Por Fernando DAddario Señora, yo sé
por qué usted tiene puesto ese pañuelo. Mi maestra me dijo que había unas señoras que
usaban un pañuelo en la cabeza porque les habían quitado a los hijos. El chico
(adorable, no más de nueve años, la felicidad pintada en la cara) rodeado de otros
chicos que aparentaban tener el mismo grado de certezas, miraba con asombro al grupo de
Madres de Plaza de Mayo que esperaba en el hall del teatro Opera. Hasta que no aguantó
más y se lo dijo. Una de las Madres le tocó la cabeza y le empezó a hablar como sólo
podría hacerlo una madre. Después, en un breve diálogo con Página/12, la señora del
pañuelo, de unos 70 años, contó que lo más importante que nos puede pasar es
tener la oportunidad de explicarles a los chicos por qué somos los que somos. Y decirles,
con mucha simpleza, pero sin esconderles nada, que acá hubo una dictadura militar, que
nos quitó a nuestros hijos y que nosotras luchamos para que eso no suceda nunca más, y
también para que a ninguno de ellos les falte la comida ni una buena educación y para
que cuiden su salud.
El encuentro no se produjo, claro, en la tradicional ronda de los jueves en la Plaza, ni
en la flamante Librería de las Madres, ni en una ceremonia convencional de defensa de los
derechos humanos. No, fue en un musical de Walt Disney. Anteanoche, una función especial
de La Bella y la Bestia, a beneficio de Madres de Plaza de Mayo, consiguió romper un
hechizo ajeno al texto: hacer confluir varios mundos a priori incompatibles. El de un
puñado de caras famosas de la tele (Paola Krum, Florencia Peña, Cecilia Dopazo, Diego
Ramos), el de León Gieco, el de Fabiana Cantilo, el de los chicos con ganas de divertirse
a lo grande y los grandes con ganas de divertirse (igual que los chicos) y de colaborar
con la causa y, finalmente, el de las Madres, ese mundo tan inexpugnable (¿alguien está
en condiciones de calibrar el dolor de quienes perdieron a sus hijos de manera tan
espantosa) y al mismo tiempo expansivo, al alcance de todos los seres humanos que tengan
una pizca de sensibilidad.
El espectáculo de La Bella y la Bestia, sencillo en su estructura narrativa, pero inmenso
desde la puesta en escena y los artificios técnicos, cobró vida esta vez para las
Madres, que representan lo mismo pero al revés. Estéticamente austeras, pero gigantes en
su significación, ellas se sentaron en la platea con naturalidad y gratitud. La obra, una
universal historia de amor, con antihéroes y heroínas, con ególatras malvados e
ingenuos personajes de fábula, les arrancó carcajadas y sonrisas cómplices, mientras
alrededor chicos y grandes se entregaban con asombro a ese universo artificial de seres
encantados. No está bien que una mujer lea. Eso le daría ideas le decía
Gastón (personificado por Diego Jaraz), el vanidoso pretendiente, a la bella Marisol
Otero, patentando una idea que excedía los alcances de la obra. Me gustó haber
participado porque lo que se recaudó acá va a servir para difundir la obra de las
Madres, en la Universidad de las Madres, en una radio, en la biblioteca, es decir va a
ayudar a educar a la gente en un tema que nos tiene que interesar a todos, decía
Dopazo, que tuvo una breve intervención en la obra, al igual que Ramos (se escucharon
algunos bravo... de la platea femeninaadolescente que iban más allá
del agradecimiento por el gesto solidario), Peña y Krum. Fabiana Cantilo lució nerviosa
cuando le tocó cantar su parte en el tema central, y hasta necesitó un machete para
recordar la letra, pero cuando bajó del escenario estaba shockeada y emocionada.
Siempre fui fanática de Disney, así que haber estado aquí fue lo más... y
además para apoyar a las Madres, dijo en el backstage, rodeada de cámaras.
Para quienes fueron al Opera por cuestiones de afinidad ideológica (con las Madres), el
momento culminante se vivió luego del esperado final feliz: el omnipresente Gieco subió
al escenario y atrás de él, de a una, la veintena de Madres. Todos juntos (público,
madres, actores, actrices) cantaron Sólo le pido a Dios, garantía de
memoria. A la salida, unpuñado de cazadoras de autógrafos esperaba por Ramos. Las Madres
se fueron en silencio, agradecidas.
Argentinos finalistas El jurado de la IX edición del Premio de Novela Rómulo Gallegos hizo
pública ayer la lista de las diez novelas finalistas, entre las que figuran Las nubes y
La Tierra del Fuego, de los argentinos Juan José Saer y Sylvia Iparraguirre. Los otros
finalistas son el español Antonio Muñoz Molina (por Plenilunio), y los cubanos José
Prats Sariol (por Mariel), Jesús Díaz (por Dime algo sobre Cuba) y Eliseo Alberto (por
Caracol Beach). La nómina se completa con el chileno Roberto Bolaño (por Los detectives
salvajes), la mexicana María Luisa Puga (por Inventar ciudades), la venezolana Victoria
de Stefano (por Historias de marcha a pie) y el nicaragüense Sergio Ramírez (por
Margari, está linda la mar). El jurado compuesto por la mexicana Angeles Mastretta
el argentino Saúl Sosnowsky, el cubano Antonio Benítez Rojo, el uruguayo Hugo Achugar y
el venezolano Carlos Noguera dará a conocer el veredicto el viernes. El premio es
de 60.000 dólares y la ceremonia de entrega está programada para el 2 de agosto en
Caracas. Además del cheque, el ganador se llevará una medalla de plata. Inicialmente se
seleccionaron 35 novelas de Venezuela, 28 de Chile, 24 de México, 22 de Colombia y otras
tantas de España, 18 de la Argentina, 14 de Uruguay, 12 de Cuba y diez de la República
Dominicana. También siete de Perú, seis de Bolivia, cinco de Puerto Rico, cuatro de
Costa Rica, tres de Ecuador, tres de El Salvador, dos de Nicaragua, dos de Guatemala, una
de Panamá y otra de Honduras. El Rómulo Gallegos fue ganado por Mario Vargas Llosa en
1971, Gabriel García Márquez en 1972, Carlos Fuentes en 1977, Manuel Mejía Vallejo en
1989, Arturo Uslar Pietri en 1991 y Javier Marías en 1995. |
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