La muerte de Emilio Jáuregui a manos de la policía de Juan
Carlos Onganía se produjo hace treinta años, el 27 de junio de 1969, en la calle
Anchorena, a pocos metros de Tucumán.
Emilio Jáuregui había trabajado como cronista en el diario La Nación entre julio de
1960 y diciembre de 1962. Es decir, hasta que decidió afiliarse al Sindicato de Prensa en
el que, después de varias discusiones políticas y divisiones, fue elegido secretario
general. En 1966, Onganía intervino el sindicato.
El ingeniero Emilio Mariano Jáuregui, un profesional distinguido, fue designado en 1956
Consejero Económico en Francia. La familia se trasladó a París y Emilio, que entonces
era un adolescente inquieto, divertido y apasionado, cursó Ciencias Políticas en la
Sorbonne. Sartre y Camus lo deslumbraron. Volvió a Buenos Aires por algunos meses,
instalándose en la casa de su abuela materna, hermana de Federico Pinedo.
En ese momento ya podría definírselo como un hombre de pensamiento, un intelectual
apasionado que trataba de comprender a los filósofos. Nunca aceptó la mentalidad de su
medio ni la indiferencia ante los graves problemas sociales de la mayoría. Para sus
amigos de siempre era enriquecedor almorzar o comer en lo de Jáuregui porque era allí
donde se daban duelos verbales e ideológicos entre sus padres y él, en los que nosotros
podíamos intervenir como invitados.
La inolvidable hospitalidad de aquella casa a la que concurrían personas tan diferentes
como Eduardo Mallea y Manuel Mujica Láinez deparaba un clima nada fácil de describir:
cuando nos quedábamos solos los amigos, hablábamos de política, de literatura y
escuchábamos fantásticas grabaciones que habían traído los Jáuregui de Europa. Para
las noches de tormenta, siempre elegíamos a Wagner, alentados por Julita, la madre de
Emilio.
Estos treinta años pasaron demasiado rápido, desde aquel 27 de junio de 1969, en el que
Emilio decidió encabezar la manifestación de repudio a la visita que Nelson Rockefeller,
gobernador del estado de Nueva York, realizaba a Buenos Aires como enviado de Richard
Nixon en una gira latinoamericana. La marcha fue apoyada por todos los partidos
políticos; el radicalismo, el peronismo, los partidos de izquierda. La concentración
mayor tuvo lugar en plaza Once y, desde allí, Emilio, junto a un grupo, decidió bajar a
la avenida 9 de Julio.
La policía reprimía y los manifestantes corrían; un patrullero persiguió a Emilio y le
cruzaron el auto en Tucumán y Anchorena, abrieron fuego y lo mataron. Fue el único
muerto y dos medios de entonces contradijeron la previsible versión oficial de que estaba
armado: el diario La Prensa y la revista Primera Plana.
Emilio Jáuregui ya era entonces el hombre que aprende y crece, el hombre que no acepta
ser cómplice de una violencia de guante blanco. Estaba tan íntimamente convencido de lo
que quería hacer de su vida, que pocos días antes de su muerte había abandonado la casa
de sus padres un piso sobre la plaza Vicente López (que dicho sea de paso era del
tatarabuelo de su madre) para trasladarse con su mujer y su hija de pocos meses a un
departamento de un solo ambiente. Esto era lo que su situación económica le permitía
afrontar y consideraba que no tenía derecho a llevar otro tipo de vida.
Pocos días antes de su muerte, el 29 de mayo de 1969, Córdoba se levantó contra la
autodenominada Revolución Argentina; entonces fue el Cordobazo, es decir, el
comienzo del fin de aquel oscuro período.
Tres décadas después todo ha empeorado. La gravedad de lo que hoy ocurre está en las
cifras pero sobre todo en las ideas. Sigue existiendo gente para la que ser progresista es
mala palabra.
En 1969 visitaba nuestro país Nelson Rockefeller. Aunque Emilio Jáuregui no
pueda verlo, en 1999 los representantes del Fondo Monetario Internacional nos visitan con
frecuencia para asegurarse de que la dirigencia argentina, olvidando su tradición, los
beneficios de su educación y de su universidad, no se aparte de las imposiciones ante las
que ha claudicado nuestra democracia monetarista.
* Esta semana se cumplieron treinta años del asesinato del periodista Emilio Jáuregui
durante una marcha de repudio por la visita de Nelson Rockefeller al país como enviado
del gobierno de Richard Nixon. Esta semblanza, realizada por un amigo personal, recuerda
la figura de quien fuera secretario general del gremio de Prensa.
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