Por Luis Bruschtein Murió decía ese
día el titular de Crónica en tamaño catástrofe y todos sabían a quién se refería
sin que hiciera falta nombrarlo. Crónica informaba la muerte del presidente de la
República, Juan Domingo Perón. Pero había otras muertes que poblaban la densa llovizna
de esos días. Junto con el líder justicialista, se agitaba en el espíritu de los
argentinos la sensación indefinible, punzante, de la desaparición de paradigmas, el fin
de un ciclo histórico y otras muertes también.
Las decenas de miles de personas que asistieron al Congreso para despedir al viejo líder
se decían huérfanas, eran miles de huérfanos como relataron
Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Soriano en las notas que publicaron en La Opinión de
aquella época y que Página/12 reproduce en este suplemento. La idea de
orfandad, de soledad, no estaba relacionada solamente con Perón,
sino también con que su muerte aparecía como la representación simbólica del derrumbe
de paradigmas que habían ordenado sus vidas en todos esos años.
Es mucho más fácil leer los diarios 25 años después. Y entender que esas páginas que
sólo hablaban de Perón, estaban hablando también de los temores oscuros a la Argentina
que se avecinaba y no solamente por la violencia, sino también por el desconcierto. La
Argentina industrial y proletaria que expresaba Perón llegaba con su muerte al momento de
mayor tensión. Perón se moría cuando esa Argentina empezaba a crujir.
Los editoriales de ese día de La Nación y Clarín, y la columna de Mariano Grondona en
La Opinión, que se publican en este suplemento, expresan la incertidumbre que producía
esa muerte en un momento tan decisivo. Todos llaman a la unidad nacional. Aun en ese
contexto, La Prensa se mantuvo en sus viejos rencores, como lo señala el artículo que
escribió en ese momento Miguel Bonasso en el diario Noticias, de la izquierda peronista.
Bonasso recuerda también, en un artículo escrito ahora, cómo se elaboró ese día el
diario que dirigía.
Ese mismo día Vicente Solano Lima renunciaba en la UBA y Héctor Cámpora era desplazado
de la embajada ante México. Más que a la unidad nacional, el vacío arrastraba
inexorablemente al país hacia el juego descarnado de sus viejos antagonismos que, a su
vez, sólo tenían unos pocos días más de vida que el mismo Perón. El golpe militar se
asomaba en el horizonte.
Se ha criticado que nadie pensó ni trabajó para que la muerte de Perón no produjera
esos desequilibrios. Se ha dicho que pocos evaluaron el gran vacío de poder que dejaba su
desaparición y se explica el golpe militar de esa manera.
Después de 25 años se puede decir también que nadie pudo traducir siquiera mínimamente
esa sensación de que junto con la muerte de Perón se terminaba un ciclo histórico,
económico, social y cultural de la Argentina, en consonancia con algo que empezaba a
ocurrir en todo el planeta. La revolución neoconservadora de Ronald Reagan y Margareth
Thatcher, y la globalidad que se modeló con esos parámetros estaban en paralelo con el
trabajo de zapa, disciplinador y sangriento de la dictadura.
Perón fue una figura amada y odiada, seguida hasta la muerte y combatida de la misma
manera. Y ya no es así. Se habla de él con la distancia de los historiadores porque su
muerte prácticamente coincidió con la desaparición del mundo que expresó. Un
estudiante de historia no encontrará otra figura que represente mejor esa etapa del
país.
Es extraño cómo esa sensación se anudaba agónicamente al corazón de la mayoría de
los argentinos en aquel entonces sin que nadie pudiera traducirla en conceptos, sin que
nadie pudiera avanzar más allá de la inquietud y los malos presagios. Y más extraño
resulta verificar cómo esa sensación está allí todavía cuando se leen los diarios de
hace 25 años. Pero ahora esa sensación tiene una lectura clara y directa con
laproyección que le ha dado la experiencia de estos 25 años que pasaron. La muerte de
Perón anunciaba otras muertes.
Noticias: Llena de rencor, La
Prensa atacó al Líder
Por Miguel Bonasso
(Publicado el 2 de julio de 1974 en el diario
Noticias.)
Como si la muerte del
general Perón hubiera abierto vaya a saber uno qué compuertas y se presumiera una nueva
derrota de las fuerzas populares, La Prensa ha salido ayer a vomitar odio sin la
contención victoriana de la que suele preciarse.
La nota dedicada a la actuación pública del Líder es un resumen de agravios que no se
atrevió a prodigarle en estos últimos 8 meses en que ejerció la primera magistratura.
En la primera página comienza por lapidar: Ha merecido ya, sin embargo, juicios
certeros por parte de los que aman la libertad, la verdadera justicia y las instituciones
republicanas heredadas de nuestros mayores.
Su historia añade es también la historia de una alternancia entre la
autocracia y la demagogia.
Pero en estos tramos iniciales aún priva un cierto autocontrol; después, a medida que
discurren las líneas del vasto artículo, se va desplegando, en permanente crescendo, una
extensa batería de calificativos y apreciaciones que tiene por objeto condenar en bloque
a los dos primeros gobiernos del general Perón.
Así, para La Prensa, la justa y esforzada labor del coronel Perón al frente de Trabajo y
Previsión es una pura maniobra utilitaria para ganar la adhesión de los
obreros. Y hasta las catástrofes naturales parecen maliciosamente asociadas, en la
singular perspectiva del articulista, con las ambiciones del joven conductor en ascenso,
como el terremoto de San Juan, que también favoreció sus planes.
Las elecciones en las que se impuso a la Unión Democrática le habrían dado el triunfo
porque fueron adelantadas y porque, al clausurar su campaña proselitista, se
cuidó muy bien de avisar a los obreros que si no triunfaba, perderían todos los
beneficios que él les había otorgado. (Como efectivamente los perdieron cuando los
amigos de Gainza Paz recuperaron el poder en 1955.)
Luego (1946-1955) fomentó el antagonismo social y prodigó la dádiva
graciosa, dio concesiones que llevaron bienestar transitorio a los que
decidió llamar descamisados, su meta fue la intervención estatal en todas
las esferas de la Nación y sus métodos consistieron en la propaganda, la
intimidación, la delación y la represión policial.
A la justicia la sometió mediante el incalificable juicio político a los
miembros de la Corte Suprema.
La acción de la memorable Fundación Eva Perón queda reducida, para La Prensa que
no se caracteriza mucho por la solidaridad social, especialmente en materia de
retribuciones salariales, a generosidad institucionalizada a fuerza de
exacciones.
La nacionalización de los ferrocarriles es, para La Prensa, un acto de mera
propaganda y toda la política de recuperación para la Nación de sus recursos
condujo al desaliento de las inversiones y el deterioro en la calidad de los
productos.
En la segunda presidencia evoca La Prensa, ya a esta altura sin ninguna clase
de inhibiciones, la carrera de la arbitrariedad y la obsecuencia ya no tuvo
límites.
El libelo contiene, por supuesto, la evocación de la expropiación de La Prensa, en abril
de 1951, y su puesta en manos de los trabajadores. Medida del gobierno peronista que, a la
luz de esta verdadera proclama pinochetista que es la necrología del general
Perón, cobra una vez más rigurosa actualidad.
Por lo demás, fue el único diario que logró transgredir las normas impuestas a las
editoriales por los trabajadores gráficos, que acordaron trabajar ayer sólo en tanto el
contenido de los diarios reflejase el dolor del pueblo argentino ante la muerte del
Líder. Nada de esto es nuevo y se esperaba. Lo que probablemente muchos peronistas no
esperaban es que en esa misma edición de La Prensa hubiera un aviso de página de la
gobernación de Mendoza, a cargo del metalúrgico Carlos Mendoza, y otros de menor tamaño
de A.S.I.M.R.A. y del personal superior y directivo de YPF.
Si, como dice Chesterton, el periodismo mercantil es el arte de escribir al dorso de un
aviso, resultaría que estas opiniones subversivas de La Prensa son costeadas por malos
funcionarios del gobierno peronista.
Editorial de La Nacion del 2 de julio de
1974
Hay una tarea primordial
La muerte
del presidente de la República sacudió ayer al país. Esa muerte tiene una
característica sugeridora de su propia dimensión: nadie es en la Argentina indiferente a
ella. En rigor, no hubiera podido adoptarse esa actitud ni siquiera en los días en que un
abismo separaba a quienes eran sus adictos de quienes eran sus enemigos. Menos aún
cabría la indiferencia cuando la figura de Perón, trabajada por las meditaciones del
exilio, se propuso superar las estrecheces de cualquier fanatismo y avanzar hacia el aire
despejado, donde son visibles los colores distintos y las armonizables diferencias de la
vida múltiple en el ámbito de la democracia.
El señalamiento anterior implica decir que hubo distinguibles etapas en la larga carrera
pública de Perón. Esas etapas son susceptibles de ser vistas desde variados ángulos.
Uno de ellos pertenece a los que en todo tiempo experimentaron placer al someterse a su
magnetismo personal. Otro corresponde a los que lo enfrentaron hasta 1955 y, después de
un largo interregno de fundado recelo, confiaron en que la sensibilidad política de
Perón habría de advertirle la necesidad de encabezar un proceso de unidad nacional. Hay
que sumar asimismo las perspectivas provenientes de los que mantuvieron posiciones de
rechazo irreductible y, también, las más sensatas de cuantos alzaron su independencia de
criterio como una contribución al examen de la realidad sin ataduras banderizas. Otro
ángulo, por último, es el de aquellos que se ampararon en la popularidad de Perón para
intentar deslizarse con disimulo hasta los sitios desde los cuales pudieran imponer una
versión deliberadamente deformada de las proposiciones del jefe justicialista.
Con la observación de la identidad humana y cívica de los que en cada etapa enfrentaron
a Perón puede compendiarse la evolución del caudillo ante un país que tampoco
permaneció igual a la hora de elaborar respuestas colectivas para afrontar sus cambiantes
problemas. Hasta 1955 sus adversarios pelearon bajo la bandera de la libertad. Desde 1973
sus adversarios se agrupan preferentemente en las trincheras en las cuales los sectarismos
ideológicos aparecen teñidos por la misma tonalidad en el lenguaje de desprecio hacia la
libertad y en los métodos de lucha.
Los ocho meses del último gobierno de Perón e incluso el discurso que pronunció
al día siguiente del retorno definitivo a la Argentina no dejan lugar a dudas en
cuanto a cuál era el propósito de su acción. Esta fue comprendida no sólo por los
partidos participantes en las convenciones del acuerdo que se llamó La Hora del Pueblo,
sino por partidos y sectores ajenos a ese entendimiento. El objetivo político de tal
acción consistía -y consiste en el fortalecimiento de las instituciones
establecidas por la Constitución sobre la cual se asienta jurídicamente la República.
En ese sentido hay una voluntad común que subraya todas las coincidencias rápidamente
manifestadas desde las primeras horas de la tarde de ayer por los partidos, sus
representantes parlamentarios, las entidades de la civilidad y las organizaciones
sectoriales. Ellas tienen su síntesis en las afirmaciones con que las Fuerzas Armadas han
expuesto una posición notoriamente inequívoca.
Es sobre esas bases de pleno respaldo a la continuidad jurídica que la hasta el día
anterior vicepresidenta de la República ha asumido la primera magistratura. Su mensaje,
saturado por la emoción que el trance hacía inevitable, importa una convocatoria con
respecto a la cual nadie debe considerarse ajeno. La existencia de la Nación organizada y
libre nos exige una plena aceptación de responsabilidades constructivas con referencia al
desarrollo de la vida institucional.
Tanto para aquellos que siempre se sintieron identificados con las orientaciones del
desaparecido Presidente como para aquellos que desde 1973 le dispensaron un apoyo crítico
y aun para quienes quisieron mantener frescas las cicatrices de viejos
combates hay ahora una tarea primordial: llevar adelante el arduo compromiso de
afianzar lasposibilidades de paz, orden y trabajo ofrecidas por nuestro ordenamiento
históricamente legal.
UNA MULTITUD ACONGOJADA HACE FILA EN EL
CONGRESO
El triste peregrinaje
Por Tomás Eloy Martínez
Publicado
en La Opinión el 3 de julio de 1974.
El viejo estaba sentado sobre algunas hojas de diarios, entre paquetes vacíos de
cigarrillos y cáscaras de mandarina. Con la punta de una rama dibujaba simplezas sobre el
césped de la plaza Lorea, al caer la tarde. Cerca de allí, sentadas en las escalinatas
del monumento a los Dos Congresos, algunas mujeres hacían y deshacían los nudos de sus
pañuelos. El cronista se acercó al viejo y le preguntó desde qué hora estaba allí.
Disculpemé respondió el hombre, sin levantar la mirada del suelo. No
tengo espíritu para andar en conversaciones. Las mujeres dijeron casi lo mismo: que
habían llegado al amanecer, desde Guernica y que no hablarían, para qué, ya no
son palabras lo que nos hace falta.
Todos los hombres saben que el silencio sólo puede ser oído cuando se avecina o cuando
acaba de evaporarse. Ayer, en Buenos Aires, la consistencia del silencio fue tanta que
persistió durante el día entero. De pronto, asumía la forma de una reverberación bajo
los largos afluentes humanos que caminaban por Avenida de Mayo; o bien era el quejido de
una ambulancia lejana; o, al anochecer, era la certidumbre de que allí, bajo la enorme
cúpula del Congreso recortada contra el cielo de la ciudad, yacía un hombre cuyo destino
se había entrelazado con el de los caminantes, y a cuyo silencio todos habían temido
largamente.
Ahora que Perón no estaba, era difícil imaginar su ausencia. Las filas de muchachos que
se apretaban en la vereda norte de la calle Rivadavia entre Paraná y Talcahuano,
intentaban a lo mejor olvidar que Juan Perón había muerto repitiendo como
una letanía algunos discursos y viejas consignas echadas a rodar por el Jefe. Subido a un
banquito, con un brazalete azul, uno de los muchachos leía en voz alta, de un cuaderno
manoseado: Antes se decía: Hay que educar al soberano y todo el mundo
le daba vino y empanadas. Nosotros decimos ahora: Hay que elevar la cultura del
pueblo, y nos ponemos a trabajar para hacerlo.
Cerca de allí, ante la puerta de la Confederación de Empleados de Comercio, las mujeres
salían de la fila para servirse café de una gran olla caliente. Más lejos, desde un
balcón de la calle San José, una chica de veinte años derramaba sus lágrimas sobre la
vereda. Aún más allá, en la avenida Nueve de Julio, un grupo escaso de militantes
amagaba cantar la marchita, sin que nadie les respondiera. El silencio no se movía,
dibujaba su quietud sobre las vallas tendidas en la enorme plaza funeraria, y semejaba el
halo de aquel Gran Silencio Mayor que yacía bajo la cúpula.
Dos razas de peregrinos confluyeron ayer en los alrededores del Congreso: la de los que
simplemente querían estar allí, para que al general no le falte nuestra
compañía, y la de los que estaban dispuestos a no marcharse sin verlo,
aunque tengamos que dormir aquí una semana entera.
Federico Baldomero, de 71 años, era de los segundos. No había podido quedarse quieto en
su casita de Villa Luro desde que oyó la noticia por radio, y qué iba a hacer,
antes de que aclarara tomé un colectivo y rumbié para el Congreso. Es
dice uno de esos peronistas envenenados que siguieron al general
adonde quiera fuese, cruzando en bote el Riachuelo cuando levantaron los puentes, el 17 de
octubre de 1945, o empantanándose junto a la autopista Richieri, el 17 de noviembre del
72, cuando volvió bajo la lluvia y no me dejaron verlo.
La historia lo acostumbró a esperar, a desvelarse, a sentir cuándo algo (o alguien) es
fugaz y cuándo perecedero. Vio recuerda aparecer y esfumarse de la escena
política a muchos que parecían próceres y que luego no fueron nadie.
Confió de entrada, hace ya treinta años, en que los pobres habían encontrado en Perón
al padre que les faltaba, y por eso lo que usted ve aquí no es sólo un pueblo sino
más bien una fila de huérfanos. Baldomero, vendedor de fierros viejos, con la
campera comida por las polillas y la camisa veteada de tinta, no recibió nunca
jubilaciónni la pidió. Quise a Perón no por mí sino por el bien que nos hacía,
y ahora no me voy sin verlo; aquí me plantaré en la fila hasta que pueda decirle que le
pondremos el hombro para que no se deshaga lo que hizo.
Gómez y Roldán, dos amigos que vinieron desde Banfield y Avellaneda, suponen que no hace
falta entrar, que alcanza con que el general vea desde arriba que lo estamos
acompañando. Uno es hijo de españoles el otro de italianos a pesar del apellido,
porque el Roldán es en verdad Roldani, un error del Registro Civil, como nos pasa a
tantos. Se creen, por eso, representantes cabales de esta Argentina con muchas caras
a la que Perón le infundió, por fin, la personalidad verdadera.
Sentado en cuclillas al pie del monumento a los Dos Congresos, Gómez no aparta los ojos
de la sombría cúpula. Estamos sufriendo ahora dice, como si reflexionara en
voz alta, y no ha de venirnos mal el sufrimiento.
El peor enemigo de Perón sigue Roldán fue la vida fácil que tuvimos,
el sentimiento de abundancia a que nos fuimos acostumbrando. De nada le valía a Perón
pedir que lucháramos más y más para sacar adelante al país. Nosotros siempre
andábamos en lo mismo, trabajando lo mismo, quejándonos. Sólo ahora vamos a valorar lo
que él nos daba.
A pocos pasos, en el puesto sanitario que está frente a la calle Paraná, una ambulancia
deja al desmayado número 117 de este 2 de julio. El 117 del puesto: en toda la plaza
sumaron más de un millar, sobre todo por la mañana, al paso del cortejo.
Juan Perón ha muerto y la muchedumbre que forma fila para ver su yacencia parece que lo
hiciera con la esperanza de desmentir la noticia, averiguar que no está allí bajo la
cúpula, y que no hace falta llorar ni sentirse huérfano. Son las cinco y cuarto de la
tarde. De pronto, por sobre la nube de murmullos humanos que tremolan en la plaza, se alza
un grito largo, lastimero: ¡Perooón! No parece una de las voces de victoria que se
oyeron hace apenas veinte días, en la otra plaza cercana. Esta vez suena como un llamado
visceral, un pedido de ayuda. Pero nadie responde.
La noticia en Noticias
Por Miguel Bonasso *Fue un
lunes, desapacible, a las dos de la tarde. Aunque esperábamos el desenlace no podíamos
creer lo que nos mostraba la televisión: una Isabel llorosa anunciando la muerte de
Perón, escoltada por José López Rega, que apoyaba su diestra sobre el sillón
presidencial. El mensaje gestual del Brujo ponía en ominoso paréntesis la convocatoria a
la unidad nacional que leía la pequeña mujer convocada a la Presidencia, por
mandato de Dios y de Perón. Un grupo humano muy especial rodeaba en silencio el
aparato de televisión, en un destartalado edificio de Piedras al 700 donde producíamos
Noticias, el diario del peronismo revolucionario que en esos días llegó a vender más de
180 mil ejemplares. Era un grupo de hombres y mujeres que había puesto su capacidad
profesional al servicio de su pasión militante. Aquellas compañeras y compañeros que
observaban, mudos y acongojados, el terrible anuncio, no eran espectadores, sino
protagonistas de la lucha sin cuartel que se avecinaba. Y sabían que podían llegar a
perder la vida. Como de hecho la perdieron muchos de los que rodeaban aquel televisor
cuando la mujer escoltada por López Rega demostró patéticamente que Dios y Perón se
habían equivocado y fue sacada de un papirotazo por los militares que impusieron el
terrorismo de Estado. Allí estaban, por ejemplo, algunos grandes ausentes como Rodolfo
Walsh, Paco Urondo, Alicia Raboi, Norberto Habegger, integrantes de la conducción del
diario, mezclados democráticamente con jóvenes periodistas y militantes de base, a los
que amenazaban también la muerte, la desaparición, la cárcel o el destierro. La muerte
de Perón cerraba una etapa decisiva de nuestras vidas y convocaba a un balance que
tardaría muchos años en decantarse. Habíamos seguido y amado al Viejo en los duros
años de la Primera y Segunda Resistencia; lo habíamos denostado en la plaza del 1º de
Mayo; habíamos tenido la esperanza de recuperarlo pocos días antes (en la multitudinaria
despedida del 12 de junio) y ahora tratábamos de imaginar una transmutación de su
liderazgo individual en un gran proyecto colectivo. Horacio Verbitsky sintetizó en una
frase los temores de todos: La Argentina puede convertirse en un cráter.
Luego empezamos la jornada. Yo sugerí como título de tapa la palabra Dolor. Rodolfo
Walsh se acomodó frente a la Olivetti y escribió: El general Perón, figura
central de la política argentina en los últimos 30 años, murió ayer a las 13.15. En la
conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable.
Más allá del fragor de la lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un
Líder excepcional.
* Miguel Bonasso era director de Noticias. |
Editorial de clarin del 2 de julio de
1974
Un legado para la unidad nacional
El
dramático anuncio que, transida de dolor, formuló ayer la presidenta de la Nación
conmovió hasta lo más íntimo el corazón de los argentinos. La noticia era esperada, ya
que la población conocía la gravedad del estado del mandatario fallecido por los partes
médicos, pero no por ello fue menor el golpe. La figura del líder popular, adorada por
sus seguidores y respetada por sus adversarios, suscitó siempre grandes emociones
populares, y ellas no podían ser menores en la tremenda hora de su muerte.
El fallecimiento del teniente general Juan Domingo Perón, desde el momento en que se
convirtió en jefe de un movimiento multitudinario, previsiblemente debía causar ese
efecto. Pero el último tramo de su vida estuvo rodeado de circunstancias que dieron una
dimensión especial a su imagen. No es común que un estadista regrese a su país y retome
el poder después de 18 años de exilio. En más de una oportunidad señaló que regresar
y asumir el poder entrañaba para él un sacrificio. La verdad de esa afirmación hoy no
puede discutirse. No hay duda de que los avatares del regreso y las obligaciones del
gobierno acortaron su vida.
Si es posible sintetizar la acción de este hombre que signó treinta densos años de la
historia argentina, corresponde decir que supo encarnar el anhelo de justicia social de
las masas. Las respuestas a ese reclamo marcaron sus primeros pasos en la cúspide del
poder, cuando era un coronel desconocido; su comunicación con el pueblo se estableció
rápidamente al tiempo de conocerse las primeras decisiones que adoptó desde su gestión
a cargo de la entonces Secretaría de Trabajo y Previsión: ellas apuntaban a hacer
efectivos los derechos de los trabajadores, que muchas veces quedaban olvidados en la
letra muerta de la ley.
Y el dato saliente del final de su vida fue el esfuerzo por la unidad nacional. Durante
muchos años el país estuvo esterilizado por la antinomia peronismo-antiperonismo; el
encono desviaba el debate político de los problemas fundamentales del país. Tras su
regreso a la Patria, Perón se sentó a la misma mesa con muchos que habían sido sus
adversarios y, en algunos casos, sus enemigos.
Representa éste sin duda un legado invalorable. Cuando el país debe avanzar por el
camino de profundas transformaciones económicas y sociales es indispensable olvidar las
rencillas de partido para sumar esfuerzos a la tarea común. La desaparición física de
un caudillo de la dimensión de Perón abre indudablemente una nueva etapa, pero esa
concepción suya de la concertación de voluntades se proyecta sobre ella y la ilumina. Es
cierto que la presencia de un líder con inigualado ascendiente sobre las masas argentinas
otorgaba una dinámica especial a nuestro proceso político, pero también es exacto que
queda una lección muy profunda sobre la esterilidad de la intolerancia ideológica y de
las luchas de facción.
No es menos cierto que esta nueva etapa es difícil: la situación nacional presentaba
esas mismas dificultades en vida del mandatario fallecido. Se trata de reparar los daños
de pasados enfrentamientos y de encarar el desafío de la transformación estructural del
país.
Cabe ubicar en esa perspectiva la responsabilidad que ha asumido la señora María Estela
Martínez de Perón al hacerse cargo de la conducción del Estado. Pero todo indica que
sabrá sobrellevar las dificultades. Para algunos su mensaje de ayer tal vez sea
políticamente no computable, pero mostró una entereza, en medio del dolor, que conmovió
a todos sin excepción; pudo con ello exhibir una virtud que es siempre requerida para
gobernar un país. Es, además, la heredera espiritual de Perón, y quien está en
condiciones, entonces, de trazar una línea de continuidad con el planteo de unidad
nacional formulado por el presidente desaparecido. Por otra parte, ha tenido oportunidad
de experimentar el ejercicio del poder y cabe contabilizar su reciente gira por Europa,
donde representó al país ypudo conformar una imagen que la ayudará en el cumplimiento
de sus funciones.
Asimismo, tuvo la sabiduría y la habilidad una estimable virtud para el oficio de
estadista de pedir el apoyo de amigos y adversarios. Y recibió sin retaceos ese
apoyo. Ya cuando sonó la primera alarma y ante el agravamiento de su enfermedad Perón
delegó el mando, fue perceptible en todos los sectores la decisión de respaldar la
gestión de la vicepresidenta. Los pronunciamientos de ayer fueron también masivos y
contundentes. Todos los partidos, las entidades sindicales y empresarias y los sectores
más diversos se pronunciaron en una misma dirección. Y cabe también subrayar que la
Presidenta, al asumir el mando, encarna la vigencia de la Constitución Nacional. Evitar
que se interrumpa la secuencia constitucional es un objetivo compartido también
unánimemente por los argentinos y, en consecuencia, el respeto por el mecanismo
establecido para la sucesión presidencial debe constituir una de las líneas esenciales
del proceso que vive el país.
Es en ese contexto que acaece la muerte de Perón. Debemos todavía superar rémoras del
subdesarrollo y la injusticia social; resta aún mucho por construir, y habrá que vencer
muchos obstáculos en un mundo que comienza a ser totalmente nuevo, pero que todavía
sufre los conflictos de la transición. Sin embargo, el país puede exhibir muestras
inequívocas de vitalidad. La perspectiva de una alianza de clases y sectores sociales
para alcanzar las metas de la nación permanece plenamente abierta. El desarme de las
pasiones y de los enconos del partido también sigue siendo una realidad. Los argentinos
vivimos, es cierto, un momento de prueba, pero los datos que emergen de estos primeros
momentos de luto y dolor son realmente reconfortantes. La imagen de entereza exhibida ayer
por la Presidenta, frente a las cámaras de la televisión, simboliza la disposición de
todos los argentinos para sobreponerse al triste acontecimiento y trabajar sin descanso en
favor de las grandes metas nacionales.
El pueblo
volvió a gritar ¡Queremos a Perón!
Durante cuatro días, la multitud
desfiló ante el féretro ubicado en el Congreso.
Dirigentes políticos, sindicales y estudiantiles de todas las corrientes despidieron los
restos del general Perón. |
|
Por Osvaldo Soriano
Publicado en La Opinión
el 3 de julio de 1974.
Al caer la tarde de ayer, miles de personas pugnaban por ingresar al edificio del
Congreso. Las colas se desplegaban en caracol a lo largo de centenares de metros hacia
Plaza Miserere y la avenida Nueve de Julio. Llegar hasta las puertas del Palacio suponía
sortear barreras policiales y civiles poco dispuestas a recibir explicaciones.
Se suponía que con una credencial de prensa, otorgada para ingresar al recinto donde
velaban los restos del teniente general Juan Perón, las puertas se abrirían. Pero no.
Los cronistas argentinos y los enviados extranjeros se amontonaban ante las puertas junto
a las colas de hombres y mujeres que gritaban ¡Queremos a Perón!. El
redactor de La Opinión logró acercarse a los barrotes de una puerta que da a la avenida
Rivadavia y dialogó con una colega que se hallaba en el interior: Necesito
entrar, le dijo. Y yo necesito salir, respondió aquélla.
Era, en fin, como un absurdo juego de prisioneros: los que estaban en el interior,
trataban de salir, los que llegaban, querían entrar. La policía despejaba una y otra vez
la cuadra de Rivadavia que está enmarcada por Entre Ríos y Combate de los Pozos. Frente
a esa puerta fracasaron en su intento de entrar el diputado Juan Carlos Comínguez, del
Partido Comunista, el gobernador de Buenos Aires, Victorio Calabró, y el cómico José
Marrone.
El ministro de Bienestar Social, José López Rega, apareció dos veces en el balcón que
da a la avenida Rivadavia y pidió calma a quienes empujaban contra las puertas. El
ministro tenía el rostro sombrío; cuando se inclinó hacia la calle, la gente empezó a
gritar ¡Dejen entrar al pueblo!. López Rega sonrió por fin y volvió a
entrar a una oficina del primer piso.
Entre tanto, la cola que ingresaba por la puerta principal de Entre Ríos era desigual y
peligrosa. Desde allí las enfermeras corrían con las camillas en busca de quienes caían
semiasfixiados. Una muchacha de unos veinte años sufrió un ataque de nervios y luego un
acceso que la derrumbó. Sobre el pavimento debió ser sostenida entre cuatro hombres
mientras la ambulancia se abría paso hasta ella. En el patio de la esquina que une a las
dos avenidas descansaban algunas custodias. Hombres corpulentos, de bigotes y melenas
engominadas casi todos ellos, tenían los rostros cansados. Habían colocado una escalera
contra la verja para poder salir cuando la situación se lo impusiera. Uno de ellos,
impedido por el amplio traje azul que vestía, resbaló y cayó sobre las coronas de
flores.
El cielo era gris. Un penetrante olor a flores se percibía desde la avenida Corrientes.
Dos cuadras antes de llegar al Palacio, las coronas descansaban sobre las paredes de los
edificios, como si en realidad se estuviera velando a una ciudad. El Congreso estaba
cubierto de flores. Las que fueron depositadas por la mañana habían sido pisoteadas por
la multitud. Las motos de los patrulleros subían a las veredas para despejar las
aglomeraciones aunque se cuidaban de no resbalar en las destrozadas coronas. Los hombres
de la CGT que llevaban brazaletes y los oficiales de policía trataban de
persuadir antes de atropellar, aunque un par de veces las entradas a los subterráneos
sirvieron de refugio.
Sobre Combate de los Pozos, el clima era más tenso. Desde la calle, la gente gritaba
indignada e insultaba a quienes observaban desde el primer piso de la Legislatura. Un
oficial anunciaba por su radio que la situación se hacía incontrolable. Había gente que
esperaba en la calle desde el mediodía del lunes. ¡Queremos ver a Perón!
gritaban. ¡No se lo van a llevar sin que lo veamos!
Pasadas las seis de la tarde, llegó a pie por la calle Riobamba el doctor Ricardo Balbín
acompañado por tres correligionarios. Aplaudido por la gente que se había congregado en
el lugar e inclusive por la columna de Montoneros, que estaba ubicada sobre
Rivadavia, caminó hasta Hipólito Yrigoyen. Allí se encontraban el jefe de
policía, comisario general Alberto Villar, y el subjefe, comisario inspector Luis
Margaride, quienes le facilitaron personal policial para ayudarlo a ingresar al edificio.
Fue entonces que comenzaron los silbidos.
Al mismo tiempo, por la esquina de Riobamba y Rivadavia ingresaron varios lisiados en
sillas de ruedas, pero fueron interceptados por los uniformados en motocicleta. Se produjo
entonces un tumulto que fue rápidamente controlado y los lisiados se retiraron del lugar.
En las columnas había mucha gente que cumplía veinticuatro horas de pie. Los rostros
eran duros y ojerosos. Algunos dirigentes universitarios, indignados, optaron por
retirarse luego de distribuir a los periodistas sus declaraciones. La marcha Los
muchachos peronistas se confundía con las sirenas de las ambulancias y de los
patrulleros. Durante varios minutos fueron cerradas las puertas de ingreso por Entre
Ríos, lo que produjo disturbios y apretujones que intensificaron el trabajo del personal
sanitario.
Los vendedores de panchos y café no tuvieron, pese a la prolongada espera, demasiada
aceptación. Están frescos en el recuerdo de la gente los casos de intoxicación
colectiva producidos en anteriores reuniones masivas.
Varios camiones del Ejército llegaron después de las cinco de la tarde provistos de
cocinas para atender a la tropa. Ya se había anunciado que el cuerpo de Perón seguiría
en el Congreso hasta el jueves. También la policía reforzó sus efectivos con tanquetas
y más personal. Un oficial informó que se trataba de un operativo de seguridad para
proteger la vida del presidente paraguayo, Alfredo Stroessner, que arribaría de un
momento a otro.
Circulaban versiones sobre fallecimientos a causa de paros cardíacos e, inclusive,
asfixia, pero no pudieron ser confirmados allí. El medicamento más usado era el azúcar.
Las enfermeras la suministraban a quienes habían sufrido desmayos.
Un helicóptero navegó sobre la zona durante toda la tarde. La gente levantaba
constantemente los ojos hacia el cielo de nubarrones pero sólo encontraba a los curiosos
que miraban desde edificios vecinos. Alrededor de las seis y media de la tarde, el
ministro López Rega salió nuevamente a un balcón que da a la avenida Rivadavia; salió
y volvió a ingresar al Palacio. Cuando llegaban las primeras sombras, las caras de fatiga
y desilusión por el lento ritmo de ingreso eran demasiadas. Muchos calculaban que no toda
la multitud podría ver por última vez al líder del justicialismo.
De ahora en adelante, sin Perón
Por Mariano Grondona
Publicado
en La Opinión el 2 de julio de 1974.
La muerte del Presidente abre ante nosotros la vasta e inquietante perspectiva de un
futuro sin Perón. Si esta visión difunde entre los argentinos sentimientos de angustia,
de ansiedad, es porque Perón fue mucho más que un gran personaje, un gran caudillo o un
gran presidente: fue nada menos que un punto de referencia.
Diríamos, más bien, que fue el punto de referencia. Durante treinta años,
los argentinos nos hemos ubicado en el sistema político en relación con Perón: contra
él, con él, debajo de él, en función de él. Todas las rutas, en política, se
numeraron a partir de este mojón: todas tomaron de él su rumbo y su distancia.
Perón hombre de referencia marcó a su época como lo hicieron, antes que
él, Roca, Yrigoyen y Justo si vamos más lejos, Rosas, Urquiza y Mitre. El
dominio político de estos hombres no consistió sólo en que, en un momento determinado,
ocuparon las posiciones de poder. Fue algo mucho más amplio. Roca servía de referencia
ya en 1877, como ministro de Guerra en ascenso, y también entre su primera y su segunda
presidencia, como la astucia detrás del trono. Yrigoyen impresionó a su época no sólo
con sus gobiernos y su caída: también como revolucionario, antes de gobernar, y como
jefe de partido en época de Alvear. Justo, a su vez, emergió en 1922 como ministro de
Guerra y no se desvaneció sino al morir en enero de 1943 porque, hasta pocas semanas
antes, todos los ministros de Guerra fueron sus ministros de Guerra. Del mismo
modo, Perón ha sido nuestro hombre de referencia en las buenas y en las malas.
Hay algo que está más allá del poder político: es la capacidad de dar a cada uno su
lugar en el sistema político. En este sentido Roca y Justo, Yrigoyen y Perón, mandaron
de un modo mucho más sutil que la emisión de decretos: a través de la creación de un
orden, de una perspectiva dentro de la cual los demás actores del proceso político
encontraban destino y misión.
Estas observaciones pueden producir la falsa impresión de que, habiendo siempre un
quien en torno del cual los demás toman su papel, sólo queda preguntarse por
el quien que ocupará el lugar de Perón. El asunto no es tan fácil. El rey
ha muerto. Hay y no hay un rey a quien vivar. Lo hay desde la perspectiva institucional:
en el plano de las leyes. Así debe ser y aquí debemos vivar. No lo hay desde la
perspectiva de las relaciones políticas de fondo: en el plano de los hombres de
referencia. No puede ser de otra manera y aquí, por lo tanto, no podemos vivar. Es verdad
que, personalistas no por vicio o capricho sino por vocación histórica, terminamos
siempre por organizarnos alrededor de filias y fobias que apuntan a un hombre-época. Y es
necesario, dicho sea de paso, que no nos avergoncemos de ello por imitar el modelo
nórdico y anglosajón del mecanismo impersonal: en el personalismo nos va el ser; sin él
no seríamos una nación distinta.
Comienza entonces un tiempo de dudas y cavilaciones. Un tiempo de falsas partidas y
desmesura. Un tiempo para principiantes. Todos, perdida la ubicación que habíamos
recibido por treinta años, seremos principiantes.
Lo que nos espera, entonces, es la anomia, la pérdida de un orden. Si la disciplinamos
dentro de las instituciones minimizaremos sus riesgos porque la ley impedirá desbordes.
Aun así, los tiempos serán duros: hay que darse cuenta de lo que significa para un
sistema político el hecho esencial, radical, de que todos y cada uno de sus actores deban
redefinir sus líneas de acción, su potencia, su función. En el período de replanteos
que sobrevendrá, algunos errarán por osar: al ver el vacío que deja Perón se
precipitarán en él sin medir sus verdaderas posibilidades. Otros errarán por conservar:
no advertirán que lo que se obtuvo por Perón deberá revalidarse en ausencia de Perón.
No hay recetas: la Argentina se abre a los grandes aciertos y a las grandes equivocaciones
que habrán de constituir su próxima etapa. La Argentina pasará de Perón a quien al fin
lo reemplace como hombre-época a través de una tierra que será de nadie y para todos; a
través de una invitación a los audaces y una trampa a los ingenuos que operará, en
suma, como una severa selección. Este tránsito es insoslayable. En cuanto supo
conquistar otra tierra de nadie hace treinta años, Perón nos enseña con su muerte que
la hazaña se habrá de repetir.
Algunos espíritus irreflexivos anticipan que el país, de aquí en más, vivirá la
hora de la verdad. ¿Cuál verdad? ¿O es que se cree, por ventura, que Perón se
interponía entre nosotros y la verdad? La verdad fue, por lo contrario, Perón: durante
tres décadas, él fue nuestra verdad. Más allá de Perón no descubriremos
la verdad sino, en todo caso, otra verdad. Otro tiempo, otras
referencias. Pero lo que hemos sido hasta ayer, lo hemos sido desde Perón. Tenemos que
asumirlo y aceptarlo porque, haciéndolo, nos asumimos y aceptamos. La Argentina es esta
Argentina. La hora de la verdad es cada hora de concreta convivencia. Lo que pasa es que
las horas tienen su estructura y hoy sentimos que aquella a la que nos habíamos habituado
conoce la caducidad de todo lo temporal. De ahí la sensación sombría de la guerra civil
que muchos ponen por delante, asociándola a la tesis sobre la hora de la
verdad. La guerra civil no nos espera objetivamente, sin embargo, detrás de la
próxima colina. Ocurre más bien que la imaginamos, objetivándola, como expresión de
nuestros temores. La guerra civil no nos espera: somos nosotros quienes la esperamos. Por
eso, precisamente, no estallará.
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