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“Ya que no se puede cambiar la realidad, yo elijo no creérmela”

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El escritor y cineasta español Gonzalo Suárez acaba de publicar
“Ciudadano Sade”, una novela centrada en la figura del célebre
Marqués, en que investiga el poder de los mitos sobre la sociedad.


Por Cecilia Bembibre
t.gif (862 bytes)  Gonzalo Suárez pasó sus dos primeros años de vida en Oviedo, yendo cada tanto a esconderse bajo la cama. Primero la revolución minera, después la guerra, convencieron al chico de que los estallidos y las esquirlas eran tan naturales e inalterables como la lluvia o la puesta del sol. “Yo creía que el mundo era así, que tiraban bombas”, explica con una franqueza que, aunque debe haberlo dicho mil veces, no deja de sonar convincente. Constante nómade entre la literatura y el cine (en los 60 fue una de los nombres fuertes de la experimental Escuela de Barcelona, versión catalana de la nouvelle vague), Suárez estuvo en Buenos Aires para presentar su novela más reciente, Ciudadano Sade. Una mirada sobre la vida del marqués que comenzó como el guión de un film y fue abandonada por limitaciones económicas y técnicas: Suárez quería para su Sade la decadencia monumental de Marlon Brando. Tres años siguiendo las huellas de Sade por los archivos, e imaginando los huecos, llevaron al escritor a reciclar el proyecto como un libro que es a la vez biografía y novela policial.
–¿Qué le llamó la atención de la historia de Sade?
–Me apasionó su pensamiento completamente incorrecto con su época, que estaba como imbricado con la peripecia. Toda la época parecía que estaba obedeciendo al pensamiento del marqués de Sade. Y me fascinaron sobre todo las mujeres del entorno de Sade. Tanto madame de Montreuil, su suegra, como su esposa, que es a la vez sumisa y dueña de un carácter muy extraño. Como Constance, que comparte los últimos años de Sade. Son ellas en cierto modo las que daban relieve al enigma.
–¿Cómo era la relación del marqués con las mujeres que lo rodearon?
–Eran cómplices. Lo que a ellas les fascinaba de Sade no creo que fuera tanto la cuestión sexual sino su inocencia de niño perverso, su necesidad de protección. Creo que, aunque se sentían atraídas por el vértigo del personaje, lo primordial era el instinto maternal que despertaba su figura. Y mi relación con el personaje mientras escribí la novela se pareció bastante a la de las mujeres. Por momentos sentía por él una extraña ternura, otros una antipatía visceral... y sobre todo no entiendo por qué se elige a Sade como exponente mayor de lo que podríamos llamar el sadismo, que tampoco lo inventó él. Es un enigma. No quise hacer una tesis, sino un libro de aventuras, exterior e interior.
–Usted dio al personaje del inspector Marais más relevancia y longevidad de la que tuvo. ¿Por qué?
–El personaje me lo imploró. Marais es un inspector de costumbres de la época, un miembro de la policía especial de Luis XV que investigaba quién se acostaba con quién, cómo y por cuánto dinero. Hoy sería un paparazzi. Fue realmente el policía que lo persiguió en forma obstinada hasta que lo metió en la cárcel. Es como un alter ego, una especie de contrapunto de Sade. A veces me gustaría tener un policía que me persiguiera siempre. De esta forma el juego se prolonga: para jugar, hay que jugar con alguien.
–Usted trabajó las historias de Don Juan, Frankenstein y el Dr. Jekyll. ¿Qué características hacen al mito interesante como punto de partida?
–Es una llave para entender la gente. Nos revela actitudes ante la vida. Los mitos, en lugar de sentirse sometidos, mantienen la libertad de su pensamiento y la libertad de sus actos, como pueden, pagando las consecuencias. Sin embargo, hoy se vive una etapa desmitificadora, ya no creemos en nada. El caso de Sade es más complejo, porque lo convertimos en mito a posteriori. Si no hubiera sido por los surrealistas, que lo rescataron del olvido, no estaríamos hablando hoy del marqués de Sade.
–Se lo describe como un escritor que filma y como un director que escribe. ¿Pensó en dedicarse completamente al cine o a la literatura?
–Nunca sé responder del todo esa pregunta. Soy tan tonto que todavía no distingo dónde acaba la literatura y dónde empieza el cine y viceversa. No sé hacer la autopsia de lo que va antes, si la imagen o la palabra, niquiero, porque sería como destripar el juguete. Prefiero jugar a saber cómo funciona. A veces, a partir de un libro tengo la necesidad imperiosa de dar un paso al cine. Sobre todo porque implica no estar solo. Porque en la literatura hay que estar sentado –eso es una lata– encerrado y solo.
–¿Qué sensación le produce ver una película basada sobre un libro suyo, pero adaptado por otro?
–Nunca tuve el prurito de reivindicar la pureza de la historia. Una vez que la obra se ha hecho, si sale una película casi aconsejaría olvidarla, no se me ocurriría protestar. Prefiero considerar la película como una nueva aventura. Siempre hay tiempo de opinar que a uno no le gusta.
–¿Qué cosas permanecen en usted de la escuela de Barcelona?
–Creíamos que todo podía cambiar. De hecho, se hacía cine y se escribía para cambiar el mundo, para romper estructuras. Y luego la vida enseña que el que va cambiando es uno. Pero en mí perdura esa especie de obstinamiento: ya que no puedo cambiar la realidad, elijo no creérmela. Yo no me siento normal, y me cuesta creer que a otros las cosas les parezcan normales. No me parece normal estar dentro de un cuerpo, mirar por los ojos, hablar... para mí todo eso es rarísimo. Eran otros tiempos: a favor o en contra, había más pasión. Ahora todo es un problema de mercado.
–¿Identifica alguna tendencia parecida, dentro del cine actual?
–Pienso que no. Todos los estudiantes de cine quieren llegar a ser Spielberg, y el planteamiento pasa por cómo entrar en un mercado.
–¿Y esa idea estaba ausente hace treinta años?
–Decir que te habías pasado a lo “comercial” era lo más peyorativo que te podían decir. Hace un tiempo, yo hubiera despreciado a un escritor que firma ejemplares en una feria, es probable que dejara de leerlo. Me acuerdo de que Albert Camus estaba muy atormentado porque El extranjero había tenido mucho éxito y él se preguntaba qué estaba haciendo mal. Incluso mi primera película tuvo éxito, y me lo reprochaban. Era muy distinto, y el concepto de democracia también era muy distinto. Hoy se trata de obedecer a la demanda de la mayoría, lo cual convertiría a la cámara en la bandeja del camarero. En otra época, democracia significaba que todos tuvieran acceso a todo, que es algo muy diferente.

 

“No le encuentro ninguna virtud”

“Si Sade estuviera vivo hoy, no querría conocerlo ni presentarlo”, asegura Suárez. “Era un personaje mezquino, al que no le encuentro ninguna virtud. Ni siquiera me entusiasma como escritor, es tan aburrido... Y la obra teatral, aquello por lo que quería triunfar, es francamente intolerable”. A partir de Ciudadano Sade se comprende que, si de hablar del marqués se trataba, la riqueza de la biografía desborda, para Suárez, la monotonía de las páginas literarias. Incómodo y revulsivo para su entorno, Sade estuvo preso veintisiete de los 74 años que vivió: Luis XV, Luis XVI, la Convención y Napoleón lo mandaron a la cárcel, por una variedad de cargos que iban del sacrilegio a su oposición declarada a la pena de muerte, pasando por libertinaje, envenenamiento, sodomía y corrupción summa. Curiosamente, fueron pocos los días que pasó tras las rejas a causa de su obra como literato. Encarcelado en la Bastilla escribió sus novelas más importantes; desde la ventana enrejada de la torre arengó a la multitud con un caño de desagüe, los primeros días de julio de 1789. La revolución también lo puso preso: sus últimos años los pasó en el hospicio de Charenton, viejo, tullido y obeso, dirigiendo obras de teatro que actuaban los locos para un público de burgueses adinerados. “Hoy quizás sería apenas un autor de teatro”, imagina Suárez, “y puertas adentro daría libre curso a sus perversiones”.

 

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