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OPINION
¡Que paguen los yanquis!
Por James Neilson

Tuvo que suceder. Era de prever que al aproximarse las elecciones de octubre Eduardo Duhalde descubriría que hay una forma sencillísima de eliminar las lacras del país y que, para colmo, ningún argentino tendría que desembolsar un solo centavo. No, no se le ocurrió secuestrar a Bill Gates. Lo que propone el candidato oficialista es algo mucho mejor: que el país pida una quita de la deuda externa. Se trata de un planteo que siempre ha fascinado a los “dirigentes” nacionales quienes, por una variedad de motivos –entre los cuales se destacan la avaricia, la indolencia y la cobardía–, no tienen la más mínima intención de modificar un esquema impositivo maravillosamente regresivo que favorece a sus amigos o emprender una ofensiva en serio contra la evasión masiva. Claro, los más lúcidos entenderán que los malditos extranjeros, sabedores de que a la elite político-económica argentina le encanta hacer ostentación de su riqueza, no querrán entregarle otro centenar de miles de millones de dólares para despilfarrar construyendo aeropuertos en el desierto, pero con una elección a la vista nadie se dejará conmover por este pormenor. También es de suponer que incluso Duhalde comprende que reclamar una quita de la deuda no servirá para atraer más inversiones pero, claro está, el hombre espera que después de las elecciones tendrá el tiempo suficiente como para explicarle al resto del mundo que la Argentina no es un país mendigo.
A los políticos –y ni hablar de los clérigos, militares y cierta especie de “intelectual”–, les gusta atribuir todos los problemas argentinos a la malevolencia ajena. Si asoman terroristas de izquierda, la culpa es de Cuba; si la represión derechista es feroz, los responsables son en última instancia los yanquis. ¿La extrema pobreza al lado de la opulencia? No tiene nada que ver con un esquema tributario que sigue asemejándose más al kuwaití que a los europeos o los norteamericanos, con la inoperancia de tantos funcionarios políticos, con industriales cortesanos, con la corrupción pandémica, con los privilegios que se votan los “dirigentes” para que no parezcan pobres diablos cuando se codean con sus compinches empresarios, con la costumbre de subordinar lo económico a lo electoral. Es consecuencia de un “modelo” ajeno que fue impuesto por el FMI, es decir, por Washington, o de la “globalización”, o de lo que fuera, pero nunca jamás podría ser culpa de la clase dirigente nacional, la cual es tan víctima de la injusticia internacional como cualquier habitante de una villa miseria.

 

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