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25 años de la muerte del ex presidente
Sin Perón

Notas de los diarios de la época. Los editoriales de “La Nación” y “Clarín”. Artículos de Mariano Grondona, Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Soriano en “La Opinión”. Miguel Bonasso cuenta cómo se hizo ese día el diario “Noticias”.

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Por Luis Bruschtein

t.gif (862 bytes) “Murió” decía ese día el titular de Crónica en tamaño catástrofe y todos sabían a quién se refería sin que hiciera falta nombrarlo. Crónica informaba la muerte del presidente de la República, Juan Domingo Perón. Pero había otras muertes que poblaban la densa llovizna de esos días. Junto con el líder justicialista, se agitaba en el espíritu de los argentinos la sensación indefinible, punzante, de la desaparición de paradigmas, el fin de un ciclo histórico y otras muertes también.
Las decenas de miles de personas que asistieron al Congreso para despedir al viejo líder se decían “huérfanas”, eran miles de “huérfanos” como relataron Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Soriano en las notas que publicaron en La Opinión de aquella época y que Página/12 reproduce en este suplemento. La idea de “orfandad”, de “soledad”, no estaba relacionada solamente con Perón, sino también con que su muerte aparecía como la representación simbólica del derrumbe de paradigmas que habían ordenado sus vidas en todos esos años.
Es mucho más fácil leer los diarios 25 años después. Y entender que esas páginas que sólo hablaban de Perón, estaban hablando también de los temores oscuros a la Argentina que se avecinaba y no solamente por la violencia, sino también por el desconcierto. La Argentina industrial y proletaria que expresaba Perón llegaba con su muerte al momento de mayor tensión. Perón se moría cuando esa Argentina empezaba a crujir.
Los editoriales de ese día de La Nación y Clarín, y la columna de Mariano Grondona en La Opinión, que se publican en este suplemento, expresan la incertidumbre que producía esa muerte en un momento tan decisivo. Todos llaman a la unidad nacional. Aun en ese contexto, La Prensa se mantuvo en sus viejos rencores, como lo señala el artículo que escribió en ese momento Miguel Bonasso en el diario Noticias, de la izquierda peronista. Bonasso recuerda también, en un artículo escrito ahora, cómo se elaboró ese día el diario que dirigía.
Ese mismo día Vicente Solano Lima renunciaba en la UBA y Héctor Cámpora era desplazado de la embajada ante México. Más que a la unidad nacional, el vacío arrastraba inexorablemente al país hacia el juego descarnado de sus viejos antagonismos que, a su vez, sólo tenían unos pocos días más de vida que el mismo Perón. El golpe militar se asomaba en el horizonte.
Se ha criticado que nadie pensó ni trabajó para que la muerte de Perón no produjera esos desequilibrios. Se ha dicho que pocos evaluaron el gran vacío de poder que dejaba su desaparición y se explica el golpe militar de esa manera.
Después de 25 años se puede decir también que nadie pudo traducir siquiera mínimamente esa sensación de que junto con la muerte de Perón se terminaba un ciclo histórico, económico, social y cultural de la Argentina, en consonancia con algo que empezaba a ocurrir en todo el planeta. La revolución neoconservadora de Ronald Reagan y Margareth Thatcher, y la globalidad que se modeló con esos parámetros estaban en paralelo con el trabajo de zapa, disciplinador y sangriento de la dictadura.
Perón fue una figura amada y odiada, seguida hasta la muerte y combatida de la misma manera. Y ya no es así. Se habla de él con la distancia de los historiadores porque su muerte prácticamente coincidió con la desaparición del mundo que expresó. Un estudiante de historia no encontrará otra figura que represente mejor esa etapa del país.
Es extraño cómo esa sensación se anudaba agónicamente al corazón de la mayoría de los argentinos en aquel entonces sin que nadie pudiera traducirla en conceptos, sin que nadie pudiera avanzar más allá de la inquietud y los malos presagios. Y más extraño resulta verificar cómo esa sensación está allí todavía cuando se leen los diarios de hace 25 años. Pero ahora esa sensación tiene una lectura clara y directa con laproyección que le ha dado la experiencia de estos 25 años que pasaron. La muerte de Perón anunciaba otras muertes.

 


 

Noticias: “Llena de rencor, La Prensa atacó al Líder”

Por Miguel Bonasso

     (Publicado el 2 de julio de 1974 en el diario Noticias.)
t.gif (862 bytes) Como si la muerte del general Perón hubiera abierto vaya a saber uno qué compuertas y se presumiera una nueva derrota de las fuerzas populares, La Prensa ha salido ayer a vomitar odio sin la contención victoriana de la que suele preciarse.
La nota dedicada a la actuación pública del Líder es un resumen de agravios que no se atrevió a prodigarle en estos últimos 8 meses en que ejerció la primera magistratura.
En la primera página comienza por lapidar: “Ha merecido ya, sin embargo, juicios certeros por parte de los que aman la libertad, la verdadera justicia y las instituciones republicanas heredadas de nuestros mayores”.
Su historia –añade– “es también la historia de una alternancia entre la autocracia y la demagogia”.
Pero en estos tramos iniciales aún priva un cierto autocontrol; después, a medida que discurren las líneas del vasto artículo, se va desplegando, en permanente crescendo, una extensa batería de calificativos y apreciaciones que tiene por objeto condenar en bloque a los dos primeros gobiernos del general Perón.
Así, para La Prensa, la justa y esforzada labor del coronel Perón al frente de Trabajo y Previsión es una pura maniobra utilitaria “para ganar la adhesión de los obreros”. Y hasta las catástrofes naturales parecen maliciosamente asociadas, en la singular perspectiva del articulista, con las ambiciones del joven conductor en ascenso, como el terremoto de San Juan, que “también favoreció sus planes”.
Las elecciones en las que se impuso a la Unión Democrática le habrían dado el triunfo porque “fueron adelantadas” y porque, al clausurar su campaña proselitista, se cuidó muy bien de avisar a los obreros que “si no triunfaba, perderían todos los beneficios que él les había otorgado”. (Como efectivamente los perdieron cuando los amigos de Gainza Paz recuperaron el poder en 1955.)
Luego (1946-1955) “fomentó el antagonismo social y prodigó la dádiva graciosa”, dio concesiones “que llevaron bienestar transitorio a los que decidió llamar descamisados”, su meta “fue la intervención estatal en todas las esferas de la Nación” y “sus métodos consistieron en la propaganda, la intimidación, la delación y la represión policial”.
A la justicia la sometió mediante “el incalificable juicio político” a los miembros de la Corte Suprema.
La acción de la memorable Fundación Eva Perón queda reducida, para La Prensa –que no se caracteriza mucho por la solidaridad social, especialmente en materia de retribuciones salariales–, a “generosidad institucionalizada a fuerza de exacciones”.
La nacionalización de los ferrocarriles es, para La Prensa, un acto de “mera propaganda” y toda la política de recuperación para la Nación de sus recursos condujo “al desaliento de las inversiones y el deterioro en la calidad de los productos”.
“En la segunda presidencia –evoca La Prensa, ya a esta altura sin ninguna clase de inhibiciones–, la carrera de la arbitrariedad y la obsecuencia ya no tuvo límites.”
El libelo contiene, por supuesto, la evocación de la expropiación de La Prensa, en abril de 1951, y su puesta en manos de los trabajadores. Medida del gobierno peronista que, a la luz de esta verdadera proclama “pinochetista” que es la necrología del general Perón, cobra una vez más rigurosa actualidad.
Por lo demás, fue el único diario que logró transgredir las normas impuestas a las editoriales por los trabajadores gráficos, que acordaron trabajar ayer sólo en tanto el contenido de los diarios reflejase el dolor del pueblo argentino ante la muerte del Líder. Nada de esto es nuevo y se esperaba. Lo que probablemente muchos peronistas no esperaban es que en esa misma edición de La Prensa hubiera un aviso de página de la gobernación de Mendoza, a cargo del metalúrgico Carlos Mendoza, y otros de menor tamaño de A.S.I.M.R.A. y del personal superior y directivo de YPF.
Si, como dice Chesterton, el periodismo mercantil es el arte de escribir al dorso de un aviso, resultaría que estas opiniones subversivas de La Prensa son costeadas por malos funcionarios del gobierno peronista.

 


 

Editorial de “La Nacion” del 2 de julio de 1974
Hay una tarea primordial

t.gif (862 bytes) La muerte del presidente de la República sacudió ayer al país. Esa muerte tiene una característica sugeridora de su propia dimensión: nadie es en la Argentina indiferente a ella. En rigor, no hubiera podido adoptarse esa actitud ni siquiera en los días en que un abismo separaba a quienes eran sus adictos de quienes eran sus enemigos. Menos aún cabría la indiferencia cuando la figura de Perón, trabajada por las meditaciones del exilio, se propuso superar las estrecheces de cualquier fanatismo y avanzar hacia el aire despejado, donde son visibles los colores distintos y las armonizables diferencias de la vida múltiple en el ámbito de la democracia.
El señalamiento anterior implica decir que hubo distinguibles etapas en la larga carrera pública de Perón. Esas etapas son susceptibles de ser vistas desde variados ángulos. Uno de ellos pertenece a los que en todo tiempo experimentaron placer al someterse a su magnetismo personal. Otro corresponde a los que lo enfrentaron hasta 1955 y, después de un largo interregno de fundado recelo, confiaron en que la sensibilidad política de Perón habría de advertirle la necesidad de encabezar un proceso de unidad nacional. Hay que sumar asimismo las perspectivas provenientes de los que mantuvieron posiciones de rechazo irreductible y, también, las más sensatas de cuantos alzaron su independencia de criterio como una contribución al examen de la realidad sin ataduras banderizas. Otro ángulo, por último, es el de aquellos que se ampararon en la popularidad de Perón para intentar deslizarse con disimulo hasta los sitios desde los cuales pudieran imponer una versión deliberadamente deformada de las proposiciones del jefe justicialista.
Con la observación de la identidad humana y cívica de los que en cada etapa enfrentaron a Perón puede compendiarse la evolución del caudillo ante un país que tampoco permaneció igual a la hora de elaborar respuestas colectivas para afrontar sus cambiantes problemas. Hasta 1955 sus adversarios pelearon bajo la bandera de la libertad. Desde 1973 sus adversarios se agrupan preferentemente en las trincheras en las cuales los sectarismos ideológicos aparecen teñidos por la misma tonalidad en el lenguaje de desprecio hacia la libertad y en los métodos de lucha.
Los ocho meses del último gobierno de Perón –e incluso el discurso que pronunció al día siguiente del retorno definitivo a la Argentina– no dejan lugar a dudas en cuanto a cuál era el propósito de su acción. Esta fue comprendida no sólo por los partidos participantes en las convenciones del acuerdo que se llamó La Hora del Pueblo, sino por partidos y sectores ajenos a ese entendimiento. El objetivo político de tal acción consistía -y consiste– en el fortalecimiento de las instituciones establecidas por la Constitución sobre la cual se asienta jurídicamente la República.
En ese sentido hay una voluntad común que subraya todas las coincidencias rápidamente manifestadas desde las primeras horas de la tarde de ayer por los partidos, sus representantes parlamentarios, las entidades de la civilidad y las organizaciones sectoriales. Ellas tienen su síntesis en las afirmaciones con que las Fuerzas Armadas han expuesto una posición notoriamente inequívoca.
Es sobre esas bases de pleno respaldo a la continuidad jurídica que la hasta el día anterior vicepresidenta de la República ha asumido la primera magistratura. Su mensaje, saturado por la emoción que el trance hacía inevitable, importa una convocatoria con respecto a la cual nadie debe considerarse ajeno. La existencia de la Nación organizada y libre nos exige una plena aceptación de responsabilidades constructivas con referencia al desarrollo de la vida institucional.
Tanto para aquellos que siempre se sintieron identificados con las orientaciones del desaparecido Presidente como para aquellos que desde 1973 le dispensaron un apoyo crítico –y aun para quienes quisieron mantener frescas las cicatrices de viejos combates– hay ahora una tarea primordial: llevar adelante el arduo compromiso de afianzar lasposibilidades de paz, orden y trabajo ofrecidas por nuestro ordenamiento históricamente legal.

 


 

UNA MULTITUD ACONGOJADA HACE FILA EN EL CONGRESO
El triste peregrinaje

Por Tomás Eloy Martínez

t.gif (862 bytes) Publicado en La Opinión el 3 de julio de 1974.
El viejo estaba sentado sobre algunas hojas de diarios, entre paquetes vacíos de cigarrillos y cáscaras de mandarina. Con la punta de una rama dibujaba simplezas sobre el césped de la plaza Lorea, al caer la tarde. Cerca de allí, sentadas en las escalinatas del monumento a los Dos Congresos, algunas mujeres hacían y deshacían los nudos de sus pañuelos. El cronista se acercó al viejo y le preguntó desde qué hora estaba allí. “Disculpemé –respondió el hombre, sin levantar la mirada del suelo–. No tengo espíritu para andar en conversaciones”. Las mujeres dijeron casi lo mismo: que habían llegado al amanecer, desde Guernica y que no hablarían, “para qué, ya no son palabras lo que nos hace falta”.
Todos los hombres saben que el silencio sólo puede ser oído cuando se avecina o cuando acaba de evaporarse. Ayer, en Buenos Aires, la consistencia del silencio fue tanta que persistió durante el día entero. De pronto, asumía la forma de una reverberación bajo los largos afluentes humanos que caminaban por Avenida de Mayo; o bien era el quejido de una ambulancia lejana; o, al anochecer, era la certidumbre de que allí, bajo la enorme cúpula del Congreso recortada contra el cielo de la ciudad, yacía un hombre cuyo destino se había entrelazado con el de los caminantes, y a cuyo silencio todos habían temido largamente.
Ahora que Perón no estaba, era difícil imaginar su ausencia. Las filas de muchachos que se apretaban en la vereda norte de la calle Rivadavia entre Paraná y Talcahuano, intentaban –a lo mejor– olvidar que Juan Perón había muerto repitiendo como una letanía algunos discursos y viejas consignas echadas a rodar por el Jefe. Subido a un banquito, con un brazalete azul, uno de los muchachos leía en voz alta, de un cuaderno manoseado: “Antes se decía: ‘Hay que educar al soberano’ y todo el mundo le daba vino y empanadas. Nosotros decimos ahora: ‘Hay que elevar la cultura del pueblo’, y nos ponemos a trabajar para hacerlo”.
Cerca de allí, ante la puerta de la Confederación de Empleados de Comercio, las mujeres salían de la fila para servirse café de una gran olla caliente. Más lejos, desde un balcón de la calle San José, una chica de veinte años derramaba sus lágrimas sobre la vereda. Aún más allá, en la avenida Nueve de Julio, un grupo escaso de militantes amagaba cantar la marchita, sin que nadie les respondiera. El silencio no se movía, dibujaba su quietud sobre las vallas tendidas en la enorme plaza funeraria, y semejaba el halo de aquel Gran Silencio Mayor que yacía bajo la cúpula.
Dos razas de peregrinos confluyeron ayer en los alrededores del Congreso: la de los que simplemente querían estar allí, “para que al general no le falte nuestra compañía”, y la de los que estaban dispuestos a no marcharse sin verlo, “aunque tengamos que dormir aquí una semana entera”.
Federico Baldomero, de 71 años, era de los segundos. No había podido quedarse quieto en su casita de Villa Luro desde que oyó la noticia por radio, y qué iba a hacer, “antes de que aclarara tomé un colectivo y rumbié para el Congreso”. Es –dice– uno de esos “peronistas envenenados” que siguieron al general adonde quiera fuese, cruzando en bote el Riachuelo cuando levantaron los puentes, el 17 de octubre de 1945, o empantanándose junto a la autopista Richieri, el 17 de noviembre del ‘72, “cuando volvió bajo la lluvia y no me dejaron verlo”.
La historia lo acostumbró a esperar, a desvelarse, a sentir cuándo algo (o alguien) es fugaz y cuándo perecedero. Vio –recuerda– aparecer y esfumarse de la escena política a “muchos que parecían próceres y que luego no fueron nadie”. Confió de entrada, hace ya treinta años, en que los pobres habían encontrado en Perón al padre que les faltaba, “y por eso lo que usted ve aquí no es sólo un pueblo sino más bien una fila de huérfanos”. Baldomero, vendedor de fierros viejos, con la campera comida por las polillas y la camisa veteada de tinta, no recibió nunca jubilaciónni la pidió. “Quise a Perón no por mí sino por el bien que nos hacía, y ahora no me voy sin verlo; aquí me plantaré en la fila hasta que pueda decirle que le pondremos el hombro para que no se deshaga lo que hizo”.
Gómez y Roldán, dos amigos que vinieron desde Banfield y Avellaneda, suponen que no hace falta entrar, que alcanza con que “el general vea desde arriba que lo estamos acompañando”. Uno es hijo de españoles el otro de italianos a pesar del apellido, “porque el Roldán es en verdad Roldani, un error del Registro Civil, como nos pasa a tantos”. Se creen, por eso, representantes cabales de esta Argentina con muchas caras a la que Perón le infundió, por fin, “la personalidad verdadera”.
Sentado en cuclillas al pie del monumento a los Dos Congresos, Gómez no aparta los ojos de la sombría cúpula. “Estamos sufriendo ahora –dice, como si reflexionara en voz alta–, y no ha de venirnos mal el sufrimiento”.
“El peor enemigo de Perón –sigue Roldán– fue la vida fácil que tuvimos, el sentimiento de abundancia a que nos fuimos acostumbrando. De nada le valía a Perón pedir que lucháramos más y más para sacar adelante al país. Nosotros siempre andábamos en lo mismo, trabajando lo mismo, quejándonos. Sólo ahora vamos a valorar lo que él nos daba”.
A pocos pasos, en el puesto sanitario que está frente a la calle Paraná, una ambulancia deja al desmayado número 117 de este 2 de julio. El 117 del puesto: en toda la plaza sumaron más de un millar, sobre todo por la mañana, al paso del cortejo.
Juan Perón ha muerto y la muchedumbre que forma fila para ver su yacencia parece que lo hiciera con la esperanza de desmentir la noticia, averiguar que no está allí bajo la cúpula, y que no hace falta llorar ni sentirse huérfano. Son las cinco y cuarto de la tarde. De pronto, por sobre la nube de murmullos humanos que tremolan en la plaza, se alza un grito largo, lastimero: ¡Perooón! No parece una de las voces de victoria que se oyeron hace apenas veinte días, en la otra plaza cercana. Esta vez suena como un llamado visceral, un pedido de ayuda. Pero nadie responde.

 

La noticia en “Noticias”
Por Miguel Bonasso *

Fue un lunes, desapacible, a las dos de la tarde. Aunque esperábamos el desenlace no podíamos creer lo que nos mostraba la televisión: una Isabel llorosa anunciando la muerte de Perón, escoltada por José López Rega, que apoyaba su diestra sobre el sillón presidencial. El mensaje gestual del Brujo ponía en ominoso paréntesis la convocatoria a la unidad nacional que leía la pequeña mujer convocada a la Presidencia, “por mandato de Dios y de Perón”. Un grupo humano muy especial rodeaba en silencio el aparato de televisión, en un destartalado edificio de Piedras al 700 donde producíamos Noticias, el diario del peronismo revolucionario que en esos días llegó a vender más de 180 mil ejemplares. Era un grupo de hombres y mujeres que había puesto su capacidad profesional al servicio de su pasión militante. Aquellas compañeras y compañeros que observaban, mudos y acongojados, el terrible anuncio, no eran espectadores, sino protagonistas de la lucha sin cuartel que se avecinaba. Y sabían que podían llegar a perder la vida. Como de hecho la perdieron muchos de los que rodeaban aquel televisor cuando la mujer escoltada por López Rega demostró patéticamente que Dios y Perón se habían equivocado y fue sacada de un papirotazo por los militares que impusieron el terrorismo de Estado. Allí estaban, por ejemplo, algunos grandes ausentes como Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Alicia Raboi, Norberto Habegger, integrantes de la conducción del diario, mezclados democráticamente con jóvenes periodistas y militantes de base, a los que amenazaban también la muerte, la desaparición, la cárcel o el destierro. La muerte de Perón cerraba una etapa decisiva de nuestras vidas y convocaba a un balance que tardaría muchos años en decantarse. Habíamos seguido y amado al Viejo en los duros años de la Primera y Segunda Resistencia; lo habíamos denostado en la plaza del 1º de Mayo; habíamos tenido la esperanza de recuperarlo pocos días antes (en la multitudinaria despedida del 12 de junio) y ahora tratábamos de imaginar una transmutación de su liderazgo individual en un gran proyecto colectivo. Horacio Verbitsky sintetizó en una frase los temores de todos: “La Argentina puede convertirse en un cráter”. Luego empezamos la jornada. Yo sugerí como título de tapa la palabra Dolor. Rodolfo Walsh se acomodó frente a la Olivetti y escribió: “El general Perón, figura central de la política argentina en los últimos 30 años, murió ayer a las 13.15. En la conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable. Más allá del fragor de la lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un Líder excepcional”.

* Miguel Bonasso era director de Noticias.


Editorial de “clarin” del 2 de julio de 1974
Un legado para la unidad nacional

t.gif (862 bytes) El dramático anuncio que, transida de dolor, formuló ayer la presidenta de la Nación conmovió hasta lo más íntimo el corazón de los argentinos. La noticia era esperada, ya que la población conocía la gravedad del estado del mandatario fallecido por los partes médicos, pero no por ello fue menor el golpe. La figura del líder popular, adorada por sus seguidores y respetada por sus adversarios, suscitó siempre grandes emociones populares, y ellas no podían ser menores en la tremenda hora de su muerte.
El fallecimiento del teniente general Juan Domingo Perón, desde el momento en que se convirtió en jefe de un movimiento multitudinario, previsiblemente debía causar ese efecto. Pero el último tramo de su vida estuvo rodeado de circunstancias que dieron una dimensión especial a su imagen. No es común que un estadista regrese a su país y retome el poder después de 18 años de exilio. En más de una oportunidad señaló que regresar y asumir el poder entrañaba para él un sacrificio. La verdad de esa afirmación hoy no puede discutirse. No hay duda de que los avatares del regreso y las obligaciones del gobierno acortaron su vida.
Si es posible sintetizar la acción de este hombre que signó treinta densos años de la historia argentina, corresponde decir que supo encarnar el anhelo de justicia social de las masas. Las respuestas a ese reclamo marcaron sus primeros pasos en la cúspide del poder, cuando era un coronel desconocido; su comunicación con el pueblo se estableció rápidamente al tiempo de conocerse las primeras decisiones que adoptó desde su gestión a cargo de la entonces Secretaría de Trabajo y Previsión: ellas apuntaban a hacer efectivos los derechos de los trabajadores, que muchas veces quedaban olvidados en la letra muerta de la ley.
Y el dato saliente del final de su vida fue el esfuerzo por la unidad nacional. Durante muchos años el país estuvo esterilizado por la antinomia peronismo-antiperonismo; el encono desviaba el debate político de los problemas fundamentales del país. Tras su regreso a la Patria, Perón se sentó a la misma mesa con muchos que habían sido sus adversarios y, en algunos casos, sus enemigos.
Representa éste sin duda un legado invalorable. Cuando el país debe avanzar por el camino de profundas transformaciones económicas y sociales es indispensable olvidar las rencillas de partido para sumar esfuerzos a la tarea común. La desaparición física de un caudillo de la dimensión de Perón abre indudablemente una nueva etapa, pero esa concepción suya de la concertación de voluntades se proyecta sobre ella y la ilumina. Es cierto que la presencia de un líder con inigualado ascendiente sobre las masas argentinas otorgaba una dinámica especial a nuestro proceso político, pero también es exacto que queda una lección muy profunda sobre la esterilidad de la intolerancia ideológica y de las luchas de facción.
No es menos cierto que esta nueva etapa es difícil: la situación nacional presentaba esas mismas dificultades en vida del mandatario fallecido. Se trata de reparar los daños de pasados enfrentamientos y de encarar el desafío de la transformación estructural del país.
Cabe ubicar en esa perspectiva la responsabilidad que ha asumido la señora María Estela Martínez de Perón al hacerse cargo de la conducción del Estado. Pero todo indica que sabrá sobrellevar las dificultades. Para algunos su mensaje de ayer tal vez sea políticamente no computable, pero mostró una entereza, en medio del dolor, que conmovió a todos sin excepción; pudo con ello exhibir una virtud que es siempre requerida para gobernar un país. Es, además, la heredera espiritual de Perón, y quien está en condiciones, entonces, de trazar una línea de continuidad con el planteo de unidad nacional formulado por el presidente desaparecido. Por otra parte, ha tenido oportunidad de experimentar el ejercicio del poder y cabe contabilizar su reciente gira por Europa, donde representó al país ypudo conformar una imagen que la ayudará en el cumplimiento de sus funciones.
Asimismo, tuvo la sabiduría y la habilidad –una estimable virtud para el oficio de estadista– de pedir el apoyo de amigos y adversarios. Y recibió sin retaceos ese apoyo. Ya cuando sonó la primera alarma y ante el agravamiento de su enfermedad Perón delegó el mando, fue perceptible en todos los sectores la decisión de respaldar la gestión de la vicepresidenta. Los pronunciamientos de ayer fueron también masivos y contundentes. Todos los partidos, las entidades sindicales y empresarias y los sectores más diversos se pronunciaron en una misma dirección. Y cabe también subrayar que la Presidenta, al asumir el mando, encarna la vigencia de la Constitución Nacional. Evitar que se interrumpa la secuencia constitucional es un objetivo compartido también unánimemente por los argentinos y, en consecuencia, el respeto por el mecanismo establecido para la sucesión presidencial debe constituir una de las líneas esenciales del proceso que vive el país.
Es en ese contexto que acaece la muerte de Perón. Debemos todavía superar rémoras del subdesarrollo y la injusticia social; resta aún mucho por construir, y habrá que vencer muchos obstáculos en un mundo que comienza a ser totalmente nuevo, pero que todavía sufre los conflictos de la transición. Sin embargo, el país puede exhibir muestras inequívocas de vitalidad. La perspectiva de una alianza de clases y sectores sociales para alcanzar las metas de la nación permanece plenamente abierta. El desarme de las pasiones y de los enconos del partido también sigue siendo una realidad. Los argentinos vivimos, es cierto, un momento de prueba, pero los datos que emergen de estos primeros momentos de luto y dolor son realmente reconfortantes. La imagen de entereza exhibida ayer por la Presidenta, frente a las cámaras de la televisión, simboliza la disposición de todos los argentinos para sobreponerse al triste acontecimiento y trabajar sin descanso en favor de las grandes metas nacionales.

 


 

El pueblo volvió a gritar “¡Queremos a Perón!”

Durante cuatro días, la multitud desfiló ante el féretro ubicado en el Congreso.
Dirigentes políticos, sindicales y estudiantiles de todas las corrientes despidieron los restos del general Perón.

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Por Osvaldo Soriano

t.gif (862 bytes) Publicado en La Opinión el 3 de julio de 1974.
Al caer la tarde de ayer, miles de personas pugnaban por ingresar al edificio del Congreso. Las colas se desplegaban en caracol a lo largo de centenares de metros hacia Plaza Miserere y la avenida Nueve de Julio. Llegar hasta las puertas del Palacio suponía sortear barreras policiales y civiles poco dispuestas a recibir explicaciones.
Se suponía que con una credencial de prensa, otorgada para ingresar al recinto donde velaban los restos del teniente general Juan Perón, las puertas se abrirían. Pero no. Los cronistas argentinos y los enviados extranjeros se amontonaban ante las puertas junto a las colas de hombres y mujeres que gritaban “¡Queremos a Perón!”. El redactor de La Opinión logró acercarse a los barrotes de una puerta que da a la avenida Rivadavia y dialogó con una colega que se hallaba en el interior: “Necesito entrar”, le dijo. “Y yo necesito salir”, respondió aquélla.
Era, en fin, como un absurdo juego de prisioneros: los que estaban en el interior, trataban de salir, los que llegaban, querían entrar. La policía despejaba una y otra vez la cuadra de Rivadavia que está enmarcada por Entre Ríos y Combate de los Pozos. Frente a esa puerta fracasaron en su intento de entrar el diputado Juan Carlos Comínguez, del Partido Comunista, el gobernador de Buenos Aires, Victorio Calabró, y el cómico José Marrone.
El ministro de Bienestar Social, José López Rega, apareció dos veces en el balcón que da a la avenida Rivadavia y pidió calma a quienes empujaban contra las puertas. El ministro tenía el rostro sombrío; cuando se inclinó hacia la calle, la gente empezó a gritar “¡Dejen entrar al pueblo!”. López Rega sonrió por fin y volvió a entrar a una oficina del primer piso.
Entre tanto, la cola que ingresaba por la puerta principal de Entre Ríos era desigual y peligrosa. Desde allí las enfermeras corrían con las camillas en busca de quienes caían semiasfixiados. Una muchacha de unos veinte años sufrió un ataque de nervios y luego un acceso que la derrumbó. Sobre el pavimento debió ser sostenida entre cuatro hombres mientras la ambulancia se abría paso hasta ella. En el patio de la esquina que une a las dos avenidas descansaban algunas custodias. Hombres corpulentos, de bigotes y melenas engominadas casi todos ellos, tenían los rostros cansados. Habían colocado una escalera contra la verja para poder salir cuando la situación se lo impusiera. Uno de ellos, impedido por el amplio traje azul que vestía, resbaló y cayó sobre las coronas de flores.
El cielo era gris. Un penetrante olor a flores se percibía desde la avenida Corrientes. Dos cuadras antes de llegar al Palacio, las coronas descansaban sobre las paredes de los edificios, como si en realidad se estuviera velando a una ciudad. El Congreso estaba cubierto de flores. Las que fueron depositadas por la mañana habían sido pisoteadas por la multitud. Las motos de los patrulleros subían a las veredas para despejar las aglomeraciones aunque se cuidaban de no resbalar en las destrozadas coronas. Los hombres de la CGT –que llevaban brazaletes– y los oficiales de policía trataban de persuadir antes de atropellar, aunque un par de veces las entradas a los subterráneos sirvieron de refugio.
Sobre Combate de los Pozos, el clima era más tenso. Desde la calle, la gente gritaba indignada e insultaba a quienes observaban desde el primer piso de la Legislatura. Un oficial anunciaba por su radio que la situación se hacía incontrolable. Había gente que esperaba en la calle desde el mediodía del lunes. “¡Queremos ver a Perón! –gritaban–. ¡No se lo van a llevar sin que lo veamos!”
Pasadas las seis de la tarde, llegó a pie por la calle Riobamba el doctor Ricardo Balbín acompañado por tres correligionarios. Aplaudido por la gente que se había congregado en el lugar –e inclusive por la columna de Montoneros, que estaba ubicada sobre Rivadavia–, caminó hasta Hipólito Yrigoyen. Allí se encontraban el jefe de policía, comisario general Alberto Villar, y el subjefe, comisario inspector Luis Margaride, quienes le facilitaron personal policial para ayudarlo a ingresar al edificio. Fue entonces que comenzaron los silbidos.
Al mismo tiempo, por la esquina de Riobamba y Rivadavia ingresaron varios lisiados en sillas de ruedas, pero fueron interceptados por los uniformados en motocicleta. Se produjo entonces un tumulto que fue rápidamente controlado y los lisiados se retiraron del lugar. En las columnas había mucha gente que cumplía veinticuatro horas de pie. Los rostros eran duros y ojerosos. Algunos dirigentes universitarios, indignados, optaron por retirarse luego de distribuir a los periodistas sus declaraciones. La marcha “Los muchachos peronistas” se confundía con las sirenas de las ambulancias y de los patrulleros. Durante varios minutos fueron cerradas las puertas de ingreso por Entre Ríos, lo que produjo disturbios y apretujones que intensificaron el trabajo del personal sanitario.
Los vendedores de panchos y café no tuvieron, pese a la prolongada espera, demasiada aceptación. Están frescos en el recuerdo de la gente los casos de intoxicación colectiva producidos en anteriores reuniones masivas.
Varios camiones del Ejército llegaron después de las cinco de la tarde provistos de cocinas para atender a la tropa. Ya se había anunciado que el cuerpo de Perón seguiría en el Congreso hasta el jueves. También la policía reforzó sus efectivos con tanquetas y más personal. Un oficial informó que se trataba de un operativo de seguridad para proteger la vida del presidente paraguayo, Alfredo Stroessner, que arribaría de un momento a otro.
Circulaban versiones sobre fallecimientos a causa de paros cardíacos e, inclusive, asfixia, pero no pudieron ser confirmados allí. El medicamento más usado era el azúcar. Las enfermeras la suministraban a quienes habían sufrido desmayos.
Un helicóptero navegó sobre la zona durante toda la tarde. La gente levantaba constantemente los ojos hacia el cielo de nubarrones pero sólo encontraba a los curiosos que miraban desde edificios vecinos. Alrededor de las seis y media de la tarde, el ministro López Rega salió nuevamente a un balcón que da a la avenida Rivadavia; salió y volvió a ingresar al Palacio. Cuando llegaban las primeras sombras, las caras de fatiga y desilusión por el lento ritmo de ingreso eran demasiadas. Muchos calculaban que no toda la multitud podría ver por última vez al líder del justicialismo.

 


 

De ahora en adelante, sin Perón

Por Mariano Grondona

t.gif (862 bytes) Publicado en La Opinión el 2 de julio de 1974.
La muerte del Presidente abre ante nosotros la vasta e inquietante perspectiva de un futuro sin Perón. Si esta visión difunde entre los argentinos sentimientos de angustia, de ansiedad, es porque Perón fue mucho más que un gran personaje, un gran caudillo o un gran presidente: fue nada menos que un punto de referencia.
Diríamos, más bien, que fue “el” punto de referencia. Durante treinta años, los argentinos nos hemos ubicado en el sistema político en relación con Perón: contra él, con él, debajo de él, en función de él. Todas las rutas, en política, se numeraron a partir de este mojón: todas tomaron de él su rumbo y su distancia.
Perón “hombre de referencia” marcó a su época como lo hicieron, antes que él, Roca, Yrigoyen y Justo –si vamos más lejos, Rosas, Urquiza y Mitre–. El dominio político de estos hombres no consistió sólo en que, en un momento determinado, ocuparon las posiciones de poder. Fue algo mucho más amplio. Roca servía de referencia ya en 1877, como ministro de Guerra en ascenso, y también entre su primera y su segunda presidencia, como la astucia detrás del trono. Yrigoyen impresionó a su época no sólo con sus gobiernos y su caída: también como revolucionario, antes de gobernar, y como jefe de partido en época de Alvear. Justo, a su vez, emergió en 1922 como ministro de Guerra y no se desvaneció sino al morir en enero de 1943 porque, hasta pocas semanas antes, todos los ministros de Guerra fueron “sus” ministros de Guerra. Del mismo modo, Perón ha sido nuestro hombre de referencia en las buenas y en las malas.
Hay algo que está más allá del poder político: es la capacidad de dar a cada uno su lugar en el sistema político. En este sentido Roca y Justo, Yrigoyen y Perón, mandaron de un modo mucho más sutil que la emisión de decretos: a través de la creación de un orden, de una perspectiva dentro de la cual los demás actores del proceso político encontraban destino y misión.
Estas observaciones pueden producir la falsa impresión de que, habiendo siempre un “quien” en torno del cual los demás toman su papel, sólo queda preguntarse por el “quien” que ocupará el lugar de Perón. El asunto no es tan fácil. El rey ha muerto. Hay y no hay un rey a quien vivar. Lo hay desde la perspectiva institucional: en el plano de las leyes. Así debe ser y aquí debemos vivar. No lo hay desde la perspectiva de las relaciones políticas de fondo: en el plano de los hombres de referencia. No puede ser de otra manera y aquí, por lo tanto, no podemos vivar. Es verdad que, personalistas no por vicio o capricho sino por vocación histórica, terminamos siempre por organizarnos alrededor de filias y fobias que apuntan a un hombre-época. Y es necesario, dicho sea de paso, que no nos avergoncemos de ello por imitar el modelo nórdico y anglosajón del mecanismo impersonal: en el personalismo nos va el ser; sin él no seríamos una nación distinta.
Comienza entonces un tiempo de dudas y cavilaciones. Un tiempo de falsas partidas y desmesura. Un tiempo para principiantes. Todos, perdida la ubicación que habíamos recibido por treinta años, seremos principiantes.
Lo que nos espera, entonces, es la anomia, la pérdida de un orden. Si la disciplinamos dentro de las instituciones minimizaremos sus riesgos porque la ley impedirá desbordes. Aun así, los tiempos serán duros: hay que darse cuenta de lo que significa para un sistema político el hecho esencial, radical, de que todos y cada uno de sus actores deban redefinir sus líneas de acción, su potencia, su función. En el período de replanteos que sobrevendrá, algunos errarán por osar: al ver el vacío que deja Perón se precipitarán en él sin medir sus verdaderas posibilidades. Otros errarán por conservar: no advertirán que lo que se obtuvo por Perón deberá revalidarse en ausencia de Perón. No hay recetas: la Argentina se abre a los grandes aciertos y a las grandes equivocaciones que habrán de constituir su próxima etapa. La Argentina pasará de Perón a quien al fin lo reemplace como hombre-época a través de una tierra que será de nadie y para todos; a través de una invitación a los audaces y una trampa a los ingenuos que operará, en suma, como una severa selección. Este tránsito es insoslayable. En cuanto supo conquistar otra tierra de nadie hace treinta años, Perón nos enseña con su muerte que la hazaña se habrá de repetir.
Algunos espíritus irreflexivos anticipan que el país, de aquí en más, vivirá “la hora de la verdad”. ¿Cuál verdad? ¿O es que se cree, por ventura, que Perón se interponía entre nosotros y la verdad? La verdad fue, por lo contrario, Perón: durante tres décadas, él fue nuestra verdad. Más allá de Perón no descubriremos “la” verdad sino, en todo caso, “otra” verdad. Otro tiempo, otras referencias. Pero lo que hemos sido hasta ayer, lo hemos sido desde Perón. Tenemos que asumirlo y aceptarlo porque, haciéndolo, nos asumimos y aceptamos. La Argentina es esta Argentina. La hora de la verdad es cada hora de concreta convivencia. Lo que pasa es que las horas tienen su estructura y hoy sentimos que aquella a la que nos habíamos habituado conoce la caducidad de todo lo temporal. De ahí la sensación sombría de la guerra civil que muchos ponen por delante, asociándola a la tesis sobre “la hora de la verdad”. La guerra civil no nos espera objetivamente, sin embargo, detrás de la próxima colina. Ocurre más bien que la imaginamos, objetivándola, como expresión de nuestros temores. La guerra civil no nos espera: somos nosotros quienes la esperamos. Por eso, precisamente, no estallará.


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