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“Té verde”, o cómo bailar textos de Raymond Carver

Una puesta en escena de gran belleza define la obra, un recorrido de impronta literaria por las crisis de las chicas de más de 30.

Las obras destinadas a indagar en lo que pasa a los 30 son una chorrera.
“Té verde”, que cruza danza y literatura, es una apuesta inteligente al tema.

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Por Silvina Szperling

t.gif (862 bytes) La pregunta que surge es: ¿qué les pasa a las chicas de treinta? Sin perjuicio de que algunas de las intérpretes de Té verde tengan algunos años menos, es inevitable sentir algo parecido a un sacudón por la propuesta de las jóvenes coreógrafas Andrea Servera y Silvia Gómez Giusto. Desde que se ingresa al Espacio Escénico Contemporáneo de Recoleta, el clima es eminente femenino e íntimo. La escenografía, que utiliza muebles, objetos y lámparas hogareñas de una belleza notable, se integra armoniosamente a la puesta en escena junto con la iluminación y el vestuario, logrando atrapar al público en la propuesta de la obra y ejerciendo una atracción que a la vez fascina e inquieta. Cuatro mujeres dispersas en el espacio están descansando, sumidas en un clima de interioridad. Al entrar por la puerta la quinta mujer, todo se ilumina, dando pie a un calmo deambular por distintos sectores del espacio que permiten diferentes acciones: tomar el té, comer caramelos, jugar con los peces de una pecera, descansar en un sofá.
“¿Por qué necesitamos dormir? ¿Y por qué dormimos más en unas crisis y menos en otras?”. Los textos de Raymond Carver que inspiraron la coreografía producen una plataforma desde la cual Servera y Giusto se lanzan a su propio juego: indagar en la propia infancia, en las marcas indelebles de cada una de estas mujeres, dobles de la protagonista que con peso y entrega interpreta Giusto y que, a su vez, describen su propio recorrido personal. El paso del tiempo, otro de los elementos claves de esta pieza envolvente, a su vez va desenvolviendo distintas materias que se disparan a partir de un gesto o una palabra. Un recuerdo es el gatillo desde el cual todas estas féminas atacan el espacio de la habitación virtual, a la vez que se “atacan” entre ellas, con movimientos de reminiscencias animales y ecos de abrazos. El uso de la voz, al contrario que en otras experiencias coreográficas, no tienen nada de afectado sino más bien es un contarse a sí misma “esto que me pasa”. Mujeres de treinta en el sentido de que ya han atravesado ciertas experiencias, perdido varias virginidades y problablemente se hayan recostado en algún diván.
“Caliento la leche, quito la nata con una cucharilla y me sirvo una taza. Apago la luz de la cocina, voy a la sala y me siento en el sofá, desde donde puedo mirar hacia las ventanas iluminadas del otro lado de la calle. Pero no puedo estarme quieta. Siento que voy a echar chispas, o que fuera a romper el cristal de una ventana. O quizá ponerme a cambiar de sitio los muebles de la sala.” Así las cosas, la obra evoluciona hacia momentos en los que el movimiento se abstrae, sin perder por ello conexión con la idea-base. La música acompaña las distintas escenas con momentos de gran belleza aunque, al atravesar por estilos muy diversos, pierde cierta coherencia. La coreografía goza de una saludable asimetría en la que el lenguaje abreva en técnicas contemporáneas que trabajan con el “cuerpo real”. Nada de cisnes o medusas. Nada de ficticios ataques de nervios oelevaciones forzadas hacia el más allá. Mujeres de carne y hueso, cuyos espíritus hablan a través de los canales orgánicos: la voz, el movimiento, la vida.
Un párrafo aparte merece la interpretación de Eugenia Estévez quien, combinando ductilidad con fuerza, cierra el espectáculo con un parlamento que no conviene revelar aquí. Volviendo a Carver: “Pronto sonará el despertador de Vicky. Me gustaría subir al dormitorio, volver a acostarme junto a ella y decirle que lo siento, que todo ha sido un error, que lo olvidemos todo. Y luego dormirme y despertar con ella en mis brazos. Pero he perdido ese derecho. Estoy excluido de todo eso, y me está vedado el retorno.”

 

El valor de los “Cuerpos mágicos”

El prestigioso fotógrafo mendocino Eduardo Dolengiewich (1958) inaugura hoy en la sala 5 del Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551, su muestra “Cuerpos mágicos”. Dolengiewich, que ha colgado sus fotos en muestras individuales en Ecuador y Cuba, además de en numerosas provincias argentinas, suele plantear juegos creativos que tienden a fundir lo real y lo irreal. Los elementos de la naturaleza –el agua, la tierra, el fuego, la piedra, el aire– y el cuerpo femenino son algunos de los motivos en los que se inspira para combinar formas, colores y texturas. La muestra permanecerá abierta por tres semanas.

 

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