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MIEDOS
Por Juan Gelman

na36fo01.jpg (17260 bytes)t.gif (862 bytes) Víctor Frankenstein y su monstruo nacieron de una pesadilla de Mary Shelley. La mujer del gran poeta inglés y creadora de un mito que aún nos visita soñó con “un estudiante pálido” que revive a un muerto, se duerme, y al despertar descubre que “esa cosa” lo observa desde arriba con “ojos amarillos, lacrimosos, pero mirada pensativa”. Se despertó aterrada y quiso “cambiar la espantosa imagen de mi fantasía por las realidades de mi entorno. Todavía las veo: el cuarto, el parquet oscuro, los postigos cerrados por los que batallaba la luna para entrar, y la sensación de que más allá estaban el lago cristalino y los Alpes blancos, altos”. Era la habitación donde la escritora dormía sola en el frío verano suizo de 1816. La novela, Frankenstein o el Prometeo moderno, se publicó dos años después.
Quién sabe cómo el sueño pasa a la escritura. Seguramente por las vías de la imaginación, que desmonta y reconstruye el espanto de la pesadilla. Mary Shelley convirtió al pálido estudiante en el doctor Víctor Frankenstein, que da vida a un monstruo tan sobrecogedor como la realidad que recibió al dejar atrás su pesadilla. En el siglo XIX se leyó esa novela como una admonición: se condena a sí mismo el ser humano que pretende usurpar los poderes de Dios. De manera precida la interpretó hace pocos años el director Kenneth Branagh en la película que Robert De Niro protagoniza en calidad de monstruo. Con moraleja incluida; la penúltima escena del film –los funerales de Frankenstein– soporta esta advertencia: a más conocimiento, más dolor.
Es una lectura equivocada de Frankenstein. Un aspecto fascinante de esa invención consiste en el metódico trastorno de las expectativas del lector. Frankenstein parece al comienzo una suerte de héroe de la ciencia que se interna sin miedo en campos desconocidos; a medida que la narración avanza, despliega un egocentrismo ciego y causante del oleaje de muerte que devasta a su propia familia. Su criatura empieza como monstruo, pero su inocencia –o ignorancia– natural, contraria al pecado original, evoluciona hasta conocer el Mal, el que impera en la sociedad, en su creador y, más importante aún, en él mismo. La novela es, en realidad, una parábola que contradice al statu quo: habla del uso despótico del poder -gubernamental, científico, social, familiar–, que desemboca en la crueldad contra los débiles y los desprotegidos. Al final se simpatiza con el monstruo, más lúcido y humano que el humano Frankenstein.
“La invención (literaria), hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear desde el vacío, sino desde el caos”, escribió Mary Shelley en el prólogo de la edición corregida del texto que se publicó en 1831. Soñaba -despierta– con un nuevo sistema de valores basado en el amor, no en el poder. Pensaba que sólo explorando esa tierra incógnita con la imaginación se podría erigir el mundo igualitario que su marido, sus padres y ella misma querían. El caos era el mundo injusto, sacudido por guerras y voracidades coloniales, por la rapacidad de la burguesía, por la revolución industrial continua, y en el plano ideal, por la contradicción cada vez más desnuda entre el racionalismo del Siglo de las Luces y el irracionalismo de sus partos, que empujaban a los refugios del romanticismo. Y al pavor de la incertidumbre. En 1931, en medio de lacrisis más brutal que atravesó Estados Unidos, Hollywood estrenaba el Frankenstein de Boris Karloff y el Drácula de Bela Lugosi. No parece casual. Tampoco la serie de vampiros, el Drácula de Coppola de 1993 incluido, que chupan sangre con insistencia en las pantallas grande y chica –para no hablar de otros terrores, extraterrestres y demás– en los finales de un siglo castigado por genocidios atroces –la Shoah, Hiroshima y Nagasaki, de kurdos y camboyanos, panameños, argentinos, tantos otros–, que no conoció un solo día sin guerra, grande o chica, y que jadea amenazado por el sida, desestabilizado por la globalización y por la destrucción incontenida de la Naturaleza.
Es notable que otros dos grandes mitos del horror se hayan plasmado en creaciones literarias acuñadas por un sueño. Bram Stoker escribió su Drácula, publicado en 1897, obsedido por la siguiente pesadilla: un hombre indefenso es atacado por tres vampiras sedientas de sexo mientras el vampiro jefe lo reclama al grito de “ese hombre es mío”. La que agobió a Robert Louis Stevenson le trajo completa la historia que explayó en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), novela que escribió en tres días. No escasean las explicaciones freudianas, antifreudianas y aun junguianas de la relación pesadilla–escritura en estos casos. Mary Shelley habría expresado el trauma del nacimiento prematuro y muerte de su hija, y del fallecimiento de su madre a los 12 días de darla a luz. Bram Stoker habría dado salida a inseguridades acerca de su masculinidad. Stevenson, a las marcas que su nodriza, ferozmente escocesa y presbiteriana, le infligió con sus letanías sobre las llamas del infierno y la condenación del pecador. Pero ésa es una manera de achicar las resonancias del afuera en una escritura sensible. Lo cierto es que las ideas y las imágenes de horror que aportó el romanticismo de fines del siglo XVIII guardan intacto su poder de interlocución con los miedos más profundos de dos siglos después. ¿La felicidad consistirá en extirparlos? ¿Habrá que cambiar el mundo, entonces?

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