Víctor Frankenstein y su monstruo
nacieron de una pesadilla de Mary Shelley. La mujer del gran poeta inglés y creadora de
un mito que aún nos visita soñó con un estudiante pálido que revive a un
muerto, se duerme, y al despertar descubre que esa cosa lo observa desde
arriba con ojos amarillos, lacrimosos, pero mirada pensativa. Se despertó
aterrada y quiso cambiar la espantosa imagen de mi fantasía por las realidades de
mi entorno. Todavía las veo: el cuarto, el parquet oscuro, los postigos cerrados por los
que batallaba la luna para entrar, y la sensación de que más allá estaban el lago
cristalino y los Alpes blancos, altos. Era la habitación donde la escritora dormía
sola en el frío verano suizo de 1816. La novela, Frankenstein o el Prometeo moderno, se
publicó dos años después.
Quién sabe cómo el sueño pasa a la escritura. Seguramente por las vías de la
imaginación, que desmonta y reconstruye el espanto de la pesadilla. Mary Shelley
convirtió al pálido estudiante en el doctor Víctor Frankenstein, que da vida a un
monstruo tan sobrecogedor como la realidad que recibió al dejar atrás su pesadilla. En
el siglo XIX se leyó esa novela como una admonición: se condena a sí mismo el ser
humano que pretende usurpar los poderes de Dios. De manera precida la interpretó hace
pocos años el director Kenneth Branagh en la película que Robert De Niro protagoniza en
calidad de monstruo. Con moraleja incluida; la penúltima escena del film los
funerales de Frankenstein soporta esta advertencia: a más conocimiento, más dolor.
Es una lectura equivocada de Frankenstein. Un aspecto fascinante de esa invención
consiste en el metódico trastorno de las expectativas del lector. Frankenstein parece al
comienzo una suerte de héroe de la ciencia que se interna sin miedo en campos
desconocidos; a medida que la narración avanza, despliega un egocentrismo ciego y
causante del oleaje de muerte que devasta a su propia familia. Su criatura empieza como
monstruo, pero su inocencia o ignorancia natural, contraria al pecado
original, evoluciona hasta conocer el Mal, el que impera en la sociedad, en su creador y,
más importante aún, en él mismo. La novela es, en realidad, una parábola que
contradice al statu quo: habla del uso despótico del poder -gubernamental, científico,
social, familiar, que desemboca en la crueldad contra los débiles y los
desprotegidos. Al final se simpatiza con el monstruo, más lúcido y humano que el humano
Frankenstein.
La invención (literaria), hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear
desde el vacío, sino desde el caos, escribió Mary Shelley en el prólogo de la
edición corregida del texto que se publicó en 1831. Soñaba -despierta con un
nuevo sistema de valores basado en el amor, no en el poder. Pensaba que sólo explorando
esa tierra incógnita con la imaginación se podría erigir el mundo igualitario que su
marido, sus padres y ella misma querían. El caos era el mundo injusto, sacudido por
guerras y voracidades coloniales, por la rapacidad de la burguesía, por la revolución
industrial continua, y en el plano ideal, por la contradicción cada vez más desnuda
entre el racionalismo del Siglo de las Luces y el irracionalismo de sus partos, que
empujaban a los refugios del romanticismo. Y al pavor de la incertidumbre. En 1931, en
medio de lacrisis más brutal que atravesó Estados Unidos, Hollywood estrenaba el
Frankenstein de Boris Karloff y el Drácula de Bela Lugosi. No parece casual. Tampoco la
serie de vampiros, el Drácula de Coppola de 1993 incluido, que chupan sangre con
insistencia en las pantallas grande y chica para no hablar de otros terrores,
extraterrestres y demás en los finales de un siglo castigado por genocidios atroces
la Shoah, Hiroshima y Nagasaki, de kurdos y camboyanos, panameños, argentinos,
tantos otros, que no conoció un solo día sin guerra, grande o chica, y que jadea
amenazado por el sida, desestabilizado por la globalización y por la destrucción
incontenida de la Naturaleza.
Es notable que otros dos grandes mitos del horror se hayan plasmado en creaciones
literarias acuñadas por un sueño. Bram Stoker escribió su Drácula, publicado en 1897,
obsedido por la siguiente pesadilla: un hombre indefenso es atacado por tres vampiras
sedientas de sexo mientras el vampiro jefe lo reclama al grito de ese hombre es
mío. La que agobió a Robert Louis Stevenson le trajo completa la historia que
explayó en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), novela que escribió en
tres días. No escasean las explicaciones freudianas, antifreudianas y aun junguianas de
la relación pesadillaescritura en estos casos. Mary Shelley habría expresado el
trauma del nacimiento prematuro y muerte de su hija, y del fallecimiento de su madre a los
12 días de darla a luz. Bram Stoker habría dado salida a inseguridades acerca de su
masculinidad. Stevenson, a las marcas que su nodriza, ferozmente escocesa y presbiteriana,
le infligió con sus letanías sobre las llamas del infierno y la condenación del
pecador. Pero ésa es una manera de achicar las resonancias del afuera en una escritura
sensible. Lo cierto es que las ideas y las imágenes de horror que aportó el romanticismo
de fines del siglo XVIII guardan intacto su poder de interlocución con los miedos más
profundos de dos siglos después. ¿La felicidad consistirá en extirparlos? ¿Habrá que
cambiar el mundo, entonces?
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