Página/12 en Alemania
Por Sonia Jalfin Desde Berlín Ya nadie puede decir que
vuelve a casa cuando llega a Berlín. Ni los berlineses más orgullosos reconocen hoy su
ciudad y en cambio circulan por las calles a la defensiva, con la velocidad que impone la
puntualidad alemana de siempre, pero consternados por el tumulto y los ruidos de la
construcción. Con la excusa de la mudanza de la sede del Gobierno Federal Alemán y el
Parlamento de Bonn a Berlín decidida por escasa mayoría legislativa en 1991
se están levantando por estos días 12 mil obras edilicias destinadas a convertir a
Berlín en la capital de Europa del siglo que viene. En el 2000, entonces, cuando todo
esté listo y los cientos de grúas se retiren, poco quedará de la antigua ciudad del
muro. Para fin de año, los nueve principales ministerios del gobierno deberán estar
trabajando en esta ciudad que ya parece de ciencia ficción. Seguirán la ruta del
canciller Gerhard Schröder, que se muda desde Bonn en agosto, y del Parlamento, que
inauguró su nueva sede en mayo. Todas las embajadas, los diarios y las principales
empresas, en consecuencia, cambiarán también de lugar para mantenerse en el epicentro
del poder. Los datos oficiales indican que se moverán 27.000 puestos de trabajo de Bonn a
Berlín, 120.000 piezas de mobiliario como sillas o escritorios, y una cantidad de libros
que ocuparían 36.000 mil metros de estantes en una biblioteca.
La mudanza de una ciudad es tan caótica como la de una casa: una oportunidad para decidir
qué conservar y qué desechar; sólo que los alemanes parecen querer descartar toda
referencia al pasado. Han montado, por caso, un mirador turístico desde donde observar
las nuevas zonas de construcciones justo en el lugar que solía llamarse zona de la
muerte, el espacio donde estaba el muro que dividió la ciudad hasta 1989. De los
200 kilómetros de muro que existieron, hoy sólo queda uno y medio. Hay, en cambio, 280
kilómetros de líneas de metro que surcan los barrios como si jamás hubiera habido
escollos para comunicarse.
Los principales cambios en Berlín, sin embargo, no se vinculan con la infraestructura
sino con la gente. Así como muchos funcionarios argentinos se sintieron alguna vez
consternados ante la posibilidad de irse a vivir a Viedma, los políticos de Bonn sufren
la imposición de hacer las valijas.
Quien se niegue deberá presentar sus argumentos al gobierno y aceptar pasar a un puesto
de menor jerarquía. Pero aun con esas dificultades, los 6 millones de toneladas de
concreto que están requiriendo las obras en Berlín no entusiasman mayormente a los
funcionarios de Bonn, quienes disfrutan de la placidez provinciana de sus calles y
detestan la idea de trasladarse al bullicio. Muchos de ellos optarán por dejar a sus
familias en casa y vivir en Berlín de lunes a viernes. Tan generalizada es la tendencia,
que las autoridades debieron disponer trenes especiales para funcionarios, que recorren
los 650 kilómetros entre las dos ciudades en sólo 5 horas. Otra opción para los
políticos reacios al cambio es mudarse a los suburbios de Berlín, una zona en pleno
crecimiento luego de años vedada por el muro perimetral.
Berlín está siendo renombrada y ya nada se llama como antes. La nueva nomenclatura
empezó a gestarse cuando cayó el muro. Hoy, 10 años después, poco queda de los
antiguos carteles. En la ciudad se dice, en broma pero con gran poder descriptivo, que lo
único que los occidentales tomaron de la RDA fue un tipo de semáforo que permiten doblar
a la derecha aun cuando hay luz roja. Por supuesto, poco quedó de la iconografía
comunista. La estatua de Lenin que dominaba la calle Karl Marx que aún conserva su
nombre está desarmada en piezas sueltas en una bóveda del Deutsche Bank. Una de
las mayores curiosidades de esta ciudad en obra es que tampoco los obreros están de
parabienes. Aunque hay 250 mil trabajadores levantando la nueva Berlín en dos turnos de 8
horas diarias, las estadísticas del Ministerio de Trabajo reconocen que 37 mil obreros
alemanes están desocupados. Es que la nueva metrópoli está en manos de polacos, turcos,
rusos y otros inmigrantes de Europa oriental, que llegaron, muchos de manera ilegal,
anhelando los salarios que los alemanes desprecian.
Otra de las paradojas de la nueva Berlín es que, más que levantarse, se está hundiendo.
En efecto, en la zona histórica del antiguo centro oriental sólo está permitido
construir hasta una altura de 30 metros, por lo cual pueden verse gigantescos pozos de
subsuelo en construcción, que requieren esfuerzos adicionales para controlar el agua de
las napas subterráneas que se encuentran a sólo dos metros de la superficie. La mayoría
de las obras, en consecuencia, exige el trabajo de buzos profesionales que se sumergen
para colocar los primeros cimientos y unas enormes bombas de succión que retiran el agua
y la conducen por cañerías hacia afuera. Lo que más se ve hoy en Berlín son grúas y
cañerías que surcan el aire sobre las calles. En las charlas de bar se explica en sorna
que por algún lado tenían que evacuarse las cantidades industriales de cerveza que
consumen los alemanes.
Pero sin duda los más curiosos juegos de la historia se vinculan con las dificultades
para terminar las obras de la mudanza en el 2000, como está previsto. Extremadamente
respetuosos de los tiempos, los funcionarios alemanes deberán trasladarse aunque los
edificios no hayan podido ser completados en término. Así es como Schroeder se mudará
en agosto, pero como sus nuevas oficinas junto al remozado Parlamento no estarán listas
deberá trabajar provisoriamente en la antigua sede del gobierno de la RDA, que solía
habitar Honecker. El Ministerio de Finanzas funcionará, también de manera transitoria,
en el edificio que ocupaba el Ministerio de Aviación del III Reich. Hacienda pasará unos
meses en los despachos de un banco que fue construido por Hitler y que luego ofició como
Comité Central del Partido Unificado de la Alemania Oriental. La cartera de Trabajo, por
su parte, pasará una estadía en el lugar que supo ser el Ministerio de Propaganda de
Goebbels.
Por los resquicios, la historia de Berlín sigue irrumpiendo. Ni los 2 millones de metros
cuadrados de oficinas vacías que esperan llenarse en los próximos meses, ni la
inversión oficial de 20 mil millones de marcos, ni los proyectos privados por 200 mil
millones, nada al fin opone suficiente resistencia al pasado de la ciudad. Desde el
mirador de Postdam, sin embargo, parece que las grúas pudieran tomar a Berlín pieza por
pieza y reacomodarla de acuerdo con las ambiciones del gobierno. En las publicidades
oficiales ya se habla de la capital del futuro, situada estratégicamente en el corazón
de Europa. Y Berlín, plagada de edificios remozados y torres ultramodernas a medio
construir se deja llamar así, capital del futuro, como si no hubiera sido tantas otras
cosas en el pasado.
|