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Transcurre este invierno recesivo, triste, frío y nadie logra ampararse al calor de los debates de la campaña electoral. Ocurre que nadie puede ampararse al calor de lo inexistente. Ocurre que el calor de la campaña electoral no existe. Porque hay campaña, pero no hay calor. No hay calor porque no hay debates. Nadie discute nada. Se hacen gestos, poses airadas, se pronuncian algunas palabras fuertes, pero lo que percibe el tipo común que ha sido convocado a votar en octubre (o sea, todos nosotros) es que no hay nada que discutir. Que deberá elegir entre dos males y que --en el mejor de los casos-- elegirá el menor. Pero que el mal, el verdadero mal que aqueja a este país, es tan fuerte, está tan consolidado, que no hay una fuerza que se le oponga en totalidad. Que tenga el poder de erradicarlo. O que, al menos, se lo proponga. Cuando la gente dice "se trata de votar el mal menor" está reconociendo la derrota de la sociedad argentina. Cosa que no ignora. La Argentina está tan mal, hasta tal punto el mal se ha adueñado de ella, que sólo podemos elegir entre distintas caras de ese mal. El que consideremos menor. Pero nadie piensa que está eligiendo el bien, porque hacerlo implicaría creer en una fuerza que viene a cambiar al país que construyó el menemismo. Y esa fuerza no existe. Y tal vez sea justo aclarar que, si no existe, es porque no puede existir. Y tal vez sea necesario aclarar por qué. Durante casi diez años el menemismo se consagró al debilitamiento de la política en la Argentina. Este debilitamiento conllevó el debilitamiento del país. Este país fue impecablemente entregado a los sectores más concentrados de la economía. Hubo un traspaso del poder político al poder económico. El votante, en suma, sabe que en octubre habrá de votar a una clase política que es testaferra del poder del dinero, o, en el mejor de los casos, su sumisa interlocutora. Las grandes empresas nacionales (que representan esos servicios esenciales sin cuyo dominio un país no es un país: petróleo, luz, agua) han sido enajenadas. Las otras empresas están en manos de capitales nacionales tan tramados con los supracapitales del capitalismo salvaje que apenas si pueden ser llamadas "nacionales". Casi nada queda que pueda ser llamado "nacional" excepto la corrupción desaforada que acompañó al proceso de destrucción del país. Si fuera posible combatir esa corrupción, podría confiarse en cierto restablecimiento de una ética que tuviera que ver con la defensa de un espacio que aún pudiéramos sentir "nuestro", eso que acostumbrábamos a llamar "patria". Pero ¿qué fuerza política podrá combatir una corrupción que hizo que el país sea lo que es, que lo entregó a las manos que lo dominan y gobiernan, no desde las sombras, sino desembozadamente, a plena luz? ¿Entregarán los dueños de la Argentina a quienes tan eficazmente se la entregaron? ¿Se atreverá alguna fuerza política a juzgar y encarcelar a esos que han sido y seguirán siendo testaferros de un poder al que todos respetan, honran y rinden cuentas sobre lo que harán y no harán si es que ganan? Estas cuestiones (a veces de un modo sofocante y dramático y a veces con una resignada indiferencia) son las que aquejan al votante argentino. Son las que lo llevan a decir que sólo es posible elegir el mal menor. Algunos argumentan que, dentro de un mundo claramente dominado por el mal, no es poca cosa que aún exista en este país un mal al que podamos considerar menor. Esos atraviesan este cruel invierno mejor que los otros, y hasta a veces se los ve con una sonrisa en la cara.
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