintarse la cara para poder entrar. Por supuesto, previo pago del óbolo para
los dueños del poder.
REP
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